La Parashá
En esta parashá comienza la historia de Abraham. Hashém le dice a Avram que deje su casa y su tierra y que se dirija al lugar que Él le mostrará. A cambio le promete una descendencia tan numerosa e incontable como el polvo de la tierra o las estrellas del cielo.
Avram obedece a D”s y junto con su esposa Sarai y su sobrino Lot dejan la ciudad de Harán y van para la Tierra dé Canaan.
Los pastores de Avram y los de su sobrino Lot no se llevan bien, la situación se torna insostenible. Avram le dice a Lot que elija la tierra que prefiera y él tomará la otra, para separar los rebaños para que no haya más conflictos. Lot se establece en la ciudad de Sodoma dónde es capturado cuando el ejército de Quedarlaomer y sus tres aliados conquistan las cinco ciudades Del Valle de Sodoma. Avram sale a rescatar a su sobrino con una pequeña banda y derrota a los cuatro reyes y es bendecido por Malkitzedek el rey de Salem ( Jerusalem). Hashem sella un pacto entre partes con Avram, donde el exilio y la persecución (Galut) del pueblo judío le son informados y la Tierra Santa es asignada a ellos como herencia eterna.
Aun sin hijos diez años luego del arribo a la Tierra de Canaan, Saraí le dice a Avram que se case con su sirvienta Hagar. Hagar concibe a Ismael, se vuelve insoportable hacia su señora y se escapa cuando Saraí la trata muy duro; un Ángel la convence a retornar y le dice que su hijo será padre de una nación numerosa (Musulmana).
Ismael nace cuando Avram tenía 86 años. Trece años después Hashem cambia el nombre de Avram por Abraham ( Padre de Multitudes) y el de Saraí por Sara ( Princesa) y Hashem les promete que tendrán un hijo ( Sara era estéril). De este hijo a quien deben llamar Itzak ( Se reirá) surgira la gran nación con la cual Hashem establecerá su Pacto Especial.
Cuando Sara concibió a Itzak, Abraham tenía 99 años.
Por indicación de Hashem, Abraham se circuncida a sí mismo y a sus hijos Ismael e Itzak y a todos los varones de su casa. Es el primer Brit Mila de la historia.
Shabat Shalom Umeboraj
Marcelo Mann
Estudiando la Parashá
La travesía de las generaciones
Por el Rabino Jonathan Sacks Z´L´
Mark Twain lo decía concisamente: “Cuando yo tenía 14 años, mi padre era tan ignorante que yo apenas toleraba que el viejo estuviera cerca. Pero cuando cumplí 21, quedé maravillado por lo que él había aprendido en siete años” .
Tenga o no razón Freud con el complejo de Edipo, seguramente tiene mucho de cierto que la singularidad de la adolescencia intenta diferenciarnos, individualizarnos, ser otros que nuestros padres. Cuando éramos jóvenes, ellos constituían la presencia y el sustento de nuestras vidas, nuestra seguridad, nuestra estabilidad, nuestro anclaje en el mundo.
En la infancia, la primera y más profunda manifestación de terror es la ansiedad de la separación: especialmente la ausencia de la madre. Los niños juegan alegremente mientras la madre o la cuidadora está ahí con ellos. Cuando esto no ocurre, cunde el pánico. Los niños son muy pequeños para aventurarse solos en el mundo. Es precisamente la presencia estable y previsible de los padres en los primeros años lo que les da el sentido básico de confianza en la vida.
Pero después nos aproximamos a la adultez, que es cuando tenemos que abrir nuestro camino al mundo. Son años de búsqueda y en algunos casos, de rebeldía. Es lo que hace que la adolescencia sea tan difícil. La definición de juventud en hebreo – de la raíz n-a-r– tiene connotaciones de `despertar´o `sacudir´. Comenzamos a definirnos más con referencia a amigos y a grupos de pares que con nuestra familia, y es frecuente que haya tensión entre las generaciones.
El teórico literario Harold Bloom escribió dos libros fascinantes, The Anxiety of Influence y Maps of Misreading,[1] en los cuales, al estilo freudiano, argumenta que poetas importantes abren su espacio propio deliberadamente generando confusión e interpretando equívocamente a sus antecesores. Caso contrario – si estuvieran realmente tan impactados por los poetas que los antecedieron – terminarían bloqueados, en el sentido de que todo lo que se podría decir sobre un tema determinado ya había sido dicho y escrito mejor de lo que uno lo podría hacer. Crear el espacio necesario para uno mismo frecuentemente significa un enfrentamiento con los que vinieron antes que nosotros, incluyendo a nuestros padres.
Uno de los grandes descubrimientos que tiende a aparecer con los años es que comenzamos a darnos cuenta de que después de pasar una vida huyendo de nuestros padres terminamos advirtiendo que nos asemejamos mucho – y cuanto más nos alejamos, más nos acercamos. De ahí la verdad de la frase intuitiva de Mark Twain. Se necesita tiempo y distancia para constatar cuánto les debemos a nuestros padres y cuánto de ellos sigue viviendo en nosotros.
La forma en que la Torá plantea esto en relación con Abraham (o Abram como se llamaba entonces) se destaca por su sutileza. Lej lejá, además de la historia judía, comienza con estas palabras, “Dios le dijo a Abraham, vete de tu tierra, del lugar en que naciste, de la casa de tu padre a la tierra que Yo te indicaré” (Gen. 12: 1). Este es el comienzo más audaz de cualquier relato biográfico de la Biblia hebrea. Parecería no surgir de ningún lado. De Abraham, la Torá no nos dice nada acerca su niñez, su juventud, su relación con otros miembros de la familia, como llegó a casarse con Sara, o las características de su personalidad que hicieron que Dios lo eligiera para ser el iniciador de lo que eventualmente se transformaría en la mayor revolución de la historia religiosa de la humanidad, lo que ahora llamamos el monoteísmo abrahámico.
Es este silencio bíblico que llevó a la tradición midráshica que nos enseñaron de niños, que Abraham rompió los ídolos en la casa de su padre. Éste es el Abraham revolucionario, iconoclasta, el hombre de la nueva era que revocó la ideología de su padre. Este sería, si se quiere, el Abraham freudiano.
Quizás, a medida que maduramos podremos volver hacia atrás, releer el pasaje y entender la importancia del fin de la parashá anterior. Dice así: “Teraj tomó a su hijo Abram, a su nieto Lot hijo de Haran y a su nuera Sarai, la esposa de su hijo Abram y juntos salieron de Ur de los caldeos para ir a Canaán. Pero cuando llegaron a Harran, se establecieron allí” (Gén. 11: 31)
En otras palabras, resulta entonces que Abraham dejó la casa de su padre mucho después de haber dejado su tierra y su lugar de nacimiento, que era Ur, hoy en el sur de Iraq, y solo se separó de su padre en Harran, hoy en el norte de Siria. Teraj, el padre de Abraham, lo acompañó en la primera mitad de su travesía. Por lo menos en una parte del trayecto fue con su hijo.
¿Qué fue lo que pasó? Existen dos posibilidades: la primera es que Abraham haya recibido su llamado en Ur. Su padre Teraj aceptó ir con él con la intención de llegar hasta la tierra de Canaán, pero no completó la travesía, quizás por su avanzada edad. La segunda es que el llamado le vino a Abraham en Harran, en ese caso su padre ya había iniciado el viaje por propia iniciativa, saliendo de Ur. De cualquier manera, el quiebre entre Abraham y su padre fue mucho menos dramático que lo que se había pensado inicialmente.
He argumentado en otro sitio (en mi nuevo libro, Not in God’s Name[2]) que la narrativa bíblica es mucho más sutil de lo que normalmente se supone. Deliberadamente, está escrita para ser comprendida a distintos niveles, correspondiendo a distintas etapas de nuestro crecimiento moral. Hay una narrativa superficial. Pero también frecuentemente hay otra, más profunda, que recién se advierte y se comprende al llegar a cierto nivel de madurez (llamo a esto contranarrativa oculta). Génesis 11-12 es un ejemplo clásico.
De jóvenes, escuchamos el encantador – e incluso poderoso – cuento de Abraham rompiendo los ídolos de su padre, que transmite el mensaje de que a veces un niño puede tener razón y el padre no, especialmente cuando se trata de temas de espiritualidad y de fe. Sólo mucho más tarde en la vida captamos la verdad mucho más profunda – escondida bajo la forma de una simple genealogía en la parashá anterior – de que Abraham estaba en realidad completando un viaje iniciado por su padre.
Hay un fragmento en el libro de Joshua (24: 2) – que se lee como parte de la Hagadá la noche del Seder – que dice que “En el pasado tus ancestros vivieron más allá del Éufrates incluyendo a Teraj, padre de Abraham y Nahor. Ellos adoraban a otros dioses”. O sea que había idolatría en los antecedentes familiares de Abraham. Pero en Génesis 11 dice que fue Teraj el que llevó a Abraham, y no Abraham a Teraj de Ur a la tierra de Canaan. No hubo un quiebre inmediato ni profundo entre padre e hijo.
Era efectivamente difícil de imaginar lo contrario. Abram – el nombre original de Abraham – significa “padre poderoso”. Abraham mismo fue elegido “para que pudiera instruir a los hijos de su hogar a seguir sus pasos en el camino del Señor” (Gén. 18:19) – o sea, elegido para ser un padre modelo. ¿Cómo un niño que rechaza a su padre puede llegar a ser el padre de niños que a su vez no lo rechacen a él ?[3] Lo más lógico es pensar que Teraj tenía dudas acerca de la idolatría, y que fue él quien inspiró a Abraham a asumirlas, tanto físicamente como espiritualmente. Abraham continuó la travesía iniciada por su padre ayudando a Isaac y Jacob, su hijo y su nieto, a delinear sus propias formas de servir a Dios- el mismo Dios pero hallado de distintas maneras.
Lo cual nos lleva nuevamente a Mark Twain. Frecuentemente, pensamos cuán distintos somos de nuestros padres. Nos lleva tiempo apreciar cuánto nos ayudaron a ser la persona que somos. Aunque pensamos que estábamos escapando, en realidad estábamos siguiendo su camino. Mucho de lo que somos nosotros se debe a lo que fueron ellos.
- Harold Bloom, The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry (New York: Oxford University Press, 1973); A Map of Misreading (New York: Oxford University Press, 1975).
- Jonathan Sacks, Not in God’s Name: Confronting Religious Violence (New York: Schocken Books, 2017).
- Rashi (para Gen.11: 31) dice que para ocultar el quiebre entre padre e hijo la Torá registra la muerte de Teraj antes del llamado de Dios a Abraham. Sin embargo, ver Rambam ad loc
Traductores
Carlos Betesh
Editores
Michele Lahan