Los judíos y el tango – Parte 4

Fuente: Grupo de Facebook Personalidades judías de todos los tiempos. Compilado por Raúl Voskoboinik

Cómo contamos en la parte 1 (https://aurora-israel.co.il/los-judios-y-el-tango-parte-1/), los judíos y el tango se vieron la cara por primera vez en los prostíbulos, en aquellas primeras décadas del siglo XX en que La Varsovia (luego rebautizada Zwi Migdal) se erigió en la mayor organización rioplatense de rufianes.

La inmigración seguía trayendo entretanto violinistas judíos de Polonia, Rusia o Rumania, que encontraban un camino natural de ingreso al tango como medio de vida y como incorporación al nuevo entorno social. Los barrios judíos -Balvanera, Abasto, Villa Crespo, Paternal- fueron los barrios de tango por excelencia. Pero los padres de esos violinistas habían ambicionado para sus hijos la gloria de un Jascha Heifetz (violinista ruso, nacido en Lituania – Imperio ruso), y sintieron decepción, rabia o resignación al verlos convertidos en oscuros violines de fila de humildes orquestas típicas, tocando en brumosos palcos de café o en algún cabaret del pecaminoso Bajo porteño.

El tango significaba además una amenaza de asimilación, de dilución de la identidad judía, temor siempre presente, aunque en dosis que dependían de la ideología familiar. Hubo casos como el del bandoneonista Luis Zinkes, de la orquesta de Francisco Lomuto, que se convirtió al catolicismo, pero la mayoría de los judíos volcados al tango conservaron sus rasgos distintivos de identidad, incluido el idish. De todas formas, y a pesar de que en el ambiente del tango el grado de antisemitismo era muy inferior al que prevalecía en promedio en la sociedad argentina entre 1910 y 1960, la diferencia de ser judío se manifestaba plenamente en el tango: sólo en pocos casos el judío será primera figura, director de orquesta o cantor. La mayoría permanecerá en el anonimato, como instrumentistas que el gran público no identifica.

Los seudónimos también contribuyeron a ocultar el enorme aporte judío al tango. En el caso de los cantores, casi ninguno adoptó un nombre artístico que también sonara judío. “Si querés cantar tango no podés llamarte León ni Zucker”, le aconsejó Celedonio Flores al hermano mayor de Marcos Zucker, que entonces se rebautizó Roberto Beltrán. Cada Abraham se puso Alberto, cada Israel Raúl. Noiej Scolnic eligió ser Juan Pueblito. Isaac Rosofsky se reinventó como Julio Jorge Nelson. El tango acogía con gran disposición y desprejuicio al judío, a condición de que disimulara un poco su origen.

En todos los rubros del tango hubo judíos, en ocasiones como protagonistas decisivos. Figuras como Julio Korn (edición de partituras y arreglos), Max Glücksmann (discos y concursos), Jaime Yankelevich (radio) y el clan Rubinstein (un auténtico holding tanguero), entre otros, propagaron el tango con visión empresarial y le dieron una verdadera proyección industrial. Pero en lo estrictamente artístico, desconcierta comprobar que no hubo ningún judío entre las figuras auténticamente definitorias, culminantes del género.

Si los judíos eran en general buenos músicos, superiores al promedio y en muchos casos excelentes (Gosis, Kaplún, Bajour, Spitalnik, Medovoy, Abramovich y otros), ¿por qué no integró ninguno de ellos la selecta nómina de los fundamentales? Tango Judío (del gueto a la milonga) busca, para ésta y otras preguntas, respuestas que a veces se caen de historias como las que siguen.

Al violinista Samuel Dojman, nacido en un inquilinato en 1912, lo llamaban Milo. El sobrenombre se lo puso una vecina francesa que lo amamantó, como una derivación de Schmil (Samuel en idish), que es como sus padres lo llamaban de chico. Dojman, ya de grande, tenía que soportar que los muchachos de las muchas orquestas de tango en las que tocó lo cargaran cantándole el estribillo de “Esta noche me emborracho”: ¡Y pensar que hace diez años / fue Milo cura!

El notable bandoneonista, compositor y arreglador Ismael Spitalnik, miembro del Partido Comunista, no deseaba tocar en ninguna orquesta, ni siquiera en la del camarada Osvaldo Pugliese. Pero a fines de 1955 murió el bandoneonista Roberto Peppe, también del PC, y su deceso alteró el inestable equilibrio que existía en las filas del conjunto entre comunistas y apolíticos. Spitalnik recibió entonces la orden de ingresar en la orquesta para impedir que los del Partido quedasen en minoría. A Pugliese, en realidad, no le parecía mal que varios de sus músicos no fueran comunistas, porque para él la orquesta era como un movimiento de masas, que debía albergar distintas fuerzas políticas.

El tango soy yo: “¡Es mentira que el tango ha muerto; yo lo voy a matar!”, exclamaba el actor Marcos Caplán en los años 40, desde el escenario del Teatro Maipo o del desaparecido Buenos Aires y comenzaba a destrozar vocalmente “La mariposa” o algún otro suceso de la época.

Alias Gardelito, en el cabaret Pelikan, de la calle Montevideo, donde actuaba en 1930 la orquesta rejuntada por Domingo Precona, se coló un chico que cantaba tangos al derecho o al revés por las mesas y pasaba la gorra. Lo llamaban “Gardelito” y, era el luego actor Marquitos Zucker.

Gregorio Surif fue designado primer violín del Maipo y aunque nunca había conocido tanta prosperidad, el fascismo que se respiraba en la atmósfera de esos primeros años 40, mientras los nazis arrasaban Europa, le infundía miedo. Para colmo, en la orquesta del teatro había un flautista alemán manifiestamente nacionalsocialista, llamado Stefan Eitler.

Al violinista Pedro Sapochnik, Aníbal Troilo -que creó su orquesta en 1937- lo llamaba Petrovich por no decirle ruso. Con Pichuco y con el cantor Francisco Fiorentino solían ir a jugar picados en Avellaneda e ir a la tradicional casa de juego los Ruggerito.

Natalio Finkelstein ingresó con su violín en 1945 en la orquesta del bandoneonista Jorge Argentino Fernández, con quien atravesó una experiencia muy dura: tocar en un acto de la Alianza Libertadora Nacionalista, de virulento antisemitismo. Natalio, el único judío de la orquesta y seguramente de toda la concurrencia, quería escapar de allí, no tener que seguir escuchando esos cánticos nazis. Pero Fernández lo tranquilizaba: “Quedáte, tovarich, que no pasa nada”.

El temperamento artísticamente ambicioso del pianista Gustavo Beytelmann, nacido en 1945 y emigrado a Francia en 1976, no se conformaba con ser alguien que escribe bien la música de tango. Debía llegar a ser un virtuoso.

Cuando David Murstein entró en 1958 a la orquesta del pianista Fulvio Salamanca andaba muy mal de plata, por lo que no se le ocurrió quejarse de aquel traje-uniforme que lo obligaron a ponerse, heredado de un violinista anterior, de torso más largo y piernas más cortas. Por tanto, a David el saco le caía hasta las rodillas y el pantalón no llegaba a los tobillos. Julio Sosa, que andaba por ahí, lo miró así, disfrazado, y le dijo: “¿Sos nuevo, no? Tenés cara de bueno. Dentro de poco vas a ser un hijo de puta, igual que todos nosotros.

A partir de 1974, durante la época de José López Rega, el violinista Bernardo Prusak recibió amenazas de la Triple A. En 1976, ya establecida la dictadura militar, resolvió quemar su biblioteca: de un departamento del quinto piso. Bernardo fue arrojando uno por uno sus libros al incinerador, sin una lágrima.

La amistad entre Pedro Laurenz y Samy Friedenthal llegó al punto de celebrar un pacto de sangre en una isla del Tigre, jurando ayudarse a morir con dignidad si uno de los dos padeciese algún mal incurable. Y la oportunidad de cumplir la promesa llegó. Laurenz agonizaba entre grandes sufrimientos en el Sanatorio Anchorena, condenado por un cáncer de estómago. Samy le pidió a una enfermera que lo ayudase a morir, pero se rehusó. “Si ella no lo hace, lo haré yo”, les dijo a sus íntimos. Al día siguiente Pedro ya no recuperaba el conocimiento así que una enfermera se acercó a Samy para decirle que podía entrar a la habitación del enfermo y permanecer a solas con Pedro Laurez y que nadie lo molestaría. Veinte minutos más tarde, Laurenz había muerto. También un 7 de julio Samy Friedenthal moriría de un enfisema pulmonar.

Un día, en 1967, Mario Abramovich le ofreció a Mauricio Svidovsky (en realidad Moisés Isaac S.) intervenir en una grabación con la orquesta de Enrique Rodríguez. Había que regrabar el exitosísimo “Amor en Budapest” en los viejos estudios de Odeón. Mientras ensayaban en Radio Belgrano, le preguntó a Mauricio cuál era su apellido. Cuando lo escuchó, repitió como para sí mismo: Bidosqui. “Está bien, no se haga problema”, le dijo como para tranquilizarlo, y continuó el ensayo.

El editor Julio Korn conoció a Cecilia, su futura mujer, en el Club de la Marina. Un año después, en 1928, la volvió a encontrar en el Hospital Israelita, en circunstancias un tanto ridículas: de un lado estaban los enfermos gimiendo en sus camas, y del otro se danzaba alegremente, al ritmo de una orquesta, en una fiesta organizada para recaudar fondos destinados a construir un nuevo pabellón. Entre la algarabía, un tal Luis le pidió un tango a Cecilia, pero ésta lo rechazó con cruda franqueza: “Usted lo baila tan mal -le dijo- que es una pena.” La chica oyó entonces una voz que le decía desde atrás: “Yo bailo muy bien el tango. ¿No quiere bailar conmigo?” Al darse vuelta reconoció a Julio Korn. “¿Y su novia?”, le preguntó Cecilia, que lo había visto con una chica. “Yo no tengo novia”, respondió él. Y aquellos dos, unidos por el tango, no se separaron nunca más.

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