Los líderes lideran. Eso no significa que no hagan caso. Pero le hacen caso a algo diferente que el resto de la gente. No se amoldan sólo por amoldarse. No hacen lo que hacen otros sólo porque los otros lo hacen. Le hacen caso a una voz interna, a un llamado. Tienen una visión, no de lo que es, sino de lo que podría ser.

Piensan por fuera de la norma. Vibran a otra frecuencia.

Esto nunca fue señalado de manera tan dramática como en las primeras palabras que le dijo Di-s a Abraham, las palabras que dieron comienzo a la historia judía: “Deja tu tierra, el lugar donde naciste y la casa de tu padre y ve a la tierra que voy a mostrarte”.

¿Por qué? Porque la gente  se amolda. Adoptan los estándares y absorben la cultura del tiempo y del lugar en el que viven: “tu tierra”. En un nivel más profundo, se ven influenciados por sus amigos y vecinos: “el lugar donde naciste”. De manera aún más profunda, sus padres y la familia en la que crecieron les da forma: “la casa de tu padre”.

Yo quiero que seas diferente, le dice Di-s a Abraham. No por el hecho de ser diferente, sino por el de empezar algo nuevo: una religión que no venere el poder y sus símbolos: porque eso es lo que en verdad fueron y son los ídolos. Yo quiero, dijo Di-s, “enseñarles a tus hijos y a tu gente a seguir las formas de Hashem, a hacer lo que es bueno y justo”.

Ser judío es estar dispuesto a desafiar el consenso dominante cuando, como suele suceder, los pueblos caen en la adoración de los antiguos dioses. Lo hicieron en Europa, a lo largo del siglo XIX y a principios del siglo XX.

Esa fue la era del nacionalismo: la búsqueda de poder en nombre del estado-nación que llevó a dos guerras mundiales y a decenas de millones de muertes. Es la era en la que vivimos ahora, en la que Corea del Norte adquiere armas nucleares e Irán busca hacer lo mismo para imponer sus ambiciones por la fuerza. Es lo que hoy pasa en gran parte de África y de Oriente Medio, donde las naciones se entregan a la violencia y a lo que Hobbes denominó “la guerra de todos contra todos”.

Cometemos un error cuando pensamos en los ídolos en función de su aspecto físico: en estatuas, en figuras, en íconos. En ese sentido, pertenecen a tiempos antiguos que hace mucho ya hemos superado.

En cambio, la manera correcta de pensar en los ídolos es en función de lo que representan. Simbolizan poder. Eso es lo que Ra era para los egipcios, Baal para los cananeos, Quemos para los moabitas, Zeus para los griegos, y los misiles y las bombas para los terroristas y los estados corruptos de hoy en día.

El poder nos permite gobernar a los demás sin su consentimiento. Como dijo el historiador griego Tucídides: “Los fuertes hacen cuanto quieren, y los débiles sufren cuanto deben”. El judaísmo es una crítica constante al poder. Esa es la conclusión a la que he llegado luego de una vida de estudiar nuestros textos sagrados. Se trata de cómo un pueblo puede formarse sobre la base del compromiso compartido y la responsabilidad colectiva. Se trata de cómo construir una sociedad que honre al ser humano como la imagen y la semejanza de Di-s.

Se trata de una visión, nunca del todo alcanzada, pero jamás abandonada, de un mundo basado en la justicia y en la compasión, en el que “No dañarán ni destruirán en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Hashem como las aguas cubren el mar”.1

Abraham es, sin duda, la persona más influyente que jamás ha vivido. Hoy es considerado el ancestro espiritual de 2,4 mil millones de cristianos, 16 mil millones de musulmanes y 13 millones de judíos; más de la mitad de la gente que hoy está viva. No gobernó ningún imperio, ni lideró un gran ejército, ni hizo milagros ni proclamó una profecía. Es el ejemplo supremo, en toda la historia, de la influencia sin poder.

¿Por qué? Porque estaba preparado para ser diferente. Como dicen los sabios, lo llamaban haivrí, “el hebreo”, porque “todo el mundo estaba de un lado (beever ejad) y él estaba del otro”.2 El liderazgo, como sabe cualquier líder, puede ser solitario. Sin embargo, continúas con lo que tienes que hacer, porque sabes que la mayoría no siempre está en lo cierto y que la sabiduría convencional no es siempre sabia. Los peces muertos van con la corriente.

Los vivos nadan contra la corriente. Lo mismo sucede cuando se tiene conciencia y valentía. Lo mismo sucede con los hijos de Abraham. Están preparados para desafiar a los ídolos de la época.

Luego de la Shoá, a algunos científicos sociales los atormentaba la pregunta de por qué tanta gente había estado dispuesta, ya fuera con su participación activa o con un silencio cómplice, a seguir la corriente de un régimen que sabían que estaba cometiendo uno de los más grandes crímenes contra la humanidad.

Solomon Asch realizó un experimento clave. Juntó a un grupo de gente y le pidió que llevara a cabo una serie de tareas cognitivas. Se les mostraron dos tarjetas, una con una línea y la otra con tres líneas de distintos largos, y se les preguntó cuál de las tres tenía el mismo largo que la línea de la primera tarjeta.

La respuesta era desconocida para uno de los participantes; a todos los demás, Asch les había indicado que dijeran la respuesta correcta para las primeras cartas, y luego la incorrecta para la mayoría de las demás. Una significativa cantidad de veces el sujeto experimental dio una respuesta que era evidente que no era la correcta, sólo porque era la que habían elegido todos los demás. Tal es el poder de la presión por amoldarse que puede llevarnos a decir algo que sabemos que no es correcto.

Más terrible aún fue el experimento de Stanford que llevó a cabo a principios de los 70 Philip Zimbardo. A los participantes se les asignaba al azar el rol de guardias o prisioneros en una falsa prisión. En unos pocos días, los estudiantes elegidos para ser guardias se comportaban de forma abusiva, e incluso algunos de ellos sometían a los “prisioneros” a torturas psicológicas. Los estudiantes elegidos para ser prisioneros soportaban todo esto de manera pasiva, e incluso entregaban a quienes se resistían a los guardias. El experimento fue suspendido luego de seis días, durante los cuales incluso el mismo Zimbardo se vio inmerso en la realidad artificial que había creado. La presión por amoldarse a los roles asignados es tan fuerte como para conducir a la gente a hacer algo que sabe que está mal.

Por eso a Abraham, al comienzo de su misión, le fue dicho que dejara su tierra, el lugar donde había nacido y la casa de su padre, para librarse de la presión de amoldarse. Los líderes deben estar preparados para no seguir el consenso. Uno de los grandes escritores sobre liderazgo, Warren Bennis, escribe: “Para el momento en el que llegamos a la pubertad, el mundo nos ha amoldado en un sentido más abarcador del que imaginamos. Nuestra familia, nuestros amigos y la sociedad en general nos han dicho —mediante palabras y hechos— cómo debemos ser. Pero la gente comienza a convertirse en líder en el momento en el que decide por sí misma cómo será”.3

Una razón por la que los judíos se han vuelto, a pesar de ser pocos en número, en líderes en casi todas las esferas humanas es su deseo y su voluntad de ser diferentes. A lo largo de los siglos, los judíos han sido el ejemplo más sorprendente de grupo que se resiste a asimilar la cultura hegemónica o convertirse a la fe dominante. Hay otro descubrimiento notable de Solomon Asch. Si sólo una otra persona hubiera estado dispuesta a respaldar al individuo que era capaz de ver que los otros daban la respuesta incorrecta, le hubiera dado la fuerza necesaria para salirse del consenso. Por eso, sin importar que sean pocos en número, los judíos crean comunidades. Es difícil liderar solo, y se hace más sencillo con la compañía de otros, incluso aunque sean una minoría.

El judaísmo es la voz que lleva la contra en la conversación de la humanidad. Como judíos, no seguimos a la mayoría sólo porque es la mayoría. Era tras era, siglo tras siglo, los judíos estuvieron siempre preparados para hacer lo que el poeta Robert Frost inmortalizó:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,

yo tomé el menos transitado,

y eso hizo toda la diferencia.4

Eso es lo que hace un pueblo de líderes.