Parasha Teruma

teruma
 
Libro Shemot / Éxodo (25:1 a 27:19)

Resumen de la Parashá

El Eterno dijo a Moshé que ordenara al Pueblo de Israel traer ofrendas donadas por cada uno y de corazón.  Oro, plata, cobre, lino, cueros de carnero, telas, pieles, maderas de acacia, aceite para las luminarias, piedras de ónix y de engarce, especias, inciensos, todos elementos para construir un Mishcán (santuario).

 Hashem indicó cómo debía ser el tabernáculo y todos los utensilios que allí se utilizarían.  Todo fue conforme al modelo Divino.

El santuario tenía un patio exterior, donde se encontraban el altar para quemar ofrendas, la vasija usada por los Cohanim para el lavado de manos, y el Tabernáculo, que estaba dividido en dos cámaras por una cortina.

La cámara exterior fue llamada Kódesh (lugar sagrado), donde se encontraban el candelabro de oro puro, labrado que tenía seis brazos, tres en cada costado, y el Mizbeaj Haktóret (altar del incienso).

La cámara interior, llamada Kódesh Hakodashim, era un espacio al que solamente podía ingresar el Cohén Gadol y únicamente en Yom Kipur.  En su interior se estaba el Arón (arca), que contenía las dos tablas de piedra en las que estaban grabadas los Diez Mandamientos.

El arca era de madera de acacia revestido en oro puro con dos querubines de oro sobre los extremos del propiciatorio.  También una mesa de madera de acacia revestida en oro con molduras, para poner sobre ella el pan de la proposición (Lejem Panim).

Los utensilios debían ser de cobre bruñido.

El Todopoderoso detalló e instruyó las formas y medidas para la construcción del Mishcán y sus elementos, hasta en lo más minucioso


 
Rabino Sacks
Traductor: Carlos Betesh
Editor: Michelle Lahan
La secuencia de estas parashiot que comienza con Terumá y continúa con Tetzavé, Ki Tisá, Vaiajel y Pekudé, es desconcertante en varios aspectos. Primero, describe con exhaustivo y agotador detalle, la construcción del Tabernáculo (Mishkán), la casa de veneración portátil que los israelitas construyeron y transportaron a lo largo del desierto.
 
La narrativa ocupa casi todo el último tercio del libro de Éxodo. ¿Por qué tan extenso? ¿Por qué con tanto detalle? El Tabernáculo era, después de todo, sólo un hogar temporario para la Presencia Divina, más tarde reemplazado por el Templo de Jerusalem.
 
Además, ¿cuál sería la razón por la que figure la descripción de la construcción del Mishkán en el libro de Éxodo? Lo natural sería que aparezca en el libro de Vaikrá, dedicado fundamentalmente al detalle del servicio en el Mishkán y a los sacrificios allí realizados.
Por el contrario, el libro de Éxodo podría subtitularse “El nacimiento de una nación”. Trata sobre la transición de los israelitas de una familia a un pueblo, y sobre la travesía de la esclavitud a la libertad.
 
Llega al punto culminante con el pacto entre Dios y el pueblo en el Monte Sinaí. ¿Qué tiene que ver el Tabernáculo con todo esto? Parece una manera extraña de terminar el libro.
 
La respuesta, a mi parecer, es profunda. Primero, recordemos la historia de los israelitas hasta este momento.
 
Habían protagonizado una larga secuencia de protestas. Se quejaron cuando Moshé, en su primera intervención, hizo que la situación resultara peor para ellos.
 
Después, en el Mar Rojo, cuando le preguntaron: “¿Fue porque no había tumbas en Egipto que nos trajiste para morir aquí en el desierto? ¿Qué nos has hecho al sacarnos de Egipto? ¿No te dijimos allí ‘déjanos tranquilos para servir a los egipcios’? ¡Hubiera sido mejor para nosotros servir a los egipcios que morir en el desierto!” (Éxodo 14:11-12)
 
Después de cruzar el mar siguieron las quejas, primero por la falta de agua, después porque el agua era amarga, luego por la falta de comida y luego, nuevamente, por falta de agua. Entonces, en las semanas posteriores a la revelación del Sinaí – la única vez en la historia en que Dios apareció frente a toda una nación – construyeron el Becerro de Oro. ¿Si una secuencia de milagros sin precedente no puede producir una respuesta madura por parte del pueblo, qué lo podría ocasionar?
 
Fue entonces que Dios dijo: Que ellos construyan algo juntos. Esta simple orden transformó a los israelitas. Durante toda la construcción del Tabernáculo no hubo quejas. Todo el pueblo contribuyó, algunos con oro, plata o bronce, otros trajeron pieles y cortinas, y otros su trabajo y su habilidad. Contribuyeron tanto que Moshé les tuvo que ordenar que no   siguieran. Aquí se enmarca una notable propuesta: Lo que nos transforma no es lo que Dios hace por nosotros. Es lo que hacemos nosotros por Dios.
 
Mientras cada crisis era resuelta por Moshé y los milagros, los israelitas permanecieron en un estado de dependencia. Su respuesta inmediata fue la queja. Para poder llegar a la adultez y a la responsabilidad, tenía que producirse una transición: de ser receptores pasivos de las bendiciones de Dios, a creadores activos. El pueblo tenía que convertirse en “el socio de Dios en la tarea de la creación.” (Shabat 10a).
Eso, considero, es lo que los sabios quisieron decir cuando afirmaron “No los llames ‘tus hijos’ sino ‘tus constructores”’ (Berajot 64a). Las personas deben convertirse  en constructoras si quieren pasar de la niñez a la adultez.
 
El judaísmo es la convocatoria de Dios a la responsabilidad. Él no quiere que estemos pendientes de milagros. Él no quiere que dependamos de otros.
Quiere que seamos sus socios, al reconocer que lo que tenemos, lo tenemos por Él, pero lo que hacemos depende de nosotros, de nuestras elecciones y de nuestro esfuerzo. No es fácil lograr ese equilibrio.
Es fácil vivir una vida de dependencia. Es igualmente sencillo caer en el error opuesto al decir: “Mi poder, y la fuerza de mis manos han producido esta riqueza para mí” (Deuteronomio 8:17).
La visión judía de la condición humana es que todo lo que logramos se debe a nuestro propio esfuerzo, pero de igual manera y esencialmente, como resultado de la bendición de Dios.
 
La construcción del Tabernáculo fue el primer gran proyecto que los israelitas emprendieron juntos.
Requirió su generosidad y habilidad. Les dio la oportunidad de devolver a Dios algo de lo que Él les había dado. Les confirió la dignidad de la labor y un emprendimiento creativo. Concluyó  su nacimiento como nación y simbolizó el desafío del futuro. La sociedad que fueron convocados a crear en la tierra de Israel sería una en la que todos formarían parte.
Era lo que sería – en la frase que elegí como título para uno de mis libros – “la casa que construimos juntos”[1].
 
De aquí vemos que uno de los desafíos más grandes del liderazgo es darle al pueblo la oportunidad de dar, contribuir, participar. Esto requiere auto restricción, tzimtzum, por parte del líder, al crear  el espacio para que otros lideren. Como expresa el dicho: “Un líder es bueno cuando la gente apenas sabe que existe. Cuando el trabajo está hecho, el objetivo cumplido, dirán: ‘esto lo hicimos nosotros’”[2].
 
Esto nos lleva a la distinción fundamental en política entre Estado y Sociedad. El estado representa lo que es hecho para nosotros por la maquinaria del gobierno, instrumentada por medio de leyes, cortes judiciales, impuestos y gasto público. La sociedad es lo que hacemos el uno por el otro por medio de comunidades, asociación de voluntarios, y organizaciones solidarias y de caridad.  Creo que el judaísmo tiene una clara preferencia por la sociedad, más que por el estado, precisamente porque reconoce – y este es el tema central del libro de Éxodo – que lo que hacemos por los otros, y no lo que otros o Dios hacen por nosotros, es lo que nos transforma. Considero que la fórmula judía es: estado pequeño, sociedad grande.
 
La persona que tuvo la percepción más profunda de la naturaleza de la sociedad democrática fue Alexis de Tocqueville. Cuando visitó Estados Unidos en 1830, vio que su fortaleza radicaba en lo que él llamó “el arte de la asociación”, la tendencia de los norteamericanos a reunirse en comunidades y grupos voluntarios de ayuda, en lugar de dejar la tarea en manos del gobierno central. Si alguna vez fuera de otra forma, en la que los individuos dependieran solamente del estado, la libertad democrática correría peligro.
 
En uno de los pasajes más cautivantes de su obra maestra, Democracy in America, afirma que las democracias corren riesgo por una nueva forma de opresión de la cual no hay precedentes. Ocurrirá, dice, cuando el pueblo exista solamente por y para él mismo, dejando que el bien común quede en manos del gobierno. En ese caso la vida sería así:
 
Por sobre esta raza de hombres se ejerce un poder inmenso y tutelar, que toma sólo sobre sí la tarea de asegurar sus gratificaciones y vigilar su destino.
Ese poder es absoluto, minucioso, regular, providente y apacible.
Podría ser como la autoridad de un padre, si tuviera, como ocurre con esa autoridad, el objeto de preparar al hijo para la adultez; pero por lo contrario, busca mantenerlo en una niñez perpetua: está bien que el pueblo se regocije, siempre que no piense en nada más que en eso.
 
Por esa felicidad ese gobierno trabaja activamente; les da seguridad, prevé sus necesidades, facilita sus placeres, maneja sus preocupaciones principales, dirige su industria, regula la disminución de la propiedad y subdivide sus herencias: ¿qué queda, más que evitarles la tarea de pensar y todo el problema que significa vivir?[3]
 
Tocqueville escribió esto hace casi 200 años, y existe el riesgo de que esto pase en algunas de las sociedades europeas actuales: todo del estado, nada de la sociedad; todo gobierno, poco o nada de comunidad[4]. Tocqueville no era un escritor religioso. No hace referencia alguna a la Biblia hebrea. Pero el temor que él expresa es precisamente lo que documenta el libro de Éxodo. Cuando el poder central – aunque sea el de Dios mismo – hace todo en beneficio del pueblo, permanece en un estado de desarrollo en suspenso. Se queja en lugar de actuar. Entra con facilidad en la desesperanza. Cuando un líder, en este caso Moshé, no está presente, cometen actos tontos, pero ninguno mayor qué el de construir  el Becerro de Oro.
 
Existe una sola solución: hacer que el pueblo sea co-arquitecto de su propio destino, lograr que construyan algo juntos, modelarlos en equipo y mostrarles que no son inútiles, que son responsables y capaces de una acción conjunta. Génesis comienza con Dios creando el universo como hogar para los seres humanos. Éxodo finaliza con los humanos creando el Mishkán, como ‘hogar’ para Dios.
 
De ahí surge el principio básico del judaísmo: que hemos sido llamados a ser co-creadores junto con Dios. Y también, el corolario: que los líderes no hacen el trabajo del pueblo. Les enseñan a ellos a hacerlo. No es lo que Dios hace por nosotros, sino lo que nosotros hacemos por Dios, lo que nos permite alcanzar la dignidad y responsabilidad.

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