Parashat Kedoshim y comentario del Rabino Jonathan Sacks

Y Hashem le hablo a Moshe diciéndole que le hablará a todo el pueblo de Israel y les dijera “ Uds deben ser Santos porque yo su D’s vuestro Señor soy Santo”.

Esto es seguido por docenas de Mitzvot ( mandatos divinos) a través de los cuales el judío se santifica a sí mismo y se relaciona con la santidad de D’s.

Estos incluyen: Honra a tus padres, cuida el Shabat, no adores a ídolos, las leyes de los sacrificios, dar a los pobres, no robes ni engañes, paga a los trabajadores a tiempo, no maldigas al sordo ni hagas tropezar al ciego, juzga en forma justa, no chismees, salva vidas, responde a tu compañero judío, no tomes venganza o guardes rencor.

También en Kedoshim encontraremos la frase del gran Rabí Akiva enseñó que se trata de un principio cardinal de la Fe Judía y sobre el cual Hílel dijo:

“ Esta es toda la Tora, el resto es comentario” “ Ama a tu Prójimo como a ti mismo”.

Shabat Shalom Umeboraj

Manuel Mann


De sacerdote a pueblo

Rabino Jonathan Sacks Z’L´

Ocurre algo fundamental al comienzo de esta parashá, y la historia narrada es una de las más grandes, aunque raramente reconocidas, contribuciones del judaísmo al mundo.

Hasta ahora, Vaikrá ha tratado principalmente sobre sacrificios, pureza, el Santuario y el Sacerdocio. Ha detallado, en síntesis, temas del lugar santo, ofrendas santas, y, también, sobre la élite y personas santas (Aarón y sus descendientes) que oficiaban allí. De repente, en el Capítulo 19, el texto se abre para abrazar a todo el pueblo y a toda la vida:

El Señor le dijo a Moshé: “Habla a la totalidad de la asamblea de Israel y diles a ellos :’Sean santos porque Yo, vuestro Señor, soy santo’” (Levítico 19: 1-2).

Esta es la primera y única instancia en Levítico en que se ordena una indicación tan inclusiva. Los sabios explican que esto señala que el contenido de este capítulo fue proclamado por Moshé en un encuentro formal de toda la nación (hak’hel). Es el pueblo en su totalidad al que se le ordena “ser santo”, no solo a la élite de los sacerdotes. Es la vida misma la que debe ser santificada, como aclara más adelante el mismo capítulo. La santidad debe manifestarse en la forma en que la nación fabrica sus vestimentas, siembra sus campos, administra la justicia, paga a sus trabajadores y conduce sus negocios. Los vulnerables (los sordos, ciegos, mayores y extranjeros) deben recibir una protección apropiada. Toda la sociedad debe ser gobernada con amor, sin resentimiento ni venganza.

Somos testigos, en otras palabras, de la democratización radical de la santidad. Todas las sociedades de la antigüedad tenían sus sacerdotes. Hemos encontrado hasta el momento cuatro instancias en la Torá de sacerdotes no israelitas: Malquizedek, contemporáneo de Abraham, descrito como el sacerdote del Dios Más Elevado; Potifar, suegro de Iosef; todos los sacerdotes egipcios cuya tierra no fue nacionalizada por Iosef, e Itró, sacerdote midianita y suegro de Moshé. El sacerdocio no era exclusivo de Israel, y en todas partes constituía una élite. Acá encontramos por primera vez un código de santidad dirigido a todo el pueblo. Estamos todos llamados a ser santos.

Aparece de forma extraña, aunque no sorprendente. La idea, si no los detalles, ya había sido insinuada. La instancia más explícita se encuentra en el preludio de la gran ceremonia del pacto del Monte Sinaí, en el cual Dios le dice a Moshé que hable al pueblo diciendo “Ahora si ustedes Me obedecen plenamente y guardan Mi pacto, entonces de todas las naciones ustedes serán mi posesión atesorada. Aunque toda la tierra es Mía, ustedes serán para Mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex. 19: 5-6), o sea, un reino en el que todos sus integrantes serán en cierta forma sacerdotes, y una nación que es santa en su totalidad.

La primera indicación ocurre incluso mucho antes, en el primer capítulo de Génesis, con su afirmación monumental: “‘Hagamos a la humanidad a Nuestra imagen, a Nuestra semejanza’… Así Dios creó la humanidad a Su propia imagen, a la imagen de Dios Él los creó, macho y hembra Él los creó” (Génesis 1: 26-27). Lo revolucionario de esta declaración no es que el ser humano pueda ser creado a Su imagen. Es precisamente así como los reyes de los países mesopotámicos y los faraones de Egipto eran considerados. Eran vistos como los representantes, como la imagen viviente de los dioses. De ahí derivaba su autoridad. La revolución de la Torá es la declaración de que no solo algunos, sino todos los seres humanos comparten esa dignidad. Independientemente de clase, color, cultura o credo, todos somos creados a la imagen y semejanza de Dios.

Así nació el conjunto de ideas, que, aunque tardó muchos milenios en ser reconocido, condujo a la cultura distintiva de Occidente: la dignidad no negociable del ser humano, la idea de los derechos humanos y posteriormente la expresión política y económica de las mismas:  la democracia liberal por un lado y la economía de mercado por el otro.

El punto central no es que estas ideas estuvieran formadas plenamente en la mentalidad de los seres humanos durante la época bíblica. Evidentemente, no es así. El concepto de los derechos humanos es producto del siglo XVII. La democracia no fue completamente implementada hasta el siglo XX. Pero la semilla ya fue sembrada en Génesis 1. Eso es lo que quiso significar Jefferson cuando escribió, “Dios, que nos dio la vida, nos dio la libertad. ¿Y pueden las libertades de una nación considerarse seguras cuando hemos retirado su única base firme, la convicción en la mente de la gente que esas libertades son el obsequio de Dios?”

Lo irónico es que estos tres textos – Génesis 1, Éxodo 19: 6 y Levítico 19 – fueron todos enunciados por la voz sacerdotal que el judaísmo llama Torat KohanimAparentemente, los sacerdotes no eran igualitarios. Todos provenían de la misma tribu, la de los levitas, y de una sola familia de esa tribu, la de Aarón. La Torá nos dice que indudablemente, esa no fue la intención original de Dios. Al principio debían ser los primogénitos: los salvados de la última de las Diez Plagas – los que estaban dotados de una santidad especial como ministros de Dios. Fue después del episodio del Becerro de Oro, en el cual solo la tribu de Leví se negó a participar, que se efectuó el cambio. Aun así, el sacerdocio hubiera sido una élite, un rol reservado exclusivamente para los primogénitos varones. Tan profundo es el concepto de la igualdad grabado en el monoteísmo que emerge precisamente de la voz sacerdotal, de donde menos lo hubiéramos esperado.

La razón es esta: la religión del mundo antiguo era, no accidentalmente sino esencialmente, una defensa de las jerarquías. Con el desarrollo, primero de la agricultura y después de las ciudades, lo que emergió fue una profunda estratificación de las sociedades con un gobernante a la cabeza rodeado de una corte real, bajo la cual estaba una élite administrativa y por encima de ella, una masa analfabeta que era usada, ya sea como soldados del ejército o como mano de obra para la construcción de las edificaciones monumentales.

Lo que mantuvo a la estructura en pie fue una doctrina elaborada de jerarquía celestial cuyos orígenes fueron narrados como mito, cuyo símbolo natural más común era el sol, y cuya representación arquitectónica era la pirámide o el zigurat, una construcción monumental, ancha en la base y angosta en la cima. Los dioses habían lidiado y establecido un orden de dominio y sumisión. Rebelarse contra la jerarquía era desafiar la realidad misma. Esa creencia era universal en el mundo antiguo. Aristóteles creía que algunos habían nacido para dominar y otros para ser dominados. Platón construyó un mito en su República en el que la división de clases existía porque los dioses habían construido a algunas personas con oro, otros con plata y a otros con bronce. Esa era la “mentira noble” que debía ser contada para la protección contra el disenso interno.

El monoteísmo suprime toda la base mitológica de las jerarquías. No existe un orden entre los dioses porque no hay dioses, hay un solo Dios creador de todo lo existente. Alguna forma de jerarquía siempre existirá: los ejércitos necesitan comandantes, las películas, directores y las orquestas, conductores. Pero estas son funcionales, no ontológicas. No están ligadas al nacimiento. Por lo tanto, es aún más impresionante detectar que los sentimientos más igualitarios provengan del mundo sacerdotal, cuyo rol religioso en sí era de origen hereditario.

El concepto de igualdad que hallamos en la Torá específicamente, y en el judaísmo en general, no trata de una igualdad de riqueza. El judaísmo no es comunismo. Tampoco es igualitario en cuanto al poder: el judaísmo no es anarquía.  Se trata fundamentalmente de una igualdad de la dignidad. Somos todos iguales en la nación, cuyo soberano es Dios. De ahí la elaborada estructura, tanto política como económica desarrollada en Levítico y organizada en torno al número siete, el signo de la santidad. Cada séptimo día es día libre. Cada séptimo año lo producido de la tierra pertenece a todos; los esclavos israelitas son liberados y las deudas, saldadas. Cada medio siglo, la tierra ancestral es devuelta a sus dueños originales. Por lo tanto, las desigualdades inevitables resultantes de la libertad, quedan mitigadas. La lógica de todas estas medidas es la percepción sacerdotal de que Dios, el Creador de todo lo existente, es el ulterior Dueño de todo: “La tierra no debe ser vendida en forma permanente, porque la tierra es Mía, y ustedes residen en Mi tierra como extranjeros y residentes temporarios” (Levítico 25: 23). Por lo tanto Dios tiene el derecho, no solo el poder, de fijar límites a la desigualdad. Nadie puede ser privado de su dignidad por pobreza total, servidumbre permanente ni endeudamiento pendiente.

Lo que es realmente impactante, sin embargo, es lo que ocurrió después de la época bíblica y la destrucción del Segundo Templo. Enfrentados con la pérdida de toda la infraestructura de la santidad, el Templo, sus sacerdotes y sus sacrificios, el judaísmo traspasó todo el sistema de avodá, el servicio Divino, a la vida diaria del judío común. En el rezo, cada judío se transforma en sacerdote ofrendando un sacrificio. En el arrepentimiento cada uno se transforma en Sumo Sacerdote, expiando por sus pecados y por los de su pueblo. Cada sinagoga, en Israel y en todos lados, se convierte en fragmento del Templo de Jerusalem. Cada mesa es un altar, cada acto de caridad o de hospitalidad, una forma de sacrificio.

El estudio de la Torá, que alguna vez fue la especialidad del sacerdocio, se transformó en el derecho y obligación de todos. No cualquiera pudo portar  la corona del sacerdocio, pero todos podían llevar la corona de la Torá. Un mamzer talmid jajam, un estudioso de la Torá de origen ilegítimo, dijeron los sabios, es más grande que un am ha’aretz Kohen Gadol, un Sumo Sacerdote ignorante. A partir de la tragedia de la pérdida del Templo, los sabios crearon un orden religioso y social que se acercó más al ideal del pueblo como “reino de sacerdotes y nación santa” que cualquier otro intentó previo. La semilla había sido plantada mucho antes, al comienzo del libro de Levítico 19; “Habla a la totalidad de la asamblea de Israel y diles: ‘Sed santos, porque Yo, el Señor vuestro Dios soy santo’”.

La santidad nos pertenece a todos cuando volcamos nuestras vidas al servicio de Dios y consideramos a la sociedad como hogar para la Divina Presencia.  Esa es la vida moral como la vivida en el reino de los sacerdotes: un mundo en el que aspiramos a estar cerca de Dios y de esa forma, con justicia y amor, acercarnos a nuestros semejantes.

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