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Libro Bamidbar / Números (13:1 a 15:41)
Resumen de la Parashá
En el comienzo de esta Parashá el Eterno ordenó a Moshé que enviara hombres para explorar la tierra de Canaán, eligiendo un hombre de cada tribu.
El Pueblo de Israel se encontraba en Kadesh, en el desierto de Parán, y Moshé, según la orden del Eterno eligió a doce representantes, uno por cada tribu, para explorar la tierra prometida; entre ellos se encontraban Yehoshúa y Caleb. A su regreso, debían informar sobre la tierra vista, sus condiciones, su población, su suelo.
Los emisarios cruzaron el Neguev, al sur de Canaán en dirección al norte, habiendo llegado a Rejov, pasando luego por Hebrón y posteriormente llegaron al valle de Eshkol. Estuvieron ausentes durante cuarenta días, en que regresaron a Kadesh, en el desierto de Parán donde se encontraba el campamento. Trajeron consigo grandes racimos de uvas, granadas e higos.
Cuando se presentaron ante Moshé y Aharón, reconocieron que se trataba de una tierra que mana leche y miel, con grandes frutos. Asimismo observaron grandes ciudades muy fortificadas y relataron que sus habitantes eran muy fuertes y poderosos, y que sería imposible conquistar la tierra de Canaán. De esta manera atemorizaron a los Bnei Israel.
Yehoshúa y Caleb, no compartieron ese informe negativo y aconsejaron que el pueblo continuara su marcha hacia Canaán. No obstante, el pueblo se rebeló y pidieron elegir otro líder que los condujera nuevamente a Egipto. No quisieron oír las palabras de Yehoshúa y Caleb.
El Todopoderoso se encolerizó contra el pueblo por la falta de fe y quiso destruirlo para luego formar otra nación, pero Moshé con sus rezos medió y logró la supervivencia de los Hijos de Israel, aunque fueron condenados a errar por el desierto durante cuarenta años, un año por cada día que los espías estuvieron fuera del campamento. De esta manera a través de ese tiempo morirían todos los mayores de veinte años (salvo Yehoshúa y Caleb) y así entraría a Eretz Israel una nueva generación.
Los diez espías que hablaron desfavorablemente, murieron a causa de una plaga, inmediatamente.
Luego, el pueblo comprendió su error y quiso subir a la tierra prometida, a pesar de que Moshé les advirtió que el Todopoderoso no los acompañaría y una cantidad de sus miembros, obstinadamente, partieron y fueron derrotados por las tribus de Amalek y Canaán.
Hashem ordenó que cuando el pueblo entrara a la Tierra Prometida, debían realizar ciertas ofrendas y cuando comieran pan, deberían apartar una parte de la masa como ofrenda al Eterno. Esto último fue ordenado para todas las generaciones.
Mientras el pueblo permaneció en el desierto, se comprobó que un hombre profanaba el Shabat. Se le retuvo y se consultó al Todopoderoso quien ordenó castigarlo apedreándole hasta morir.
El Eterno dijo a Moshé que promulgara una ley por la que los Hijos de Israel (solo los hombres) debían usar Tzitzit (flecos) en los bordes de sus vestimentas (en las cuatro esquinas), para que el pueblo recordara y cumpliera los mandatos Divinos. Es ley para todas las generaciones del Pueblo de Israel.
Juntando recordatorios
por el Rabino Jonathan Sacks Z´L´
Imagina lo siguiente: estás manejando el auto a una velocidad qué apenas sobrepasa el límite. Observas un móvil policial a través del espejo retrovisor. Bajas la velocidad. Sabes perfectamente que está mal superar la velocidad permitida ya sea que alguien te vea o no, pero, siendo un ser humano, la probabilidad de que seas visto y penalizado hace diferencia.
Recientemente un grupo de psicólogos realizó una serie de experimentos para medir el impacto de la sensación de ser observado en relación al comportamiento social. Chembo Zhong, Vanessa Brown y Francesca Gino prepararon un test para determinar si la sensación de anonimato hacía alguna diferencia en el comportamiento. Agruparon en forma aleatoria a un conjunto de estudiantes con anteojos claros y oscuros diciéndoles que iban a medir su reacción ante una nueva línea de productos. En un agregado aparentemente sin conexión con lo anterior, se les dio seis dólares a cada uno dándoles la posibilidad de compartirlos con un desconocido. Los que usaron anteojos claros dieron un promedio de $2.71, mientras que los de anteojos oscuros lo hicieron por $1.81. El mero hecho de usar lentes oscuras y por lo tanto no ser reconocidos ni reconocibles, disminuyó su generosidad. En otro experimento, vieron que estudiantes a los que se les había dado la posibilidad de hacer trampa en un examen, resultó más probable que lo hicieran en una sala semi oscura que en una iluminada.[1] Cuanto más pensamos que seremos observados, más morales y generosos seremos.
Kevin Haley y Dan Fessler probaron a los alumnos en el así llamado Juego del Dictador en el cual se les da, digamos, diez dólares y la oportunidad de compartirlos o no, con un anónimo desconocido. De antemano, y sin que se supiera que era parte del experimento, a algunos se les mostró un par de ojos como fondo de pantalla de la computadora, y a otros una imagen común. Los de los ojos en la computadora dieron un 55% más que los demás. En otro estudio, los investigadores pusieron una máquina de café en el hall de la universidad, para que pudieran hacerse un café y dejar algo de dinero en una caja adjunta. Durante varias semanas se colocó un póster con una imagen de ojos, y en la siguiente con una imagen de flores. Cuando estaban los ojos, los estudiantes dejaron 2.76 veces más dinero que con la otra imagen. [2]
Ara Norenzayan, autor del libro Big Gods (Grandes Dioses), del cual fueron extraídos estos estudios, concluye que “personas vigiladas son personas buenas.” Esto es lo que hace que la religión sea un factor para el comportamiento honesto y altruista: la creencia de que Dios ve lo que hacemos. No es coincidencia que en Occidente, la disminución de la creencia en un Dios personal hizo que se incrementaran los sistemas de monitoreo y otros métodos de control. Voltaire dijo alguna vez que, cualquiera que fueran sus opiniones sobre el tema, quería que su mayordomo y demás sirvientes fueran creyentes, porque así lo engañarían menos.
Menos obvio es el hallazgo experimental de que lo que hace la diferencia en cómo nos comportamos no es simplemente en lo que creemos, sino el hecho de que se nos recuerde de ello. En un experimento conducido por Brandon Randolph-Seng y Michael Nielsen, los participantes fueron expuestos a una serie de palabras, como destellos, con una duración de menos de 100 milisegundos, o sea, lo suficiente como para ser detectado por el cerebro, pero no para la percepción consciente. Les tomaron un examen, dándoles la oportunidad de hacer trampa. Los que vieron palabras vinculadas con Dios lo hicieron significativamente menos que los que vieron palabras neutras. Igual resultado se obtuvo en otro estudio en el que a algunos de los participantes se les pidió que recuerden los Diez Mandamientos, mientras que a los demás se les pidió que hicieran una lista de los últimos diez libros que habían leído. El mero hecho de recordar los Diez Mandamientos redujo la tendencia al engaño.
Otro investigador, Deepak Malhotra, analizó la disposición que tienen los cristianos para hacer donaciones online frente a pedidos de caridad. La respuesta fue de un 300 por ciento más efectiva en un domingo que en cualquier otro día de la semana. Naturalmente, los participantes no cambiaron de parecer respecto a sus creencias religiosas o de la importancia de donar un día de la semana o un domingo. Simplemente, en un domingo era más probable que pensaran en Dios. Una prueba similar se llevó a cabo con musulmanes en Marruecos en el que se comprobó que los residentes que vivían cerca de un lugar dónde se llamaba a rezar desde un minarete, eran más propensos a donaciones generosas.
La conclusión de Nazorayan fue que ‘la religión reside más en la situación que en la persona’,[5] o expresado de otra forma, lo que hace diferencia en nuestra persona es menos lo que creemos que el hecho de que se nos recuerde, aún inconscientemente, aquello en lo que creemos.
Este es precisamente, el fundamento psicológico de la mitzvá de los tzitzit en la parashá de Shelaj Lejá de esta semana:
Este será vuestro tzitzit, y al verlos recordarás todos los preceptos que te ordenó cumplir el Señor, no desviándote en pos de tu corazón y de tus ojos siguiendo tus deseos pecaminosos. Así recordarás guardar todos Mis preceptos, y de ser santo ante tu Dios. (Números 15:39)
El Talmud (Menajot 44a) cuenta la historia del hombre que, en un momento de debilidad moral, decidió visitar a cierta cortesana. Estaba por sacarse la ropa, cuando vio a sus tzitzit y quedó paralizado. La cortesana le preguntó qué le pasaba, y él le contó lo de los tzitzit, diciendo que los cuatro bordes se habían vuelto testigos acusadores del pecado que estaba por cometer. La mujer quedó tan impresionada por el poder de este simple precepto, que se convirtió al judaísmo.
Algunas veces no logramos comprender la conexión entre religión y moralidad. Se dice que Dostoyevsky habría afirmado que si Dios no existiera, todo estaría permitido. Esta no es la visión central del judaísmo. Según el Rabí Nissim Gaon, los imperativos morales accesibles a la razón han estado ligados a la humanidad desde sus comienzos. Poseemos un sentido moral. Sabemos que ciertas cosas están mal. Pero también tenemos deseos conflictivos. Nos atraen las cosas que sabemos que no debemos hacer, y frecuentemente cedemos ante la tentación. Cualquiera que haya intentado bajar de peso sabe exactamente lo que esto significa. En el terreno moral, es lo que quiere decir la Torá cuando habla de “desviarte en pos de tu corazón y de tus ojos, siguiendo tus deseos pecaminosos.” (Números 15:39)
El sentido moral, escribió James Q. Wilson, “no es un intenso haz de luz que ilumina externamente para marcar con bordes nítidos todo lo que toca.” Más bien “es la pequeña llama de una vela, que arroja múltiples y vagas sombras, parpadeando y oscilando…. ante los fuertes vientos del poder y la pasión, del egoísmo y la ideología.” Y agregó: “Pero llevado cerca del corazón, disipa la oscuridad y calienta el alma.”
Wittgenstein dijo alguna vez que “el trabajo del filósofo consiste en juntar recordatorios.” En el caso del judaísmo la razón de los signos externos – tzitzit, mezuzá y tefilín – es precisamente eso: la reunión de recordatorios, en nuestra vestimenta, nuestras casas, en nuestra cabeza y brazos, de que ciertas cosas están mal, y aunque otras personas no las vean, Dios sí nos ve y nos juzgará. Como resultado de investigaciones recientes, tenemos ahora la evidencia empírica de que los recordatorios hacen una diferencia significativa en cuanto a la forma en que actuamos.
“El corazón es, sobre todas las cosas, engañoso y desesperadamente malvado; ¿quién lo sabrá?” dijo Jeremías (17:9)
Una de las bendiciones y maldiciones de la naturaleza humana es que no siempre usamos el poder de la razón para actuar solamente de manera racional, sino que también racionalizamos y buscamos excusas para las cosas que hacemos, aún sabiendo que no deberíamos haberlo hecho. Esa es quizás una de las lecciones que la Torá quiere que recojamos de la historia de los espías. Si hubieran recordado lo que Dios había hecho en Egipto, el imperio más poderoso del mundo antiguo, no habrían dicho: “No podemos atacar a este pueblo; son mucho más fuertes que nosotros.” (Números 13: 31) Pero fueron asaltados por el miedo. Las emociones poderosas, especialmente el miedo, distorsionan nuestra percepción. Activan la amígdala, la fuente de nuestras reacciones más primales, haciendo que superen la corteza prefrontal, que es la que nos permite pensar racionalmente sobre las consecuencias de nuestras decisiones.
Los tzitzit, con su hilo azul que nos recuerda el cielo, son lo que más necesitamos si deseamos actuar en consistencia y concordancia con los mejores ángeles de nuestra naturaleza.