Parashat Beshalaj
A veces tenemos un trabajo que hacer, pero parece tan grande que incluso dudamos en empezarlo.
En la parashá de esta semana los judíos caminaban por el desierto después de haber sido liberados de la esclavitud en Egipto. Pero pronto se encontraron a si mismos siendo perseguidos por el enojado Faraón y su feroz ejercito que los quería esclavizar nuevamente.
Los judíos no tenían escapatoria. Habían llegado a la orilla del mar y no había otro lugar para escapar. Las personas entraron en pánico.
Pero un hombre, Najshón ben Aminadav, tenía una idea diferente. Él pensó «Tenemos que cruzar el mar. No hay otra alternativa. Yo sé que Dios va a hacer que funcione, de alguna u otra manera».
Mientras otros dudaron, Najshón simplemente empezó a caminar directo hacia el agua. Con ello Dios hizo un gran milagro y separó las aguas en dos y todos los judíos fueron capaces de escapar hacia la libertad.
Aprendemos de aquí que cuando vemos que un trabajo que tiene que ser hecho parece imposible, a veces la mejor respuesta es simplemente dar el primer paso y comenzar. A menudo nos sorprenderemos de ver cómo Dios nos ayuda a lograr cosas que al final no parecen tan difíciles como pensábamos.
Extraido de AishLatino
Shabat Shalom
El rostro del mal
por el Rabino Jonathan Sacks Z´L´
Después del 11/9 cuando el horror y el trauma habían quedado atrás, los norteamericanos se preguntaron qué había pasado y por qué. ¿Fue un desastre? ¿Una tragedia? ¿Un crimen? ¿Un acto de guerra? No parecía conformar con ninguno de los paradigmas preexistentes. ¿Y por qué había ocurrido? La pregunta más frecuente sobre Al Qaeda fue “¿por qué nos odian?”
Con posterioridad a esos eventos, el pensador norteamericano Lee Harris escribió dos libros, Civilization and its Enemies (La Civilización y sus enemigos) y The Suicide of Reason (El suicidio de la razón)[1] que constituyeron algunas de las respuestas más estimulantes del pensamiento de la década. El motivo de las preguntas y la imposibilidad de hallar respuestas dice Harris, es que Occidente ha olvidado el concepto de enemigo. La política liberal democrática y la economía de mercado han creado cierto tipo de sociedad, una determinada manera de pensar y un tipo de personalidad característica. En su esencia está el concepto del actor racional, la persona que juzga sus actos por sus consecuencias y elige la opción de máxima. Esa persona cree que para cada problema hay una solución, para cada conflicto una resolución. La forma de lograrlo es sentarse, negociar y hacer un balance de qué es lo mejor para todos.
En ese mundo no hay enemigos, simplemente conflictos de interés. Un enemigo, dice Harris, es simplemente “un amigo para el cual aún no hemos hecho lo suficiente.” En el mundo real, sin embargo, no todos son liberales democráticos. Un enemigo es “alguien que está dispuesto a morir para matarte. Y mientras que es cierto que el enemigo siempre nos odia por un motivo, es su motivo, no el nuestro.”
Ve un mundo distinto al nuestro, y en ese mundo nosotros somos el enemigo. ¿Por qué nos odian? Contesta Harris: “Nos odian porque somos su enemigo.”[2]
Sea cuál fuera lo correcto o incorrecto de lo postulado por Harris, el concepto esencial es verdadero y profundo. Podemos ser ciegos mentalmente y considerar que nosotros – nuestra cultura, nuestra sociedad, nuestra civilización – vemos las cosas de una sola manera, o por lo menos eso es lo que elegiría cualquiera que tenga la posibilidad de hacerlo. Solo el fracaso absoluto en comprender la historia de las ideas puede explicar este error, un error peligroso. Cuando Montezuma, líder de los aztecas, se encontró con Cortés, el comandante de la expedición española de 1520, él supuso que estaba tratando con un hombre civilizado de una nación civilizada. Ese error le costó la vida y al año ya no existía más la civilización azteca. No todo el mundo ve las cosas como nosotros, y como dijo alguna vez Richard Weaver, “El problema de la humanidad es que se olvida de leer las actas de la última reunión.”[3]
Esto explica el sentido de la inusual orden al final de la parashá de esta semana. Los israelitas han escapado del peligro aparentemente inexorable de los carruajes del ejército egipcio, el de la tecnología bélica más avanzada de la época. Milagrosamente el mar se dividió, los israelitas cruzaron y los egipcios, con los carruajes atascados en el barro, no pudieron avanzar ni retroceder, pereciendo por el retorno de la marea.
Los israelitas cantaron una canción y al fin parecían ser libres, cuando ocurrió algo inexplicable e inesperado. Fueron atacados por un nuevo enemigo, los amalekitas, una tribu nómada del desierto. Moshé dio instrucciones a Ieoshúa para que se prepare para la batalla. Lucharon y vencieron. Pero la Torá señala que no fue una batalla cualquiera:
Entonces el Señor dijo a Moshé: ‘Escribe en este rollo algo que sea recordado y asegúrate de que Ieoshúa lo oiga, pues Yo borraré completamente el nombre de Amalek de bajo el cielo.’ Moshé construyó un altar y lo llamó El Señor es mi Estandarte. Dijo, ‘La mano está en el trono del Señor. El Señor estará en guerra con Amalek por todas las generaciones.’ (Éxodo 17:14-16)
Esta es una declaración muy extraña, y contrasta marcadamente con la forma en que la Torá habla de los egipcios. Los amalekitas atacaron a Israel durante la vida de Moshé una sola vez. Los egipcios oprimieron a los israelitas durante un tiempo extendido, esclavizándolos e incluso comenzando un proceso de genocidio al asesinar a cada niño israelita. Toda la narrativa sugeriría que si hubo una nación que fuera el símbolo del mal, sería Egipto.
Pero lo opuesto resulta ser cierto. En Deuteronomio la Torá declara: “No odies al egipcio, porque tú fuiste extranjero en su tierra.” (Deuteronomio 23:8) Poco después, Moshé repite la orden sobre los amalekitas, agregando un detalle significativo:
Recuerda lo que te hicieron los amalekitas cuando saliste de Egipto. Cuando estabas agotado y deteriorado, se enfrentaron contigo en tu travesía y atacaron a los que estaban en la retaguardia; no temieron a Dios… Borrarás el nombre de Amalek de bajo el cielo. ¡No lo olvides! (Deuteronomio 25:17-19)
Se nos ha ordenado no odiar a Egipto, pero nunca olvidar a Amalek. ¿A qué se debe esa diferencia? La respuesta más simple es recordar la declaración de los rabinos en la Ética de los Padres: “Si el amor depende de una causa específica, cuando dicha causa finaliza, también finaliza el amor. Si el amor no depende de una causa específica, entonces nunca muere.”[4] Lo mismo es aplicable al odio. Cuando este depende de una causa específica, termina cuando la causa desaparece. El odio sin causa, sin ninguna base, dura eternamente.
Los egipcios oprimieron a los israelitas porque, según palabras del Faraón, “Los israelitas se están tornando muy numerosos y demasiado potentes para nosotros.” (Éxodo 1:9) Su odio, en otras palabras, sobrevino por el temor. No era irracional. Los egipcios habían sido atacados y conquistados por un pueblo extranjero conocido como los Hyksos, y el recuerdo de ese período seguía siendo agudo y doloroso. Los amalekitas, en cambio, no estaban siendo amenazados por los israelitas. Atacaron a un pueblo que estaba “cansado y deteriorado,” especialmente aquellos que estaban “en la retaguardia.” En síntesis, los egipcios temían a los israelitas porque eran fuertes. Los amalekitas atacaron a los israelitas porque eran débiles.
En la terminología actual, los egipcios eran actores racionales, los amalekitas no. Con actores racionales puede haber una paz negociada. Las personas envueltas en un conflicto finalmente se dan cuenta de que no solo están destruyendo al enemigo, también se están destruyendo a ellos mismos. Eso es lo que los asesores del Faraón le dijeron después de siete plagas: “¿No se da cuenta de que Egipto está arruinado?” (Éxodo 10:7). Se llega a un punto en el que los actores racionales comprenden que la búsqueda del propio interés se ha vuelto destructiva y aprenden a cooperar.
Eso no ocurre con actores no racionales. Emil Fackenheim, uno de los grandes teólogos post Holocausto, observó que hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes desviaban trenes que llevaban suministros para su propio ejército con el fin de trasladar a los judíos a los campos de exterminio. Estaban tan motivados por el odio que estaban dispuestos a arriesgar su propia victoria militar con tal de llevar a cabo el asesinato sistemático de los judíos europeos. Eso fue el mal por el mal en sí mismo.[5]
Los amalekitas funcionan en la memoria judía como “el enemigo” en el sentido de Lee Harris. La ley judía sin embargo, especifica dos formas completamente diferentes de acción en relación con los amalekitas. Primero, está la orden de librar la guerra contra ellos. Eso es lo que Samuel le dijo a Saul que hiciera, orden que este no cumplió plenamente. ¿Esa orden sigue siendo aplicable hoy en día?
La respuesta inequívoca brindada por el Rabino Najum Rabinovitch fue ‘No’.[6] Maimónides sentenció que la orden de destruir a los amalekitas sólo era aplicable si se negaban a firmar la paz y a aceptar las siete leyes Noájidas. Luego agregó que la orden no era más aplicable ya que Senajerib, el asirio, había transportado y reubicado a las naciones conquistadas de tal forma que no era posible identificar la etnicidad de ninguna de las naciones originarias contra quienes habían ordenado a los israelitas combatir. También señaló en su Guía para los Perplejos que la orden sólo era aplicable a las personas con una determinada descendencia biológica. No debía aplicarse en términos generales a los enemigos u odiadores del pueblo judío. De tal forma que la orden de librar una guerra contra los amalekitas ya no es aplicable.
Sin embargo, hay una orden bien distinta, la de “recordar” y “no olvidar” a Amalek, cosa que cumplimos anualmente en la lectura del pasaje de la orden de los amalekitas tal como aparece en Deuteronomio en Shabat Zajor, antes de Purim (la conexión con Purim es que Hamán el “Agaguita” se presume que es descendiente de Agag, rey de los amalekitas). Aquí Amalek se ha transformado en un símbolo, más que en una realidad.
Al dividir la respuesta de esta manera, el judaísmo marca una clara distinción entre el antiguo enemigo que ya no existe y el mal personificado por el enemigo, que puede aparecer nuevamente en cualquier lugar y en cualquier momento. Es fácil en tiempos de paz olvidar que el mal yace apenas debajo de la superficie del corazón humano. Esto nunca ha sido más exacto que en los últimos tres siglos. El nacimiento de la Ilustración, la tolerancia, la emancipación, el liberalismo y los derechos humanos persuadió a muchos, incluyendo a los judíos, de que el mal colectivo había sido extinguido junto con los amalekitas. El mal fue entonces, no ahora. En esa era nacieron el nacionalismo, el fascismo, el comunismo, dos Guerras Mundiales, algunas de las tiranías más brutales conocidas, y el peor crimen del hombre contra el hombre.
Hoy, el gran peligro es el terrorismo. Acá las palabras del filósofo político de Princeton, Michael Walzer, son especialmente apropiadas.
Donde veamos terrorismo, debemos buscar tiranía y opresión. Los terroristas buscan gobernar, y el asesinato es su método. Tienen su propia policía interna, grupos de choque, desapariciones. Comienzan matando o intimidando a los camaradas que se plantan en su camino, y luego proceden, si pueden, con la gente que dicen representar. Los terroristas son exitosos, gobiernan tiránicamente y su pueblo carga, sin el consentimiento, con los costos del régimen de los terroristas. [7]
El mal nunca muere – y al igual que la libertad – requiere vigilancia constante. Se nos ha ordenado recordar, no por el pasado sino por el futuro, y no por venganza sino por lo contrario: un mundo libre de venganza y de otras formas de violencia.
Lee Harris comenzó Civilization and its Enemies con estas palabras: “El tema de este libro es el olvido,”[8] y finaliza con esta pregunta: “¿Puede Occidente superar el olvido que es la némesis de toda civilización exitosa?[9] Es por eso que hemos sido conminados a recordar y no olvidar nunca a Amalek, no porque hoy exista ese pueblo histórico, sino porque una sociedad de actores racionales puede a veces creer que el mundo está lleno de actores racionales con los cuales es posible negociar la paz. Cosa que no siempre es así.
Raras veces un mensaje bíblico ha sido más relevante que este para el futuro de Occidente y de la libertad en sí. La paz es posible, da a entender Moshé, aún con un Egipto que nos ha esclavizado e intentado destruir. Pero la paz no es posible con aquellos que atacan a los pueblos que consideran débiles y que a su propio pueblo niegan la libertad por la cual dicen luchar. La libertad depende de nuestra capacidad de recordar y cuando sea necesario, confrontar a “la banda de individuos despiadados”[10] la imagen de Amalek a través de la historia. Algunas veces no hay otra alternativa que la de luchar contra el mal y vencerlo. Puede ser la única vía para la paz.
- Lee Harris, Civilization and Its Enemies: The next Stage of History. New York: Free Press, 2004. The Suicide of Reason, New York: Basic Books, 2008.
- Ibid., xii–xiii.
- Weaver, Ideas Have Consequences (Chicago: University of Chicago Press, 1948), p. 176.
- Mishná Abot 5:16
- Emil L. Fackenheim and Michael L. Morgan. The Jewish Thought of Emil Fackenheim: A Reader, Detroit: Wayne State University Press, 1987, p. 126.
- Rabbi N L Rabinovitch, Shu”t Melumdei Milĥama (Maale Adumim: Maaliyot, 1993), pp. 22-25.
- Michael Walzer, Arguing About War, Yale University Press, 2004, 64-65.
- Harris, Civilization, p. xi.
- Ibid., p. 218.
- Ibid., p. 216.
Traductores
Carlos Betesh
Editores
Abraham Maravankin