La fundación del Estado de Israel en 1948 fue el cambio más radical e importante en la condición del pueblo judío desde el año 70 EC. En aquel entonces, con la destrucción del Segundo Templo, se sentaron las bases para redefinir nuestra identidad como la de un pueblo en el exilio. Hubo un último y desesperado intento por corregir esta situación: la rebelión de Simón bar Kojba, entre los años 132 y 135. Pero su fracaso sentenció al pueblo judío a ser visto como apátrida en todos lados y a comenzar una peregrinación que por momentos parecía que sería eterna.

Perdida la soberanía judía en su hogar ancestral, fue cosa de tiempo para que las dos magníficas comunidades judías de Babilonia y Alejandría también tuvieran que desintegrarse. Hay indicios de que la judería babilónica fue la que se distribuyó mayoritariamente en las zonas del mar Mediterráneo, generando lo que luego se consolidó como el judaísmo de Sefarad (nombre hebreo para España). Mientras, los exiliados de Alejandría podrían haberse movido primero hacia Italia, para luego esquivar los Alpes y establecerse en el territorio de la actual Alsacia, fundando comunidades que se extendieron hasta la zona del Rin y generando con ello lo que a partir del siglo X puede considerarse el judaísmo de Ashkenaz (nombre hebreo para Alemania).

Luego vendrían los ires y venires por todas esas regiones. Sefaradíes y ashkenazíes los sufrieron de modos diferentes. Los judíos de España se mantuvieron fijos en ese país hasta finales del siglo XV, y tuvo que ser algo tan monstruoso como el Decreto de Expulsión de 1492 lo que los obligara al exilio. Pero el exilio no necesariamente se tradujo en mucho movimiento. Los exiliados se distribuyeron en las provincias del Imperio otomano, y allí encontraron una relativa estabilidad que se mantuvo hasta la Primera Guerra Mundial, cuando la estructura imperial de los turcos quedó desmantelada. Todas las crisis relacionadas con esa etapa de decadencia otomana se tradujeron, desde finales del siglo XIX, en un éxodo lento pero sustancial de judíos sefaradíes, que comenzaron a movilizarse principalmente hacia América.

La historia de los ashkenazíes fue más dura. Prácticamente no conocieron la estabilidad, y las expulsiones, persecuciones y hasta ejecuciones masivas fueron una constante durante varios siglos. Ello los obligó a moverse hacia el este, principalmente a Polonia, Rusia, los países bálticos y Ucrania. Pero, aunque pudieron quedarse fijos allí durante varios siglos, no fue en condiciones siquiera medianamente amables. La miseria y marginación fueron el pan de cada día.

Por ello siempre fueron más propensos a la migración que sus parientes sefarditas. Para cuando los judíos españoles comenzaron a llegar a Estados Unidos, los ashkenazíes ya tenían mucho tiempo floreciendo en condiciones más amables, libres y prósperas.

La Segunda Guerra Mundial fue el marco en el que se dio el último gran reacomodo de poblaciones judías. La Shoá exterminó casi por completo al judaísmo europeo, pero tres años después se logró la fundación del Estado de Israel. Por supuesto, eso no significó una migración masiva hacia el hogar ancestral. En realidad, esta ya había comenzado —a cuentagotas a veces— desde finales del siglo XIX. La declaración formal de independencia de Israel sólo le dio continuidad a las Aliyot que estaban permitiendo que el país se repoblara de judíos.

Una vez tranquilizada la situación en Europa, algunas comunidades judías volvieron a florecer. En Alemania, por ejemplo, se reconstituyó una próspera comunidad. La francesa también, pero con una característica singular: su población ashkenazí fue masacrada, así que el judaísmo francés de la posguerra se volvió fundamentalmente sefaradí (marroquí, principalmente). La comunidad italiana sobrevivió, aunque muy diezmada, y si acaso gozó de una recuperación, esta fue discreta y lenta. Otros países poco a poco comenzaron a ver repobladas sus comunidades judías: Bélgica, Holanda, Austria, incluso España.

Por supuesto, para ese momento las comunidades más prósperas y estables de la Diáspora estaban en América, principalmente en Estados Unidos y Argentina. Otros países no desarrollaron comunidades judías tan grandes, pero sí lo suficientemente estables y prósperas: México, Chile, Uruguay, Brasil, y —más recientemente— Panamá.

En el otro lado del mundo, la enorme comunidad judía rusa vivió su declive a finales del siglo XX. Una gran cantidad de sus integrantes lograron salir del país a partir del colapso del régimen soviético y la mayoría se trasladó a Israel.

De ese modo, se configuró la demografía judía a nivel mundial con la que comenzó el siglo XXI. Demografía que podría cambiar profundamente en las próximas décadas.

Hay dos situaciones que están minando peligrosamente la continuidad de los judíos en Europa y en América Latina. Se trata del auge de proyectos políticos populistas que le han dado cabida a las modas filosóficas posmodernas, entre las cuales destaca el llamado poscolonialismo, ideología que con mucha facilidad fomenta el antisemitismo.

Es un tema que ya causa preocupación en ciertas zonas de Estados Unidos —o en varios campus universitarios—, sin llegar a niveles extremos que pongan en riesgo la continuidad del judaísmo norteamericano. Pero en los países americanos de habla hispana es distinto, y sus comunidades han comenzado a vaciarse. Las de Argentina, Chile y Uruguay ya lo resintieron en serio. La argentina lo ha soportado mejor debido a que siempre fue la más numerosa, pero eso sólo dilataría temporalmente el proceso. La de México, en otros tiempos sobradamente estable, ahora enfrenta un panorama de crisis económica —acentuada por la crisis sanitaria del COVID-19— que podría motivar a muchos a establecerse en otros países, principalmente Estados Unidos o Israel.

Pero la situación más grave es en Europa. Allí no sólo impacta la ideología progresista pretendidamente de izquierda que con mucha facilidad fomenta el antisemitismo, sino también la presencia de amplias comunidades árabes o musulmanas que no han sido controladas por muchos gobiernos en cada país. Por ejemplo, el manejo francés de este problema ha sido desastroso, y su vieja y nutrida comunidad está mermando irremediablemente. Bélgica es otro país que tampoco se ha caracterizado por su eficiencia al respecto.

Alemania ha manejado mejor el asunto, y aún así los judíos de ese país comienzan a sentirse más inseguros. Holanda se considera a sí mismo un país europeo en el que los judíos gozan de un nivel mayor de seguridad y, sin embargo, incluso las familias judías no religiosas envían a sus hijos a colegios religiosos, debido a la hostilidad que pueden llegar a sufrir en las escuelas públicas.

Por eso, muchos judíos europeos parecen haber asumido que la historia del judaísmo europeo llegó a su fin y la alternativa es la migración.

¿A dónde? Bueno, los destinos más lógicos hasta hace poco eran Estados Unidos o Israel. Pero en los últimos meses empieza a consolidarse una alternativa que, en pocos años, puede volverse muy tentadora: los países árabes.

El ritmo frenético con el que se han firmado tratados diplomáticos entre Israel, Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos, y recientemente Bután (dejo afuera por el momento a Sudán por no ser exactamente un país árabe) va a crear un clima óptimo para los intercambios comerciales que van a dar como resultado pingües negocios. Eso, inevitablemente, va a incentivar al crecimiento y desarrollo de nuevas comunidades judías, o ampliación y consolidación de las que ya existen. Sobre todo en lugares como Dubái, un gran centro económico del Medio Oriente.

Las comunidades judías florecieron en los países árabes durante milenios, pero a raíz de la refundación de Israel, fueron desmanteladas y expulsadas como mera represalia. Cientos de miles de judíos lo perdieron todo y tuvieron que movilizarse, muchos de ellos hacia Israel, en donde reiniciaron una nueva vida.

Por ello, durante los últimos setenta años la vida judía en los países árabes prácticamente fue aniquilada.

Pero los nuevos vientos políticos han abierto una puerta que durante todo ese tiempo se mantuvo cerrada, y es muy lógico suponer que las nuevas generaciones de judíos ávidos de emprender nuevos negocios los lleven a un territorio que, en términos históricos, no nos resulta nada ajeno. A fin de cuentas, árabes y judíos somos más parientes de lo que nos habría gustado admitir durante muchos siglos.

Dada la crisis por la que pasa el judaísmo europeo —y, en menor medida, aunque no por ello menos importante, el latinoamericano—, no va a ser nada raro que las añejas comunidades occidentales (salvo por las norteamericanas y canadienses) vayan perdiendo su brillo y sus sinagogas pronto se vean reducidas a sitios culturales e históricos, probablemente museos. En contraparte, el siglo XXI puede ver el reflorecimiento pleno del judaísmo en el Medio Oriente.

Habrá que estar pendiente, porque un evento así no sería cualquier cosa. Sería un grandísimo parteaguas en la milenaria historia del pueblo judío, algo que no se ve todos los siglos.

¿Y por qué no? Ya entrados en gastos y ante la integración de un bloque de cooperación económica que va desde China hasta Australia, también podría venir la expansión hacia el extremo oriente del planeta. Son cambios lentos, pero tal vez en el siglo XXII la demografía judía haya cambiado radicalmente.

Supongo que eso pondría felices a los judíos de Birobidzhan, ciudad capital del Oblast Autónomo Hebreo —la remota provincia rusa acurrucada entre Mongolia, Rusia y China, diez veces más cerca de Tokio que de Moscú— que Stalin quiso convertir en el hogar de los judíos rusos, y al que en este momento casi nadie le pone atención. Un giro de la vida judía hacia el oriente extremo la podría poner en el centro de la vida cultural en ídish (idioma oficial del lugar desde 1934).

En fin. Se vale soñar.

Y, probablemente, también ir preparando las maletas.

https://youtu.be/Yehs_hY9htM

Irving Gatell / @enlacejudio