El Rambam, en sus Leyes del arrepentimiento, hace una de las declaraciones más empoderantes de toda la bibliografía religiosa.

Luego de explicar que tanto a nosotros como al mundo se nos juzga por la mayor parte de nuestras acciones, procede: “Entonces debemos observarnos a lo largo del año y determinar si nuestras acciones y las del mundo se encuentran en un equilibrio entre el bien y el mal, para que nuestros actos venideros conduzcan al balance de nuestras vidas y al del mundo”.1 

Podemos marcar una diferencia, y el potencial que tiene esta diferencia es inmenso. Esa debería ser siempre nuestra meta.

Hay pocas declaraciones que concuerden menos con la manera en la que se nos presenta el mundo la mayor parte del tiempo. Todos sabemos que hay sólo uno de nosotros, y que hay siete mil millones de “otros” hoy en el mundo. ¿Qué diferencia sustancial podemos hacer? No somos más que una ola en el océano, un grano de arena en la costa, polvo en la mera superficie de lo infinito. ¿Acaso es posible que, con un sólo acto, podamos cambiar la trayectoria de nuestras vidas y, ni hablar, de la de la humanidad toda? Nuestra parashá nos dice que sí, que es posible.

A medida que se desarrolla la historia de los hijos de Iaacov, hay un súbito aumento de la tensión entre ellos que amenaza con cargarse de violencia. Iosef, el undécimo de los doce, es el hijo favorito de Iaacov. Era, dice la Torá, el hijo que tuvo Iaacov ya a una edad avanzada. Y lo que es más significativo aún, era el primer hijo de la amada esposa de Iaacov, Rajel. Iaacov lo “amaba más” que a sus otros hijos, y ellos lo sabían y estaban molestos por eso. Estaban celosos del amor de su padre. Los irritaban los sueños de grandeza que tenía Iosef. Ver la vestimenta de colores que Iaacov le había dado como muestra de su amor les provocó mucho enojo.

Luego llegó la oportunidad. Los hermanos, lejos de casa, cuidaban el rebaño cuando apareció Iosef a la distancia; Iaacov lo había enviado para que viera qué hacían. Su envidia y odio habían alcanzado tal punto que resolvieron vengarse con violencia. “¡Ahí viene el soñador!”, se decían el uno al otro. “Vamos, matémoslo y tirémoslo dentro de una de estas cisternas, y digamos que se lo comió un animal. Ahí veremos lo que pasa con sus sueños”.

Sólo uno de los hermanos no estuvo de acuerdo: Reubén. Sabía que lo que proponían estaba mal, y se opuso. En este punto, la Torá hace algo extraordinario. Hace una declaración que no es una verdad literal, y nosotros, al leer la historia, lo sabemos. El texto dice: “Y Reubén escuchó y lo salvó (a Iosef) de ellos”.

Sabemos que esto no puede ser verdad por lo que sucede luego. Reubén, al darse cuenta de que está solo contra muchos, idea una estrategia. Dice: “No lo matemos. Tirémoslo vivo dentro de una de estas cisternas y dejémoslo morir. De esa manera, no seremos responsables directos por su asesinato”. Su intención era volver más tarde a la cisterna, cuando los demás no estuvieran cerca, y rescatar a Iosef. Cuando la Torá dice “Y Reubén escuchó y lo salvó de ellos” usa el principio de que “Di-s considera como acción a una buena intención”.2 

Reubén quería salvar a Iosef y tenía la intención de hacerlo, pero en los hechos no pudo hacerlo. El momento pasó, y para cuando hubo actuado ya era demasiado tarde. Cuando volvió a la cisterna, se encontró con que Iosef ya no estaba, porque había sido vendido como esclavo.

Sobre esto, el Midrash dice: “Si sólo Rubén hubiera sabido que el Santo, bendito sea, escribiría ‘Y Reubén escuchó y lo salvó de ellos’, hubiera alzado a Iosef sobre sus hombros y lo hubiera llevado de regreso con su padre”3 

¿Qué significa esto?

Consideremos lo que habría ocurrido si Rubén hubiera actuado en el momento. Iosef no habría sido vendido como esclavo. No habría sido llevado a Egipto. No habría trabajado en la casa de Potifar. No le habría gustado a la esposa de Potifar. No habría sido encarcelado con cargos falsos. No habría interpretado los sueños del copero ni del panadero, ni habría interpretado, dos años más tarde, los sueños del faraón. No habría sido nombrado virrey de Egipto. No habría llevado a su familia a vivir allí.

Para estar seguros, Di-s ya le había dicho a Abraham, muchos años antes: “Debes saber con seguridad que tus descendientes serán extranjeros durante cuarenta años en un país que no es el suyo, y que allí serán esclavizados y maltratados”.4 

Los israelitas se hubieran convertido en esclavos, sea como fuere. Pero al menos esto no hubiera sido resultado de sus propias disfunciones familiares. Se hubiera evitado un capítulo entero sobre la culpa y la vergüenza judías.

Si sólo Rubén hubiera sabido lo que sabemos nosotros. Si sólo hubiera podido leer el libro. Pero nunca podemos leer el libro que habla de las consecuencias que tienen a largo plazo nuestros propios actos. Nunca sabemos cuánto afectamos la vida de los otros.

Hay una historia que me parece muy conmovedora, sobre cómo en 1966 un niño afroamericano se mudó con su familia a un barrio de Washington que hasta entonces era exclusivo de gente blanca.5 

Sentado con sus hermanos y hermanas en las escaleras de la entrada de la nueva casa, esperaba a ver cómo los recibían los vecinos. Pero no lo hacían. Los que pasaban se daban vuelta para observarlos, pero nadie les sonreía ni les hacía señas. Todas las historias terribles que había oído sobre cómo los blancos trataban a los negros parecían ser verdad. Años más tarde, al escribir sobre esos primeros días en su nuevo hogar, dijo: ”Yo sabía que aquí no éramos bienvenidos. Sabía que aquí no seríamos queridos. Sabía que aquí no tendríamos amigos. Sabía que no nos tendríamos que haber mudado aquí…”.

Mientras tenía esos pensamientos, una mujer blanca que volvía del trabajo pasó por la acera de enfrente. Se volvió hacia los niños y con una amplia sonrisa les dijo: “¡Bienvenidos!”. Entró a su propio hogar y minutos después apareció con una bandeja llena de bebidas y sándwiches de mermelada y queso crema para los niños, que se sintieron como en casa. Ese momento –escribió más tarde el joven– cambió su vida. Le dio un sentido de pertenencia que antes no tenía. Le hizo darse cuenta, en un momento en el que las relaciones raciales en Estados Unidos aún eran tensas, que una familia negra se podía sentir en casa en una zona de blancos y que podía haber relaciones en las que el color de la piel no importara.

Con el paso de los años, aprendió a admirar a la mujer que vivía enfrente, pero fue este primer acto espontáneo de bienvenida lo que se convirtió para él en un recuerdo definitivo. Tiró abajo el muro que los separaba y convirtió a los extraños en amigos.

El joven, Stephen Carter, más adelante se convirtió en profesor de derecho en Yale y escribió un libro sobre lo que había aprendido ese día. Lo llamó Urbanidad. El nombre de la mujer, nos cuenta Stephen, era Sara Kestenbaum, y murió demasiado joven. Agrega que no fue casual que se tratara de una judía religiosa. “En la tradición judía”, señala, a esa urbanidad se la llama “jesed –hacer actos de amabilidad– que derivan de comprender que los seres humanos son hechos a semejanza de Di-s”. “La urbanidad”, agrega, “en sí misma puede ser vista como parte de la jesed: por supuesto que requiere amabilidad hacia los demás ciudadanos, incluso los que son extraños e incluso cuando es difícil”. Hasta el día de hoy, agrega, “puedo cerrar los ojos y sentir en mi lengua la dulzura suave y resbaladiza de los sándwiches de mermelada y queso crema que saboreé esa tarde de verano, cuando descubrí cómo un solo acto de urbanidad genuina y modesta puede cambiar una vida para siempre”.

Una sola vida, dice la Mishná, es como un universo.6 

Cambia una vida y empezarás a cambiar el universo. Así es como hacemos una diferencia: una vida a la vez, un día a la vez, un acto a la vez. Nunca sabemos de antemano qué efecto puede tener un simple acto. A veces no lo sabemos nunca. Sara Kestenbaum, como Reubén, nunca tuvo la oportunidad de leer el libro que cuenta la historia de las consecuencias a largo plazo que tuvo ese momento. Pero actuó. No lo dudó. Tampoco deberíamos dudar nosotros, dijo el Rambam. Lo próximo que hagamos puede inclinar la balanza de la vida de otra persona, así como también la nuestra.

No somos intrascendentes. Podemos hacer una diferencia en nuestro mundo. Cuando lo hacemos, nos convertimos en compañeros de Di-s en la labor de la redención, y acercamos de a poco el mundo real al mundo tal como debería ser.