Parashá Vaera

 
vaeraY me aparecí
Libro Shemot / Éxodo (6:2 a 9:35)

Resumen de la Parashá

En esta parashá el Eterno se le presenta a Moshé afirmándole que con Su mano fuerte el Faraón dejará ir al Pueblo de Israel y los expulsará de la tierra de Egipto.  

También le recordó Su Pacto con Abraham, Itzjak y Yaacob, que daría la tierra de Canaán a los Hijos de Israel.  

Y el pueblo no quiso oír las palabras de Moshé por impaciencia y por sentirse quebrantados por la servidumbre.  Moshé temió, ya que si sus hermanos no lo oían ¿cómo lo iba a escuchar el Faraón, aún más por su problema de dicción?  Una vez más, el Todopoderoso le dijo a Moshé, que quien hablaría por él sería su hermano Aharón y no obstante el corazón del Faraón sería endurecido por Él y sobre el pueblo egipcio caerían severos castigos.

Moshé tenía ochenta años de edad y Aharón ochenta y tres.  El Eterno dijo a Moshé que cuando el Faraón le dijera que hiciera milagros, Aharón debía tomar la vara de Moshé y la arrojaría ante el Faraón y se convertiría en culebra.  Así ocurrió y también los magos egipcios hicieron lo mismo, pero el bastón de Aharón se tragó a los bastones de los egipcios.  Igualmente, a pesar de este milagro, el corazón de Paró se endureció. 

Comenzaron a producirse plagas sobre Egipto.  Moshé advirtió al Faraón de lo que iba a ocurrir.

La primera fue cuando Aharón, según lo instruido por Moshé, agitó su bastón sobre el río Nilo, sobre canales, lagunas y reservorios, y todas las aguas se convirtieron en sangre.  Los peces murieron y hubo un olor hediondo.  Todo esto obligó a los egipcios implorar a los judíos que les dieran agua, ya que éstos no sufrieron los efectos de la plaga.  

El Faraón no cambió su tiesa actitud. 

 Posteriormente Aharón extendió su mano sobre el Nilo y aparecieron ranas que envolvieron la tierra.  El Faraón suplicó a Moshé que contuviera los efectos de la plaga y que luego permitiría salir al pueblo.  Moshé oró al Eterno para detener la plaga, pero el Faraón no cumplió con su promesa. 

Aharón apaleó con su bastón sobre el polvo de la tierra, y éste se convirtió en piojos que envolvían a hombres y animales.  Esta plaga, los magos egipcios no pudieron repetirla, admitiendo así la superioridad del Todopoderoso. 

 Pero el corazón del Faraón seguía endurecido. 

Moshé señaló que animales salvajes asediarían las casa egipcias, no así las de Goshen donde vivían los judíos.  

Nuevamente Paró prometió dejar salir al pueblo por tres días para que ofrecieran sacrificios al Eterno, pero cuando se detuvo la plaga, su corazón volvió a endurecer.

Nuevamente Moshé advirtió al Faraón sobre una nueva plaga que afectaría a los animales.  Esta mató al ganado de los egipcios, no así al de los hebreos.  El Faraón comprobó lo ocurrido, pero no cambió su postura. 

El Eterno ordenó a Moshé y a Aharón tomar en sus puños cenizas y arrojarlas hacia el cielo, en presencia del Faraón, las que se transformaron en pústulas sarnosas, atacando a hombres y animales. 

 Los magos también fueron afectados por esta plaga, y, aún así, el Faraón no accedió a los pedidos de Moshé. 

Se le advirtió a Paró sobre una nueva plaga que destruiría cosechas y mataría el ganado que aún sobrevivía.  Consistió en una terrible tormenta con fuerte granizo de fuego y hielo, que también mató a hombres, pero la tierra de Goshen no se vio afectada.  Paró mantuvo duro su corazón y no permitió salir al pueblo de Israel.


Rabino Sacks

Libre voluntad: la usas o la pierdes

En la parashá Vaerá leemos por primera vez, no acerca del endurecimiento del corazón del Faraón, sino sobre la voluntad de Dios: “Yo endureceré el corazón del Faraón,” le dice Dios a Moshé, “y multiplicaré Mis señales y Mis prodigios en la tierra de Egipto” (Ex. 7: 3).

Y así efectivamente lo vemos en la sexta plaga, sarna (Ex. 9: 12), la octava, langostas (Ex. 10: 1, 20)  y la décima, la muerte de los primogénitos (Ex. 11: 10).

En cada uno de estos casos, el endurecimiento es atribuido a Dios.

He aquí el problema que desconcertó a los sabios y comentaristas posteriores: Si Dios era el causante y el Faraón un ente meramente pasivo, cuál fue su pecado? No tuvo posibilidad de elegir y por lo tanto, no le cabe responsabilidad ni culpa. Los estudiosos plantean una amplia gama de respuestas. Una: la pérdida de la libre elección en las segundas cinco plagas fue el castigo por su obstinación en las primera cinco, donde pudo haber actuado libremente.

Dos: el verbo en cuestión, j-z-k no significa “endurecer” sino “fortalecer.”

Dios no le estaba quitando la libertad de elección, sino por lo contrario, preservándolo, en aras de los sobrecogedores desastres que estaban afectando a Egipto.

Tres: Dios está asociado a toda acción humana, pero solemos atribuirle un evento a Dios cuando el hecho nos resulta inexplicable en términos humanos. El Faraón actuó libremente en todo momento, pero fue en las últimas cinco plagas que su comportamiento fue tan extraño que se le atribuyó a Dios. 

Vemos que los estudiosos fueron reacios a tomar el texto literalmente – con toda razón, ya que la libre voluntad es uno de los valores fundamentales del judaísmo.

Maimónides lo explica de esta forma: si no tuviéramos libertad de elección, dice, no tendrían sentido los preceptos ni las prohibiciones, ya que estaríamos actuando como si estuviéramos predestinados, independientemente de lo que dice la ley. Tampoco habría justicia tanto en la recompensa como en el castigo, ya que ni los justos ni los transgresores serían libres de ser distintos de como son.

Por lo visto, el problema es antiguo.

Pero se ha vuelto más vigente en los últimos tiempos debido a la acumulación de desafíos a la convicción de la libertad humana.

Marx afirmó que la historia está configurada por las fuerzas de la economía. Freud escribió que somos lo que somos debido a nuestra pulsión inconsciente.

Los neodarwinianos argumentan que por más que racionalicemos nuestro comportamiento, hacemos lo que hacemos porque la manera en que otros se comportaron de esa forma en el pasado, sobrevive en sus genes para las generaciones futuras.

Más recientemente, los especialistas en neurociencias nos han demostrado, a través de estudios de resonancia magnética, que en algunos casos nuestro cerebro registra una decisión hasta siete segundos antes de tomar conciencia de ella.

Todo esto es muy importante, pero los seculares contemporáneos no suelen darse cuenta de lo que sabían los estudiosos de la antigüedad: que si verdaderamente carecemos de libre voluntad, toda nuestra concepción de lo que es el ser humano se convertirá en polvo.

Hay una flagrante contradicción en el corazón de nuestra cultura. Por un lado, los seculares creen que no hay nada que deba limitar nuestra libertad de elegir cualquier cosa que queramos hacer o ser lo que deseemos ser, con la condición de no dañar a los demás.

Su valor supremo es la elección autónoma. Por otro lado, los seculares nos dicen que la libertad no existe. Por qué entonces invocar la libertad de elección como el valor que es si, según la ciencia, es una ilusión?

Si el determinismo duro resultara cierto, no habría motivo para honrar la libertad o la sociedad libre. Al contrario, deberíamos celebrar el Brave New World (Un Mundo Nuevo) de Aldous Huxley donde los niños son concebidos e incubados en el laboratorio, y los adultos programados para ser felices mediante drogas y placeres.

Deberíamos implementar el escenario de The Clockwork Orange (La Naranja Mecánica) de Anthony Burgess, donde los criminales son rehabilitados por el reacondicionamiento o la cirugía del cerebro.

Si la libertad no existe, por qué preocuparse por la naturaleza adictiva de las redes sociales o de los juegos en la computadora? Por qué preferir la realidad genuina a la realidad virtual?

Fue Nietzsche el que observó correctamente que cuanto mayores son nuestros logros científicos, menor es nuestra calificación de la persona humana. Ya no seres a la imagen de Dios, nos hemos transformado en algoritmos encarnados. La verdad es que cuanto más sabemos acerca del cerebro humano, mejor podemos describir lo que es la libre voluntad.

En la actualidad los científicos distinguen la amígdala, la parte más primitiva del cerebro, preparada para sensibilizarnos ante un potencial peligro; el sistema límbico, a veces llamado el “cerebro social”, responsable de gran parte de nuestra vida emocional; y la corteza prefrontal, analítica, capaz de contemplar en forma desapasionada las consecuencias de las diversas elecciones.

Las tensiones entre estas tres fuerzas configuran el campo de acción en el cual la libertad personal puede ganar o perder.

Los esquemas de conducta están moldeados por los caminos neuronales que conectan las distintas partes del cerebro, pero no todas son beneficiosas para nosotros. Podemos, por ejemplo, acudir a las drogas, comer en exceso o buscar situaciones riesgosas para evitar los componentes químicos de la tristeza – temores y ansiedades por ejemplo – que también forman parte de la arquitectura del cerebro.

Cuanto más lo practicamos, más mielina se forma en esa vía, haciendo más rápido e instintivo el comportamiento.

Por lo que cuanto más frecuentemente nos comportamos de determinada forma, más difícil es quebrar el hábito y crear una vía nueva y distinta. Hacerlo requiere la adopción de nuevos hábitos, realizados en forma consistente y durante un periodo de tiempo extenso. La teoría científica actual estima que se requiere un mínimo de 66 días para crear un nuevo hábito.

Asi que ahora disponemos de una explicación científica del proceso de endurecimiento del corazón del Faraón. Habiendo establecido el esquema de respuesta de las cinco primeras plagas, a él le resultaría cada vez más difícil en cada nivel – neurocientífico, político y psicológico – poder cambiar.

Lo mismo es válido para cada mal hábito o decisión política. Casi todas nuestras estructuras, mentales y sociales, tienden a reforzar los esquemas previos de conducta. O sea que nuestra libertad disminuye cada vez que dejamos de ejercitarla.

Si es así, entonces la parashá de hoy y la ciencia contemporánea cuentan la misma historia: que la libertad no es un hecho otorgado ni es algo absoluto. Debemos trabajar para lograrla. La adquirimos lentamente, por etapas, y la podemos perder, como la perdió el Faraón, y como la pierden los drogadictos, los adictos al trabajo y a los juegos electrónicos. En uno de los prólogos más famosos de toda la literatura, Jean Jacques Rousseau escribió al comienzo de ElContrato Social que “el hombre nace libre, y en todo lugar en que está, se encuentra encadenado.” En realidad, es cierto lo contrario. Nuestro carácter primario está determinado parcialmente por el ADN – la herencia genética de nuestros padres y de los suyos -, en parte por nuestro hogar y educación, por nuestros amigos y por la cultura que nos rodea. No nacemos libres. Tenemos que trabajar duramente para lograr la libertad.

Todo esto requiere rituales cuya repetición crea nuevas vías neuronales y un nuevo comportamiento de rápida respuesta.

Requiere una distancia calibrada de la cultura que nos rodea, si es que no queremos ser arrasados por las modas y costumbres sociales que inicialmente parecen liberadoras, pero que retrospectivamente resultan destructivas.

Requiere una disciplina mental que nos haga detenernos ante una acción significativa y nos haga preguntarnos “Debo hacer esto? Puedo hacerlo? Qué normas de conducta debo implementar?”

Se trata de la internalización narrativa de la identidad, de tal forma que pueda preguntarme en cualquier momento, “Es esto lo que soy y lo que me representa? No es casual que todos los elementos listados en el párrafo anterior son características salientes del judaísmo, que a su vez es un seminario continuo del control de los impulsos y la voluntad de poder.

Ahora que comenzamos a entender la plasticidad del cerebro, conocemos algo de la neurociencia que explica la capacidad de sobreponernos a las adicciones y los malos hábitos.

Guardar Shabat, por ejemplo, tiene la capacidad de liberarnos a nosotros y a nuestros hijos de la adicción al teléfono celular y a todo lo que lo rodea.

La religión en la cual la primera festividad, la de Pesaj, celebra la libertad colectiva, nos otorga con sus rituales las capacidades necesarias para la libertad personal.

La libertad entonces no es un don, sino un logro. Hasta el Faraón, el personaje de mayor poder de la era antigua, la pudo perder.

Y aun una nación de esclavos, con la ayuda de Dios, la pudo lograr.

Nunca hay que tomar la libertad como un bien dado. Requiere cien pequeños actos diarios de autocontrol, que es de lo que trata la halajá, la ley judía. La libertad es como un músculo, necesita ser ejercitado para que no se atrofie: hay que usarlo o perderlo.

Esa es una idea que cambia la vida