Resumen de la Parashá
Estando el Pueblo de Israel en el Monte Sinai, el Todopoderoso dijo a Moshé que les dijera que cuando tomaran posesión de la tierra de Canaán, debían dejar descansar la tierra un año luego de cada seis años de siembra. El séptimo año sería Shabat para la tierra (shemitá), y no se debían sembrar los campos ni desmochar los viñedos.
También dijo el Eterno que cada cincuenta años, los Benei Israel debían observar el jubileo (iovel), que comenzaba en Yom Kipur, y durante ese año no se sembrarían los campos, y asimismo se dejaría en libertad a los esclavos hebreos y todas las tierras debían ser devueltas a los dueños originales.
Si un propietario vendiera la tierra por razones de pobreza, la hacienda podía ser redimida por un pariente del dueño original o por éste mismo.
Si alguien debía vender una propiedad ubicada en una ciudad amurallada, para redimirla tenía que esperar un año, mientras que si estuviera ubicada en aldeas o ciudades apartadas para los levitas, volverían a sus dueños durante el período de jubileo.
Si un judío prestara dinero a otro judío pobre, no debe cobrarle intereses. Si el necesitado se veía necesitado de venderse como siervo, el amo judío debía considerarlo como un criado contratado, tratándolo con respeto y poniéndolo en libertad durante el iovel. Un pariente adinerado podía redimir al siervo judío, pagando al amo una cantidad de dinero sobre la base de los años que faltaban hasta el jubileo.
La política de la responsabilidad
Comentario del Rabino Jonathan Sacks
El capítulo 26 del libro de Vaikrá desarrolla, con impactante claridad, los términos de la vida judía bajo el pacto. Por un lado, es una descripción idílica de la bendición del favor divino: si Israel cumple los decretos de Dios y guarda sus preceptos, habrá lluvia, la tierra brindará sus frutos, habrá paz y el pueblo florecerá; tendrán hijos y la presencia divina estará en su seno. Dios los hará libres.
“Yo rompí las barras de vuestro yugo y les permití caminar con la cabeza bien erguida” (Levítico 26:13).
Sin embargo, el otro término de la ecuación detalla las maldiciones que caerán sobre la nación si los israelitas no honran su misión como nación santa.
Pero si ustedes no Me escuchan y no cumplen con estos preceptos…Yo les traeré un terror súbito, enfermedades desgastantes y fiebre que les destruirá la vista y les agotará la vida. Plantarán semillas en vano, pues lo aprovecharán vuestros enemigos…Si después de esto no Me escucharan, castigaré vuestros pecados siete veces. Quebraré vuestro obstinado orgullo y haré que el cielo sobre vosotros sea como hierro y la tierra bajo vuestros pies sea como bronce…Transformaré vuestras ciudades en ruinas y arruinaré vuestros santuarios, y no obtendré Yo satisfacción alguna del aroma de las ofrendas. Inutilizaré la tierra… Y a los que hayan permanecido, haré que sus corazones sean tan temerosos en tierra de sus enemigos que el sonido de una hoja al viento los aterrorizará y les harán huir. Correrán tan velozmente como perseguidos por la espada, y caerán, aunque nadie los persiga. (Levítico 26:14-36)
Al leerlo en su totalidad, este pasaje se asemeja más a la literatura del Holocausto que a cualquier otra. Las frases repetidas – “Y si después de esto… y si a pesar de esto… si a pesar de todo” – aparecen como martillazos del destino. Es un pasaje demoledor por su impacto, más aún porque gran parte de todo esto se hizo realidad en varios tramos de la historia judía. Sin embargo, las maldiciones terminan con la promesa profunda de un consuelo primordial. Pese a todo Dios no romperá Su pacto con el pueblo judío. Colectivamente, será eterno. Podrá sufrir, pero nunca será destruido. Padecerán el exilio pero posteriormente retornarán.
Expuesta en su máximo dramatismo, esta es la lógica del pacto. A diferencia de otras concepciones de la historia o de la política, para el pacto no hay nada que sea inevitable o aun natural acerca del destino de un pueblo. Israel no seguirá las leyes habituales de ascenso y caída de las civilizaciones. El pueblo judío no ve su existencia nacional en términos cosmológicos, grabados en la estructura del universo, inmutables y fijos para todos los tiempos, como era el caso de los antiguos mesopotámicos y los egipcios. Tampoco vería su historia como cíclica, de crecimiento y declinación. En vez de eso, dependería enteramente de consideraciones morales. Si Israel permanece fiel a su misión, florecerá. Si se aparta de su vocación , podría sufrir derrota tras derrota.
Solo una nación en el curso de la historia ha visto su destino consistentemente en términos similares: Estados Unidos. La influencia de la Biblia hebrea en la historia norteamericana – traída por los Padres Peregrinos (Pilgrim Fathers) y reiterado en la retórica presidencial desde entonces – fue decisiva. Así describe un autor la fe de Abraham Lincoln:
Somos una nación formada por un pacto, por la dedicación a una serie de principios, y por un intercambio de promesas para sostener y avanzar ciertos compromisos entre nosotros y con todo el mundo. Esos principios y compromisos constituyen el núcleo de la identidad norteamericana, el alma de su cuerpo político. Hacen que la nación norteamericana sea única, y singularmente valiosa entre y para las demás naciones. Pero la otra cara de este concepto contiene una advertencia, muy parecida a las advertencias de los profetas a Israel: si fallamos en nuestras promesas a cada uno de nosotros y perdemos los principios del pacto, entonces perderemos todo, porque eso somos nosotros.[1]
La política del pacto es política moral, que marca una conexión elemental entre el destino de una nación y su vocación. Spinoza argumentó exactamente eso. “Esto entonces, era el objeto de la ley ceremonial,” escribió, “que los hombres no hagan nada por su libre voluntad, pero siempre bajo autoridad externa,y que deben confesar mediante sus acciones y sus pensamientos que no son sus propios amos”. [2] Sin embargo, en este aspecto Spinoza se equivoca. La teología del pacto es enfáticamente una política de libertad.
Lo que está ocurriendo en Vaikrá 26 es la aplicación a toda una nación de la propuesta enunciada por Dios a los individuos, en el comienzo de la historia humana:
Entonces el Señor dijo a Caín: “¿Por qué estás enojado? ¿Por qué está decaído tu rostro? Si haces lo correcto, ¿es que no serás aceptado? Pero si no haces lo que está bien, el pecado está detrás de tu puerta al acecho; él te desea, pero deberás dominarlo”(Génesis 4: 6-7).
La elección – está diciendo Dios – está en tus manos. Eres libre de hacer lo que elijas. Pero tus acciones tendrán consecuencias. No puedes comer en exceso, no hacer ejercicio y al mismo tiempo estar sano. No puedes ser egoísta y ganarte el respeto de la gente. No puedes permitir que la injusticia prevalezca y que sostenga una sociedad cohesionada. No puedes permitir que los gobernantes utilicen el poder para sus propios fines sin destruir la base de un orden social libre y bueno. No hay nada de místico en estas ideas. Son inmediatamente comprensibles. Pero son también, ineludiblemente morales.
Yo los llevé de la esclavitud a la libertad – dice Dios – y los empoderé para ser libres. Pero no puedo abandonarlos, y no lo haré. No intervendré en vuestras elecciones pero los instruiré acerca de qué elecciones tendrían que tomar. Les enseñaré la constitución de la libertad.
El principio primero y fundamental es este: Una nación no puede adorarse a sí misma y sobrevivir. Tarde o temprano el poder corromperá a aquellos que lo ostentan. Si la fortuna los favorece y enriquecen, serán autoindulgentes y luego decadentes. Los ciudadanos ya no tendrán el coraje de luchar por su libertad, y caerán ante otro poder, más espartano.
Si existen grandes desigualdades, la gente carecerá del sentimiento del bien común. Si el gobierno es altanero y descontrolado, fracasará en lograr la lealtad del pueblo. Nada de esto anula tu libertad. Es simplemente el panorama en el que se ejercita la libertad. Puedes elegir este camino u otro, pero no todos los caminos conducen al mismo destino.
Para seguir siendo libre, una nación debe venerar a algo más grande que a sí misma: nada menos que Dios, junto con la convicción de que todos los seres humanos han sido creados a Su imaGénesis La auto adoración, a escala nacional, conduce al totalitarismo y a la extinción de la libertad. Costó la perdida de la vida de más de cien millones de seres humanos en el siglo XX recordarnos esta verdad.
Ante este sufrimiento y pérdida hay dos preguntas fundamentalmente diferentes que puede formularse un individuo o una nación, y que conducirán a resultados muy diferentes . La primera es, “¿Qué hice o hicimos mal?” La segunda es “¿Quién nos hizo esto a nosotros?” No sería exagerado decir que esta es la elección fundamental que decide el futuro de los pueblos.
Esta última conduce inexorablemente a lo que hoy se conoce como la cultura de la víctima. La causa del mal está fuera de uno. La culpa la tiene algún otro. No soy yo o nosotros los que estamos en falta sino alguna causa externa. Lo atractivo de esta lógica es abrumador. Genera simpatía. Llama a la compasión. Sin embargo, es profundamente destructiva. Hace que las personas se vean como objeto, no sujeto. Son causados, no causantes; pasivos, no activos. El resultado es el enojo, el resentimiento, la rabia y una ardiente sensación de injusticia. Nada de esto, sin embargo, conduce a la libertad, ya que por su propia lógica, su pensamiento niega su responsabilidad por las circunstancias en las que se halla. Culpar a los demás es el suicidio de la libertad.
Culparse a uno mismo, por el contrario, es difícil. Significa vivir en una constante autocrítica. No es un camino para la tranquilidad mental. Pero es profundamente empoderante. Implica que, precisamente porque aceptamos la responsabilidad por las cosas malas que han ocurrido, también tenemos la capacidad de idear un curso diferente para el futuro. Dentro de los términos del pacto el resultado depende de nosotros. Esa es la geografía lógica de la esperanza, y está implícita en la elección de las palabras que Moshé declaró:
En este día llamaré al Cielo y a la Tierra como testigos contra ustedes, de que he puesto ante vosotros la vida y la muerte, bendiciones y maldiciones. Ahora, elegid la vida para que vosotros y vuestros hijos puedan vivir. (Deut. 30: 19)
Una de las contribuciones más profundas que aportó la Torá a la civilización de Occidente es esta: que el destino de las naciones no está radicado en la exteriorización de la riqueza y el poder, el azar o las circunstancias, sino en la responsabilidad moral: la responsabilidad de crear y sostener una sociedad que honra la imagen de Dios en cada uno de sus ciudadanos, rico o pobre, poderoso o no, de igual manera.
La política de la responsabilidad no es fácil. Las maldiciones de Vaikrá 26 son lo contrario de lo reconfortante. Pero los consuelos profundos con los que finaliza no son accidentales, ni son una expresión de deseo. Son el testimonio del poder del espíritu humano cuando es convocado a la vocación más elevada. Una nación que acepta ser responsable de los males que le acontecen es también una nación que tiene un poder inextinguible de recuperación y retorno.
- ¿Dios ha honrado Su pacto con el pueblo judío? ¿Puedes traer una prueba de ello de la historia judía?
- ¿Si somos castigados por nuestros pecados, somos libres de elegir entre el bien y el mal?
- ¿La civilización judía está basada en una cultura de víctima o en la de responsabilidad moral? ¿Puedes aportar ejemplos para comprobarlo?
- John Schaar, Legitimacy and the Modern State, p.291.
- Benedict de Spinoza, Theologico-Political Treatise, 2004, cap. 5, p.76.
Traductores
Carlos Betesh
Editores
Michelle Lahan
Comentarios del Rabino Sacks
El libro de Vaikrá concluye señalando las bendiciones que recibirá el pueblo si se mantiene fiel al pacto con Dios. Luego enumera las maldiciones que sucederán en caso contrario. El principio general está claro. En tiempos bíblicos, el destino de la nación correspondía al comportamiento de la misma. Si el pueblo se portaba bien, la nación prosperaría. Si no, con el tiempo se sucederían cosas malas. Eso es lo que sabían los Profetas. Parafraseando a Martin Luther King, “El arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia.”[1] No siempre de inmediato, pero finalmente lo bueno es recompensado con bondad y lo malo con maldad.
Nuestra parashá plantea claramente los términos de la ecuación: si obedeces a Dios, habrá lluvia en la estación justa, la tierra dará sus cultivos y los árboles sus frutos; habrá paz. Las maldiciones, sin embargo, son tres veces más extensas y de un lenguaje mucho más dramático:
“Pero si no Me escuchan ni llevan a cabo estos preceptos… entonces les haré esto a ustedes: Les ocasionaré terrores súbitos, enfermedades invalidantes y fiebre que destruirá vuestra vista y menguará vuestra fuerza…
Quebraré vuestro terco orgullo y haré que el cielo se torne como hierro y la tierra como bronce… Les enviaré animales salvajes que les robarán vuestros hijos, destruirán vuestro ganado y harán que vuestro número sea tan reducido que los caminos estarán desiertos… Vuestra tierra quedará devastada y vuestras ciudades, en ruinas.
Y para aquéllos que quedaren, haré que en la tierra de sus enemigos sus corazones sean tan temerosos que aun el sonido de una hoja al viento les hará huir despavoridos. Correrán como huyendo de la espada, y caerán, aun cuando nadie los persiga.”
Levítico 14-37
Aquí la elocuencia es salvaje. Las imágenes, vívidas. Hay un ritmo pulsante en los versículos, como indicando que el duro destino de la nación es inexorable, acumulativo y acelerado. El efecto se intensifica por la repetición, como de golpes de martillo: “Si después de esto… permanecen hostiles… si en lugar de estas cosas… si a pesar de esto.” La palabra keri, clave en todo el pasaje, se repite siete veces. No aparece en ningún otro lugar del Tanaj. Su significado es incierto. Puede ser rebeldía, obstinación, indiferencia, corazón duro, reticencia o dejar actuar el azar. Pero el principio básico está claro. Si actúas hacia Mí con keri, dice Dios, Yo haré lo mismo contigo, y terminarás devastado.
Es una antigua costumbre leer en voz baja en la sinagoga la tojajá, las maldiciones, tanto en este caso como en Devarim 28, que tiene como consecuencia quitar el terrible poder que tiene el leerlas en voz alta. Pero de cualquier forma que sean leídas son suficientemente atemorizantes. Tanto aquí como en Devarim, la sección de las maldiciones es más larga y más elocuente que la de las bendiciones.
Esto parece contradecir los principios básicos del judaísmo, de que la generosidad de Dios para los que Le son fieles excede ampliamente Su castigo para los que no lo son. “El Señor, el Señor, el Dios misericordioso y dador de gracia, tardo en la ira, abundante en amor y fidelidad, prodigando amor hacia miles… Él castiga a los hijos, y a los hijos de los hijos por los pecados de los padres hasta la tercera y cuarta generación.” (Éxodo 34:6-7). La aritmética la hace Rashi: “Se entiende entonces que la medida de la recompensa es más grande que la del castigo, de quinientos a uno, pues al referirse al bien dice “manteniendo el amor a miles” (significando por lo menos dos mil generaciones), mientras que el castigo durará cuatro generaciones como máximo.”
Toda esta idea, contenida en los 13 Atributos de Compasión, es que el amor de Dios y su perdón son más fuertes que Su justicia y castigo. ¿Por qué entonces es que las maldiciones en la parashá de esta semana son tanto más extensas y fuertes que las bendiciones?
La respuesta es que Dios ama y perdona, pero con la condición de que cuando hagamos algún mal reconozcamos el hecho, restituyamos a los que hemos dañado y expresemos nuestro arrepentimiento. En el medio de los Trece Atributos de la Misericordia está la declaración: “Pero Él no deja al culpable sin castigo.” (Éxodo 34:7). Dios no perdona al que no se arrepiente de su pecado, porque si lo hiciera, haría que el mundo fuera un lugar peor, no mejor. Mucha gente pecaría si al hacerlo no hubiera una consecuencia punitiva.
La razón por la cual las maldiciones son tan dramáticas no es porque Dios busca castigar, sino precisamente lo opuesto. El Talmud dice que Dios llora cuando permite que Sus hijos sufran desastres: “Ay de Mí, que debido a sus pecados destruí Mi casa, quemé Mi Templo y provoqué el exilio de ellos (Mis hijos) entre las naciones del mundo.”[2]Las maldiciones fueron concebidas como advertencia. La intención era impedir, atemorizar, desalentar. Son como la advertencia de un padre a su hijo diciéndole que no juegue con la electricidad. La madre puede asustar deliberadamente a su hija pero lo hace por amor, no por el hecho de ser severa.
La instancia clásica es el libro de Ioná. Dios le dice a Ioná el Profeta que vaya a Nínive y le diga al pueblo: “Dentro de cuarenta días la ciudad será destruida.” Él así lo hace. El pueblo lo toma seriamente. Se arrepiente. Dios entonces deja de lado la amenaza de destruir la ciudad. Ioná se queja ante Dios de que lo hizo quedar en ridículo. Su profecía no fue cumplida. Ioná no alcanzó a comprender la diferencia entre profecía y predicción. Si una predicción se cumple, ha tenido éxito. Si una profecía se cumple, ha fracasado. El Profeta le dice al pueblo lo que ocurrirá si no cambia. Una profecía no es una predicción sino una advertencia. Describe un futuro atemorizante con el fin de persuadir al pueblo de evitarlo. De eso se trata la tojajá.
En su nuevo libro, The Power of Bad[3], (El poder del mal) John Tierney y Roy Baumeister argumentan, en base a una sustancial evidencia científica, que lo malo tiene mucho más impacto sobre nosotros que lo bueno. La mala salud nos hace mayor impresión que la buena salud. La crítica nos afecta más que el elogio. Una mala reputación es más fácil de adquirir y más difícil de evitar que una buena.
Los humanos han sido diseñados – programados – para advertir y reaccionar rápidamente frente a la amenaza. No registrar la proximidad de un león es más peligroso que no ver un fruto maduro en un árbol. Reconocer la bondad de un amigo es algo bueno y virtuoso, pero no tan significativo como ignorar la animosidad de un enemigo. Un traidor puede causar daño a toda una nación.
Deducimos que el garrote es más potente que la zanahoria. El temor a la maldición es probable que afecte más el comportamiento que el deseo de la bendición. La amenaza de castigo es más efectiva que una promesa de recompensa. Tierney y Baumeister lo documentan en una amplia gama de casos, desde la educación hasta la tasa de crímenes. Donde hay una clara amenaza de castigo por mal comportamiento, la gente se comporta mejor.
El judaísmo es una religión de amor y perdón. Pero también es una religión de justicia. Los castigos de la Torá no están allí porque a Dios le gusta castigar, sino porque quiere que actuemos bien. Imaginen un país que tuviera leyes pero no castigos. ¿La gente respetaría la ley? No. Todos elegirían ser libremente impunes aprovechándose de los esfuerzos de los otros, sin contribución alguna. Sin castigo, no hay ley efectiva, y sin ley no hay sociedad. Cuanto más fuertemente se presente lo malo, mayor será la probabilidad de que se elija lo bueno. Es por eso que la tojajá es tan poderosa, dramática y atemorizante. El temor al mal es el más poderoso motivador del bien.
Yo creo que la advertencia de lo malo nos ayuda a elegir lo bueno. Con demasiada frecuencia tomamos decisiones erróneas por no pensar en las consecuencias. Es así como ocurrió el calentamiento global. Es así como se producen las debacles financieras. Es así como las sociedades pierden el espíritu solidario. Con demasiada frecuencia se piensa en el hoy y no en el mañana. La Torá, al pintar con detalle contundente lo que puede suceder cuando una nación pierde sus guías morales y espirituales, nos habla a cada generación diciendo: cuidado. Tomen nota. No funcionen con piloto automático. Una vez que la sociedad se descalabra ya es demasiado tarde. Eviten el mal. Elijan el bien. Piensen en lo mediato y elijan el camino que conduce a las bendiciones.
[1] Esta cita ha sido usada por el Dr. King en varias ocasiones, incluso durante la marcha desde Selma en 1965 cuando respondió la pregunta: ¿Cuánto tiempo tomará para ver justicia social? Esta es actualmente celebrada como una de sus citas más famosas, aunque King estaba citando al ministro unitario y abolicionista del siglo IXX Theodore Parker de Massachusetts.
[2] Berajot 3a
[3] John Tierney and Roy Baumeister, The Power of Bad, Allen Lane, 2019.
Traductores
Carlos Betesh