Ajarei Mot con cometario de Rabino Jonathan Sacks

 

Ajarei Mot – Kedoshim

Quienes entendemos al oficio como un acto de devoción comprendemos claramente por qué la música ocupa cada vez un lugar más importante. ¡Qué mejor plataforma de elevación que esa creación casi sobrenatural que poseen ciertas melodías?  ¿Acaso no es posible percibir el hálito divino en el Bolero de Ravel, o en algunas obras de Lennon y  McCartney?

Pero esa inteligente utilización de la música como vehículo no es un descubrimiento moderno, ya que absolutamente todo el Tanaj posee notación musical. Sobre cada palabra, un pequeño grafismo indica con qué melodía se cantará esa expresión, por ello muchos interpretes de los textos bíblicos insisten que solo es posible inteligir el verdadero sentido de una expresión bíblica al cantarla, ya que así sabremos por ejemplo si se expresa alegremente (mayores) o tristemente (menores).

Incluso esas cantilaciones (llamadas teamim -del hebreo taam, sabor-), difieren según se lean del Pentateuco, siendo éstas las más antiguas por tanto monocordes, o del libro de Profetas, más complejas y musicales, o Meguilot, más acompasadas o sombrías según el texto.

Por eso resulta tan extraño escuchar a veces, durante el servicio, un aplauso, confundiendo un acto de unción con un espectáculo. Más aún teniendo en cuenta que esta manifestación de pública aprobación surge del mismo circo romano donde fuimos inmolados.

Pero aunque la música cambie, las palabras permanecen inmutables, tal como fueron escritas la primerísima vez. Cada vez que pronunciamos una palabra de la Torá, revivimos una letanía de 3500 años, hacemos carne en nosotros alguna de las almas que presenciaron el ascenso de Moshé al monte Sinaí.

Al cabo de que los Bnei Mitzvah de la comunidad leen sus respectivas aliot, se vuelven a vestir los rollos y se procede a la lectura de la haftará, lo que constituye un desafío para el intérprete ya que los murmullos aumentan y pocos se preocupan por seguir el artesonado encaje musical de esta plataforma de ascensión en particular.

Esta semana para alivio de quienes consideran aburrida esta porción del oficio, se trata  tan solo de ocho versículos.

En esos escasos renglones nosotros (Su pueblo) somos nombrados ocho veces, cada una con diferente designación:

1 Hijos de Israel
2 Israel
3 Reino pecador
4 Casa de Yaakov
5 Casa de Israel
6 Mi pueblo
7 Cabaña de David
8 Mi pueblo, Israel

Acaso la referencia es siempre a la misma comunidad (kahal en hebreo), o intenta diferenciar al reino de Israel del de Yehudá? ¿O a quien categoriza las partes del oficio según su musicalidad, del que considera al acto de entrega como un todo? ¿O a quien aplaude, de comprende la santidad de esa entrega? Porque eso… eso es otro cantar.

Dudi Finkielsztein


El amor no es suficiente por el rabino Jonathan Zacks Z¨L

El comienzo del capítulo de Kedoshim contiene dos de los preceptos más poderosos: amar al prójimo y amar al extranjero.

“Ama al prójimo como a ti mismo, Yo soy tu Dios.” dice el primero. “Ama al extranjero que viene a vivir a tu tierra, no lo maltrates” y continúa: “Trata al extranjero como harías a un nativo. Ámalo como a ti mismo, pues tú fuiste extranjero en Egipto.

Yo soy el Señor tu Dios.” (Lev. 19:33-34) (1) El primero es llamado frecuentemente la “regla de oro” y supuestamente compartida por todas las culturas.

Es un error. La regla de oro es distinta. En su enunciación positiva reza: “Actúa con los demás como quisieras que ellos actúen contigo,” o negativamente, expresado por Hilel, “Lo que es odioso para ti, no hagas a tus semejantes.”

Estas reglas no tienen nada que ver con el amor. Tienen que ver con la justicia, o más precisamente con lo que los psicólogos evolucionistas llaman altruísmo recíproco. La Torá no dice “Sé amable con tu prójimo porque te gustaría que él sea amable contigo.” Dice “ama a tu prójimo.” Es distinto y mucho más fuerte.

El segundo precepto es más radical aún. La mayoría de las personas, en la mayoría de las sociedades y en la mayoría de las épocas ha temido, odiado y frecuentemente maltratado al extranjero. Una palabra lo describe: la xenofobia. Cuántas veces has escuchado la palabra opuesta, la xenofilia? Sospecho que nunca.

En general, la mayoría de las personas no ama a los extranjeros. Es el motivo por el cual casi siempre que la Torá cita este precepto – y lo hace, según los sabios, 36 veces – agrega esta explicación: “porque fuiste extranjero en Egipto.” No conozco ninguna otra nación que haya nacido en la esclavitud y en el exilio.

Sabemos lo que significa ser una minoría vulnerable. Es por eso que el amor al extranjero es tan central al judaísmo y tan marginal para otros sistemas éticos.(2) Pero aquí tampoco emplea la Torá la palabra “justicia.” Existe un precepto de justicia referente a los extranjeros, 1 pero es una ley distinta: “No harás ningún mal al extranjero ni lo oprimirás” (Ex. 22: 20).

Aquí la Torá habla de justicia, no de amor. Estos dos preceptos definen al judaísmo como una religión de amor – no sólo a Dios – (“con todo tu corazón, con todo tu alma y con toda tu fuerza”), sino también a la humanidad.

Esa fue y es, una idea que cambia la vida. Pero lo que llama profundamente a la reflexión es el lugar donde aparecen estos preceptos. Aparecen en Parashat Kedoshim, que para una lectura contemporánea, es uno de los pasajes más extraños de la Torá.

Levítico 19 nos trae leyes contiguas que parecen bastante diferentes. Algunos corresponden a la vida moral: no chismosear, no odiar, no tomar represalia, no guardar rencor. Otros se refieren a la justicia social: dejar una parte de la cosecha para los pobres; no pervertir la justicia; no retener sueldos; no usar pesas y medidas alteradas. Aún otros son de modalidad totalmente distinta: no incurrir en la reproducción de ganado mestizo; no sembrar un campo con mezcla de semillas; no usar vestimenta con mezcla de lino y lana; no comer el fruto de un árbol antes de tres cosechas anuales; no comer preparados con sangre; no practicar hechicería; no autoflagelarse.

En una primera instancia estas leyes no tienen nada que ver unas con otras: algunas se refieren a la conciencia, otras a política y economía, y otras a la pureza y tabúes. Sin embargo, la Torá nos está diciendo claramente otra cosa: todas tienen algo en común. Todas tratan sobre bordes, límites, orden.

Nos está diciendo que la realidad tiene cierta estructura subyacente cuya integridad debe ser honrada. Si odias o te desquitas de alguien, estás destruyendo relaciones. Si cometes una injusticia estás minando la confianza sobre la cual se basa la sociedad. Si no respetas la integridad de la naturaleza (diferentes semillas, especies, etc.), estás dando los primeros pasos por un camino que lleva al desastre del medio ambiente. Hay un orden en el universo , en parte moral en parte político y en par te ecológico. Cuando se viola ese orden eventualmente conducirá al caos. Cuando ese orden se cuida y se preserva, nos transformamos en co-creadores de la armonía y la diversidad integrada que la Torá llama “sagrada.”

Por qué entonces es que en este capítulo aparecen específicamente estos dos grandes preceptos – ama a tu prójimo y ama al extranjero? La respuesta es profunda y lejos de ser obvia. Porque este es el lugar del amor – en un universo ordenado. Jordan Peterson, el psicólogo canadiense, se ha transformado recientemente en uno de los intelectuales más prominentes de nuestro tiempo. Su reciente libro Twelve Rules for Life (Doce reglas para la vida) ha sido un best seller masivo en Estados Unidos y Gran Bretaña. (3) Él ha tenido el coraje de ser contestatario, desafiando las falacias de moda en el Occidente contemporáneo. Especialmente impactante es la Regla 5: “No permitas a tus hijos hacer algo que te genere una aversión hacia ellos.” La indicación es más sutil de lo que aparenta. Un número significativo de padres de hoy en día, dice, no logra socializar a su hijos. Los consienten.

No les enseñan las reglas. Existen argumentadas razones complejas para ello. Algunas tienen que ver con la falta de atención. Los padres están ocupados y no tienen tiempo para la demandante tarea de enseñarles lo que es la disciplina. Algo de esto tiene que ver con la influencia engañosa de Jean Jacques Rousseau de que los niños son esencialmente buenos y que dejan de serlo debido a la sociedad y a sus reglas. Por lo que la mejor manera de criar a niños felices y creativos es dejar que ellos mismos elijan. Sin embargo, dice que en parte se debe a que “los padres modernos simplemente están paralizados por el temor de no resultar más queridos por sus hijos si los retan por cualquier motivo.” Están temerosos de dañar la relación si les dicen que ‘No’. Temen perder el amor de sus hijos. Como resultado, los dejan peligrosamente indefensos para un mundo que no se someterá a sus demandas de atención; un mundo que puede ser duro, exigente y a veces cruel.

Sin reglas, capacitación social, autorrestricción y capacidad para diferir gratificación, los niños crecen sin un aprendizaje de la realidad. Su conclusión es determinante: Las reglas claras producen niños seguros y padres calmos y racionales. Principios claros de disciplina y castigo producen un equilibrio entre la misericordia y la justicia de tal forma que el desarrollo social y la madurez psicológica pueden ser óptimamente promovidas. Las reglas claras y la disciplina apropiada ayudan al niño, a la familia y a la sociedad a establecer, mantener y expandir el orden. Esto es lo que nos protege del caos. (4) De eso trata el comienzo del capítulo de Kedoshim: reglas claras que sostienen el orden social.

Es ahí donde el verdadero amor – no el engañoso substituto sentimental – pertenece. Sin orden, el amor meramente se agrega al caos. El amor inapropiado puede llevar a la desatención de los padres, generando hijos caprichosos con una actitud de privilegio que los destinará a una vida adulta que no será feliz, exitosa ni lograda. E l libr o de Peterson, s ubtitulado “U n antídoto contra el caos ”,no trata solamente de los niños. Trata del embrollo que se produjo en Occidente cuando los Beatles cantaron en 1967 “All you need is love” (Todo lo que necesitas es amor). Como psicólogo clínico Peterson comprobó el costo emocional producido en una sociedad sin un código moral compartido. La gente, escribió, necesita principios ordenadores, sin los cuales hay caos. Necesitamos “reglas, valores, patrones – solos y juntos. Necesitamos rutina y tradición. Eso es el orden.” Mucho orden puede ser nocivo, pero poco orden puede ser peor. La mejor vida se vive, dice, en la línea divisoria entre ambas. Es ahí, dice, “donde encontramos el sentido que justifica la vida y su inevitable sufrimiento.” Quizás si viviéramos adecuadamente, agrega, “podríamos soportar el conocer nuestra propia fragilidad y mortalidad, sin el sentimiento de victimización agraviado que produce primeramente resentimiento, después envidia, y finalmente un deseo de venganza y destrucción.

Esta es la explicación más estructura de Levítico 19. Su combinación de leyes morales, políticas, económicas y de medio ambiente, es una afirmación suprema del orden universal Divinamente creado, del cual somos custodios. Trata de la humanización de ese orden por medio del amor – el amor al prójimo y al extranjero. Y cuando la Torá dice que no debes odiar, que no debes vengarte ni sentir resentimiento, la envidia, y el deseo de de venganza es la destrucción de la humanización. De ahí la idea que cambia la vida y que hemos largamente olvidado:

Las relaciones requieren reglas. Debe observarse que algunos leen estos dos versos como referidos específicamente a un un converso al judaísmo. Sin embargo, esto desviaría el concepto del precepto, que es: no permitir qué diferencias étnicas (o sea, entre una persona judía de nacimiento y un converso) influyan sobre tus emociones. El judaísmo debe ser ciego a diferencias un converso al judaísmo. Sin embargo, esto desviaría el concepto del precepto, que es: no permitir qué diferencias étnicas (o sea, entre una persona judía de nacimiento y un converso) influyan sobre tus emociones.

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