Viena, Hitler y el antisemitismo

Ricardo Angoso

En aquellos años se explican la virulencia de su discurso político basado en el racismo, la xenofobia y el odio.

La ciudad de Viena tuvo un peso fundamental en la cultura política del máximo líder nazi, Adolfo Hitler, y en el futuro de una carrera hacia el poder caracterizada por un acendrado antisemitismo, racismo sin necesidad de usar más eufemismos y la intolerancia. Pero también resulta muy difícil explicar el nazismo y su rápida propagación, incluyendo aquí su vertiginoso ascenso político y su éxito electoral en la sociedad alemana, sin referirnos a la Iglesia, tanto por su actitud anterior como por su sonoro silencio durante el nazismo. Cuando nos referimos a la Iglesia más bien nos referimos a las iglesias, bien sean las distintas confesiones cristianas que hay en Alemania como la misma católica.

El mismo Hitler, al justificar su antisemitismo subyacente en su obra Mi lucha, recurre a los prejuicios tradicionales del cristianismo. Llegó incluso a afirmar que creía estar “actuando de acuerdo con la voluntad del Creador Todopoderoso: al defenderme del judío estoy luchando por la obra del Señor”. Y más tarde, en un discurso en la ciudad de Múnich, en abril de 1922, aseguró: “Mi sentimiento como cristiano me dirige hacia Señor y Salvador en su papel de combatiente. Me dirige hacia el hombre que, en la soledad, rodeado por unos pocos partidarios, reconoció a esos judíos como lo que en realidad eran, y quien -¡bien lo sabe Dios!- destacaba en especial por no sufrir, sino luchar”. 

La Iglesia católica, tanto en Austria como en Alemania, estuvo utilizando el lenguaje antisemita hasta el período de entreguerras y no hubo una condena oficial tajante de algunas actuaciones y discursos de sus sacerdotes. Por ejemplo, uno de estos prelados, el predicador vienés Josef Deckert, popularmente conocido como “el cura del mesón”, fue uno de sus máximos exponentes: “Hay que hacer a los judíos inofensivos para los pueblos cristianos”. Llevado por el mismo pensamiento, otro hombre “piadoso” del momento, el padre jesuita Heinrich Abel, tenía la “segura convicción de que la desgracia del pueblo austriaco consiste en su esclavización por los judíos y por el espíritu judío”. Dicho prelado, para dejar bien claras sus intenciones, aseguraba tener una reliquia muy valiosa: un bastón con el que su padre había apaleado a un judío en las calles de Viena.

Este antisemitismo tolerado e incluso jaleado por la sociedad del Imperio Austro-Húngaro, llevó al cardenal de Praga, Franz Graf Schöbon, a pedir al papa León XIII que suspendiera el apoyo vaticano a los grupos derechistas y socialcristianos de Austria y a “su antisemitismo en su forma más repugnante”. El Santo Padre, que tenía sobre su escritorio un retrato del máximo líder antisemita del momento, Karl Lueger, quien aseguraba decir “que tenía en el Papa un cálido amigo, que le enviaba su bendición”, si no comulgaba con esas ideas que estaban tan en boga tampoco estaba dispuesto a condenarlas.

El ya citado Lueger sustituyó al fundador del Partido Nacional Alemán, el político austríaco Georg von Schönerer, tras su muerte y se dedicaría con todas sus fuerzas a intentar vertebrar políticamente el antisemitismo austríaco. Este abogado conservador, de orígenes campesinos y ferviente católico, fue el fundador y principal dirigente del Partido Social Cristiano en 1897. “La hostilidad antijudía del movimiento de Lueger era, por tanto, de raigambre cristiana y no se oponía, sino que se apoyaba en la influencia de la Iglesia católica austríaca, además de no comprometer la existencia y el futuro del Imperio austro-húngaro con soflamas pangermanistas”, escribía sobre este personaje el profesor Enrique Moradiellos. Luego, Lueger consiguió ser elegido alcalde de Viena en el año 1897 y permaneció en el cargo hasta su muerte en 1910. Luger, todo hay que decirlo, no se andaba por las ramas y su antisemitismo de corte más bien moderado (¿?) es tajante: “Advierto a los judíos de la manera más clara: quizá lo mismo pudiera suceder aquí que en Rusia. Nosotros en Viena no somos antisemitas ni desde luego nos gusta la muerte y la violencia. Pero si los judíos llegaran a amenazar nuestra patria, entonces no mostraríamos ninguna piedad”. 

LA RELACION ENTRE HITLER Y VIENA

La relación entre Hitler y Viena la explica muy acertadamente el historiadorSaul Freudländer: “Cualquiera que haya sido influencia del antisemitismo familiar y la escuela, fue en Viena donde el odio al judío adquirió en Hitler su forma sistemática. La atmósfera de la capital imperial era, en efecto, las más favorable para la cristalización de prejuicios antisemitas en una ideología definitiva”. Sin esta verdadera “escuela” del antisemitismo que significó Viena para Hitler, es difícil entender la biografía que forjó al futuro líder político. Hitler admiraba ese alma “pura”, racista y antisemita vienesa y en  ella se encontró en su  mundo sin necesidad de tenerse que adaptarse. 

“La fijación de Hitler nació en Viena, donde leyó tratados antijudíos y donde, según afirmó más tarde, empezó a odiar cada vez más a los judíos. Aquellas palabras impresas, o las imágenes de las calles vienesas repletas de migrantes judíos llegados del este, no distorsionaron su imagen de los judíos concretos que había conocido en Litz, en Viena o en el ejército. Más bien contrajo una obsesión con ellos en general. Eran intrusos en la nación alemana y los culpaba como grupo por nada más y nada menos que la mayor pérdida de todas: la derrota de Alemania”, aseguraba el historiador y mayor experto sobre el Holocausto Raul Hilberg. 

Este pensamiento, extendido también en la vecina Alemania, ilustra muy bien el ambiente en que se educó ese austriaco universal llamado Adolfo Hitler, y que vería su materialización política más práctica en el Partido Socialcristiano de Austria, que llamaría a la población germano austriaca a “la más encarnizada defensa contra el peligro judío”. En este clima radical, alentado desde las más altas instituciones, encontró el nacionalsocialismo el caldo de cultivo para que sus ideas avanzasen y se consolidasen como discurso de Estado en un futuro no muy lejano. 

ENTRADA TRIUNFAL EN VIENA

Entrada triunfal de Hitler en Viena, 15 de marzo de 1938, tras la renuncia de Schuschnigg. – Foto: Wikipedia – CC BY-SA 3.0 de

En 1933, Hitler llegaría al poder en Alemania y pondría a Austria en su punto de mira. Cinco años más tarde, tras claudicar el gobierno austriaco ante las amenazas, ataques y agresiones de los nazis, Alemania ocuparía militarmente Austria. “¡De la noche a la mañana! Todo sucedió de la noche a la mañana”, así definía la entrada de los nazis en Viena una testigo de excepción, Eirka, judía vienesa al cien por cien. El 15 de marzo de 1938 entraba en Austria un triunfante Adolfo Hitler al frente de sus tropas y hordas, siendo recibido, en un ambiente eufórico y henchido de patriotismo, por el populacho vienés y recibido en todos los lugares por donde pasaba con euforia, emoción y alegría. 

El cardenal de Viena, Theodor Innitzer, llevado por el éxtasis que le produjo la triunfante entrada de los SS, con sus uniformes negros y sus escudos con la calavera, hizo repicar las campanas de todas las iglesias de la ciudad a modo de saludo al nuevo orden en él que ya no cabían ni los judíos ni lo demás “subhumanos”, se supone que “gracias a Dios”.

En aquellas jornadas de marzo de 1938, caracterizadas por la emoción desbordada de la muchachada nazi en las calles y unos miles de judíos escondidos en sus casas literalmente muertos de miedo, y siguiendo con su tradición antisemita y pronazi, la Iglesia católica austríaca se puso a los pies del nuevo régimen hitleriano, tal como había hecho en Alemania y de alguna forma en la Italia fascista. La luterana, que comulgaba abiertamente con el discurso antisemita de Hitler, ni siquiera protestó por las formas violentas, casi terroristas, del nuevo régimen.

Cementerio Judío de Viena

Luego, ese mismo día en pleno centro de Viena, en la gigantesca plaza de los Héroes, se vivió un momento de gran emoción y delirio nacionalista: 300.000 vieneses se agolparon para gritar juntos el frenético aullido de “¡Sieg Heil!” y rendirse sin rechistar ante Hitler. Comenzaba una nueva era y Hitler había cumplido con su secreta misión de sumar a Austria a su delirante proyecto de sangre, muerte y dolor compartido a partir de ese momento.

Un entusiasmo casi histérico se apoderó de toda Austria y en Viena, llevados por la emoción de la triunfante entrada de su Führer, miles de vieneses, con porras y palos, obligarían a los judíos a limpiar las calles de la ciudad en unas imágenes que todavía insultan a la humanidad y al alma austriaca. “Agradecemos al Führer que por fin haya dado trabajo a los judíos”, gritaba la chusma envalentonada que actuaba ayudada por la Gestapo y los camisas pardas. El 23 de marzo de 1938, el corresponsal del New York Times en Viena escribía: “En las primeras dos semanas, los nacionalsocialistas han conseguido aquí someter a los judíos a un trato de mayor dureza de lo que habría sido posible en Alemania en el curso de varios años”.

“La euforia popular por Hitler, el nacionalsocialimo y la unificación con Alemania estaban emparejados con el odio y la violencia contra los judíos, que sobrepasó a cualquier manifestación pública sucedida en Alemania hasta esa fecha. La mayoría de los 191.000 judíos austríacos vivía en Viena y representaba el 10% de esta ciudad. Después de Varsovia y Budapest, los judíos vieneses constituían la tercera comunidad de Europa. Sin embargo, las cifras poco importaban. Los SA y otros nazis los arrojaron a las calles para que limpiaran las letrinas de los cuarteles y fregaran las aceras con sus manos desnudas y, a veces, simplemente por ´diversión´ con sus propios cepillos de dientes y ropa interior”, escribieron sobre estos sucesos los autores Deborah Dwork y Jan van Pelt.

“La opinión popular asimiló el significado del fin de Austria mucho más rápido de lo esperado incluso por los nazis de Viena o Berlín. Esa misma tarde aparecieron multitudes en las calles que coreaban a gritos eslóganes nazis y buscaban judíos a los que golpear. Esa primera noche de desgobierno de Austria fue mucho más peligrosa para los judíos que las dos décadas precedentes, desde la independencia austríaca. Su mundo había desaparecido”, escribía sobre este trágico cambio en la capital austriaca el historiador Timothy Snyder. 

Una vez instalados en el poder, comenzó el latrocinio organizado de los bienes judíos, los saqueos de las viviendas, las ventas forzadas de negocios y propiedades a precios irrisorios a los nazis y también las huidas. “La exhaustividad de la rapiña es el resultado de la suma de una intención práctica y otra genocida: por un lado, aprovechar todo lo que signifique alguna clase de riqueza y todo lo que pueda tener un segundo o tercer uso en una economía de guerra; por otro, borrar completamente el rastro de un enemigo interno a suprimir”, escribía la historiadora María Sierra.

Foto: Wikipedia – Dominio Público

Un mes después de la anexión de Austria por los nazis, el 10 de abril de 1938, los nacionalsocialistas celebraron un referéndum en el país, como una muestra más de escenificación -la política siempre tiene algo de teatral- y para mostrar a las claras que eran los nuevos amos de la nación mancillada. Sin nadie que tuviera valor de oponerse y con todo el aparato de propaganda a su favor, el nazismo obtuvo una victoria total y consiguió el 99,73% de los votos a favor del retorno al Reich. “Un resultado” que, según el historiador Gerhard Botz, “en lo esencial, no estuvo en absoluto falseado”. Pero al menos quedó algo de dignidad política en el país cuando su Canciller, Kurt Schuschnigg, no se plegó al juego de los nazis y fue encarcelado durante toda la Segunda Guerra Mundial, estando a punto de ser ejecutado por los alemanes de no haber sido por la pronta liberación de donde se encontraba confinado por los aliados. 

Fotos del autor de la nota del Cementerio Judío de Viena (Cementerio Central)

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