Parasha Tetzave

Libro Shemot / Éxodo (27:20 a 30:10)

Resumen de la Parashá

Los (Cohanim), tenían a su cargo, entre otras tareas, el mantener encendida la menorá.

Sus vestimentas eran especiales según las indicaciones de Hashem.  Estas debían ser confeccionadas por especialistas.  Las vestiduras de Aharón el Cohén Gadol (Sumo Sacerdote), se distinguía sobre las de los demás, como ser que el efod que debía ser de oro, celeste, púrpura y carmesí, y de lino.  Sobre dos piedras de ónix, que se colocaban sobre las hombreras, debían grabarse los nombre de las doce tribus.

El pectoral tenía doce piedras, entre ellas rubí, topacio, ágata, zafiro, diamante, y que cada una llevaría grabado el nombre de una tribu.  Se debían colocar en cuatro hileras de tres piedras cada una.

Aharón fue vestido como indicó el Eterno y presentado por Moshé y ungido con aceite, y luego el resto de los Cohanim.

Por otra parte, el Todopoderoso señaló sacrificios que debían ser llevados al Santuario, y que los Cohanim recibirían en sus manos, para luego tomar las partes del animal sacrificado, como su carne, su sangre, su sebo, y realizar distintas ceremonias con ellas.  Todos estos rituales se repetían diariamente, los siete días de la semana.


Comentario del Rabino Sacks

Traductor: Carlos Betesh
Editor: Abraham Maravankin

El contrapunto del liderazgo

Una de las contribuciones judías más importantes para la comprensión del liderazgo es lo que Montesquieu en el siglo XVIII llamó “la división de poderes”[1]. Ninguna autoridad o poder debía concentrarse en un solo individuo o departamento. En cambio, el liderazgo debía estar dividido según el tipo de función.
Una de las divisiones clave – anticipando en un milenio la “separación de la Iglesia y el Estado” – era entre el Rey, la cabeza del estado por una parte, y el Sumo Sacerdote, la máxima autoridad religiosa, por el otro.
Esto fue revolucionario. Los reyes de las ciudades-estado de la Mesopotamia y el Faraón de Egipto eran considerados semidioses o principales intermediarios de los dioses. Oficiaban en las máximas festividades religiosas. Eran considerados como representantes del Cielo en la tierra.
En el judaísmo, en marcado contraste, la monarquía tenía poca o ninguna función religiosa (salvo el recitado cada siete años del libro del Pacto por parte del Rey en el ritual conocido como hakel.) Efectivamente, la objeción principal de los sabios con respecto a los Reyes Asmoneos fue que quebraron esa antigua regla, también declarándose algunos de ellos, Sumo Sacerdote. El Talmud recoge esta objeción: “Que la corona del reino te resulte suficiente. Deja la corona del sacerdocio en manos de los hijos de Aarón.” (Kidushin 66a). El resultado de este principio fue secularizar el poder.[2]
No menos fundamental fue la división del liderazgo religioso en dos funciones distintas: la del Profeta y la del Sacerdote. Eso está resaltado en la parashá de esta semana, que se concentra en el rol del Sacerdote y en la exclusión del rol del Profeta. Tetzavé es la primera parashá desde el comienzo del libro de Éxodo, en que no aparece el nombre de Moshé. Es una parashá fuertemente sacerdotal, contrapuesta a la profética.
Los Sacerdotes y los Profetas tenían roles muy diferentes, pese a que algunos Profetas, notoriamente Ezequiel, también ejercían el sacerdocio. Las diferencias principales fueron:

El rol del Sacerdote era dinástico, el del Profeta, carismático. Los sacerdotes eran los hijos de Aarón, nacidos para ese rol. El parentesco no cumplía ninguna función en el caso de los Profetas. Los propios hijos de Moshé no eran profetas.

El Sacerdote vestía la indumentaria de oficio. Eso no ocurría en el caso de un Profeta.

El sacerdocio era exclusivamente masculino, no así la profecía. El Talmud cuenta siete mujeres que eran profetas: Sara, Miriam, Débora, Jana, Abigail, Huldá y Esther.

El rol del Sacerdote no cambió a lo largo del tiempo. Existía un programa anual de sacrificios que no variaba año tras año. Por lo contrario, el Profeta no tenía cómo saber cuál iba a ser su misión hasta que Dios se lo revelara. La profecía nunca fue tema de rutina.

Como consecuencia, el Profeta y el Sacerdote tenían una percepción diferente del tiempo. El tiempo para el Sacerdote era lo que para Platón: “la imagen móvil de la eternidad,”[3] un tema de permanente recurrencia y retorno. El Profeta vivía en el tiempo histórico. Su hoy no era el mismo que su ayer y su mañana sería nuevamente diferente. Una forma de expresarlo es que el Sacerdote oía la palabra de Dios para todo tiempo. El Profeta oía la palabra de Dios para este tiempo.

El Sacerdote era “sagrado”, y por lo tanto estaba separado del pueblo. Debía ingerir su comida en estado de pureza y evitar contacto con los muertos. El Profeta, en cambio, vivía frecuentemente en medio del pueblo y hablaba un lenguaje que el pueblo comprendía. Los Profetas podían provenir de cualquier estrato social.

Las palabras clave para el Sacerdote eran tahor, tame, kodesh y jol: “puro”, “impuro”, “sagrado” y “secular”. Las palabras clave de los Profetas eran: tzedek, mishpat, jesed y rajamim: “virtud”, “justicia”, “amor” y “compasión”. No es que a los Profetas les concernía la moralidad y a los Sacerdotes no. Algunos de los imperativos morales clave, como “Amarás a tu prójimo como a ti mismo,” provienen de los párrafos sacerdotales de la Torá. Los Sacerdotes pensaban más bien en términos de un orden moral inserto en la estructura de la realidad, llamado algunas veces “ontología sagrada.”[4] Los Profetas tendían a no pensar en cosas o actos en sí, sino en términos de las relaciones entre personas o clases sociales.

La tarea del Sacerdote es la de mantener el límite. Las palabras sacerdotales clave son le-havdil y le-horot, para distinguir una cosa de la otra y aplicar las reglas apropiadas. Los Sacerdotes planteaban reglas. Los Profetas, alertas.

No había nada personal con respecto al rol sacerdotal. Si alguno – aun el Sumo Sacerdote – no pudiera oficiar en un determinado servicio, podía ser sustituido. La Profecía era esencialmente personal. Los Sabios afirmaban que “no hay dos profetas que tengan el mismo estilo de profecía. “(Sanedrín 89a). Oseas no era Amós, Isaías no era Jeremías. Cada profeta tenía una voz distintiva.

Los sacerdotes constituían el establishment religioso. Los Profetas, por lo menos aquellos cuyos mensajes han sido eternizados en el Tanaj, no tenían establishment sino que por el contrario, eran anti-establishment, críticos de los poderes existentes.

Los roles del Sacerdote y del Profeta variaron a lo largo del tiempo. Los Sacerdotes siempre oficiaron en los servicios sacrificiales del Templo. Pero también eran Jueces. La Torá indica que si hubiera un caso demasiado difícil para ser juzgado en la corte local debían ir a “los Sacerdotes, los Levitas y al juez responsable en ese momento. Debes consultarlos y ellos te brindaran su veredicto.” (Deuteronomio 17:9). Moshé bendice a la tribu de Levi diciendo que “Ellos enseñarán Tus preceptos a Yaakov y Tú Torá a Israel.” (Deuteronomio 33:10), sugiriendo que también tenían un rol educativo.
Malají, Profeta de la época del Segundo Templo, dice: “Pues los labios del Sacerdote deben preservar el conocimiento, porque es un mensajero del Señor Todopoderoso y el pueblo busca el conocimiento de su boca” (Malají 2:7). El Sacerdote era el guardián del orden social de Israel. Pero a través del Tanaj queda claro que el sacerdocio podía caer en la corrupción. Hubo tiempos en que los sacerdotes recibían sobornos, y otros en que comprometían la fe de Israel realizando prácticas paganas. A veces quedaban envueltos en política. Otros se comportaban como una élite apartada, con una actitud despreciativa hacia el pueblo.
En esos tiempos el Profeta asumió la voz de Dios y de la conciencia de la sociedad, recordándole al pueblo su vocación espiritual y moral, llamándolos a la reconsideración y al arrepentimiento, recordando al pueblo sus deberes para con Dios y sus semejantes y alertándolo sobre las consecuencias de no escuchar sus advertencias.
El sacerdocio se corrompió y se politizó masivamente durante la era helenística, especialmente bajo los Seléucidas en el siglo II a.e.c. Los Sumo Sacerdotes helenizados como Jasón y Menelao introdujeron prácticas idolátricas, hasta llegar a colocar una estatua de Zeus en el Templo. Eso provocó una revuelta interna que condujo a los eventos que celebramos en Janucá.
Pero pese a que el gestor de la revuelta, Matitiahu, era él mismo un Sacerdote virtuoso, la corrupción retornó en la época de los Reyes Asmoneos. La secta de Qumrán que conocemos por los rollos del Mar Muerto, fue especialmente crítica del sacerdocio de Jerusalem. Es impactante que los Sabios trazan su ascendencia espiritual a los Profetas y no a los Sacerdotes (Avot 1:1).
Los Cohanim eran esenciales para el antiguo Israel. Dieron a la vida religiosa su estructura y continuidad, sus rituales y rutinas, festivales y celebraciones. Su tarea era asegurar que Israel siguiera siendo un pueblo santo, con Dios en su seno. Pero eran un equipo de poder, y como todo establishment, en el mejor de los casos eran los guardianes de los más elevados valores; pero en el peor, resultaron corruptos, utilizando su posición para ejercer el poder y actuar políticamente en beneficio propio. Ese es el destino de todo establishment, especialmente aquellas dónde la pertenencia es una cuestión de nacimiento.
Por eso los Profetas eran esenciales. Fueron los primeros críticos sociales del mundo, enviados por Dios para transmitir la verdad al poder. Aún hoy, para bien o para mal, las organizaciones religiosas se asemejan al sacerdocio de Israel. Pero, ¿quiénes son los profetas de Israel en la actualidad?
La lección fundamental de la Torá es que el liderazgo nunca puede ser confinado a una clase o a un rol. Siempre debe ser distribuido y dividido. En el Israel antiguo, los Reyes se ocupaban del poder, los sacerdotes de lo sagrado y los Profetas de la integridad y fidelidad de la sociedad. En el judaísmo, el liderazgo es menos una función que un campo de tensiones entre los diferentes roles, cada una con su perspectiva y su voz.
El liderazgo en el judaísmo es un contrapunto, una forma musical definida como “la técnica de combinar dos o más líneas melódicas de manera de establecer una relación armónica, reteniendo su linealidad individual.”[5] Es esta complejidad interna la que le da al liderazgo judío su vigor, salvándola de la entropía, la pérdida de energía a través del tiempo.
Yo creo que el liderazgo siempre debe ser así. Cada equipo debe estar formado por personas con distintos roles, fortalezas, temperamentos y perspectivas. Deben estar siempre abiertos a las críticas y estar alerta en contra el pensamiento de grupo. La gloria del judaísmo es su insistencia en que solo en el cielo hay una Voz de mando. Aquí en la tierra ningún individuo puede asumir el monopolio del liderazgo.

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