Las campanas de oro y una alegoría de la conexión espiritual.
Por Seba Cabrera Koch
Comentario a Éxodo 27:20-30:10
La porción de la Torá de esta semana describe las vestimentas y atavíos del Sumo Sacerdote. Las especificaciones, medidas y diseños de los diversos accesorios son sorprendentes, pero aún más enigmático, es un detalle en la indumentaria sacerdotal. Según la Torá, en el dobladillo de la túnica debe haber campanillas de oro y granadas de hilo, una tras otra, alrededor de todo el borde.
Pero ¿qué puede significar este peculiar diseño? La clave se puede encontrar si ahondamos en lo que dicen algunas fuentes acerca de la función de las campanas.
Primero, Éxodo 28:35 nos dice: “Aarón lo usará mientras oficia, de modo que se oiga su sonido cuando entre al santuario delante del Señor y cuando salga, para que no muera”.
El antropólogo escocés Sir James George Frazer, en su libro “Folklore in the Old Testament: Studies in Comparative Religion, Legend, and Law”, compara episodios del Tanaj con historias similares de otras culturas del mundo antiguo.
En su influyente estudio sobre rituales, magia, mitología y religión, Frazer insinúa que campanillas como las del Sumo Sacerdote “se usaron ampliamente en diversas culturas de Europa, Asia y África, principalmente con la función de ahuyentar o protegerse de los espíritus malignos que podrían acecharlos”.
Tal vez sea un dato de color saber esto, pero no nos enseña mucho más. Por eso, no es de extrañar que los Sabios de la tradición judía se hayan hecho eco acerca de estas campanas.
Ezequías ben Manoaj, exégeta francés del siglo XIII conocido como Jizkuni, explica que estas campanas sonaban mientras el Sumo Sacerdote realizaba el servicio en el Templo, para que los israelitas lo escucharan y volvieran sus corazones a D-s.
Por otro lado, Rabi Shmuel ben Meir, el Rashbam (Francia, siglo XII) explica que dado que el Sumo Sacerdote es el único que podía estar presente, las campanas sonaban para indicar a los demás que debían abandonar el espacio sagrado. Así, las campanas eran una advertencia necesaria, como un mensaje de aviso.
Rabi Moshé ben Najmán, más conocido como Najmánides o el Ramban (Aragón, siglo XIII), presenta una visión diferente en su comentario, explicando: “D-s ordenó el toque de las campanas para que el sacerdote entrara delante de su Maestro como si pidiera permiso. Porque aquel que entra al palacio del Rey incurre repentinamente en la pena de muerte”. En otras palabras, para Najmánides las campanas de oro tintinean para anunciarLe nuestra presencia a D-s antes de entrar al recinto sagrado, como si Le estuviéramos pidiendo permiso.
Pero es aquí que el rabino Shmuel Avidor Hacohen va más allá, y ofrece una lectura alternativa, más rica y original: las campanas representan cómo nosotros como individuos nos relacionamos con D-s.
Inspirado por el versículo que afirma que “su sonido se oye cuando entra al santuario”, Rab Shmuel Avidor se pregunta: “cuando una persona experimenta la espiritualidad, ¿debe “dejarse llevar”? ¿debe levantar la voz al rezar? (especialmente en lo que respecta a la oración); ¿o es mejor susurrar y emplear una postura más modesta?”.
Shmuel Avidor responderá estas preguntas con dos historias, dos miradas acerca de la oración, representadas por el rabino Shelomo de Karlin y el rabino Israel de Ruzhin.
Se dice que cuando el rabino Shelomo de Karlin reunía con sus seguidores, los animaba a rezar, a clamar enérgicamente y con sinceridad a D-s. Durante la oración, incluso gritaba: “¡Traed el fuego! ¡Traed el fuego!”. La oración era caótica, ruidosa y expresiva: sus adeptos eran extrovertidos, y se conectaban apasionadamente con la espiritualidad y con su entorno, rodeándose de gente, ruido y energía.
En contraste, el rabino Israel de Ruzhin enseñó a sus seguidores a rezar con una “voz apacible y delicada”. (citando a 1 Reyes 19:12). Animó a sus alumnos a ser disciplinados, fieles a sí mismos: el fuego podía arderles en los confines del alma, pero lo expresaban de una manera moderada, sutil y discreta. Eran introvertidos, buscaban su propio espacio, encontrar su momento. Y aunque podían cantar con “voz suave y apacible”, su modestia no debía malinterpretarse como apatía o indiferencia.
Entre los extremos expresados por el rabino Shelomo y el rabino Israel, hoy, Usted y yo podemos unirnos en una tefilá rica en matices. Habrá quienes se sentirán mas cómodos en una tefilá en voz alta y expresiva, y quienes se inclinen por un encuentro más íntimo y contenido; sin embargo, la mayoría de nosotros abrazamos el milagro recurrente de los tonos grises intermedios.
Porque hay momentos en nuestra vida espiritual en los que necesitamos cantar con toda la fuerza de nuestra voz; y otros en los que nuestra respiración pareciera abrazar un pequeño susurro dentro de nosotros.
Ambas voces representan dos formas complementarias de relacionarnos con el mundo, para expresarnos con una voz única, tan irrepetible como ese tintineo de campanas que nos invita a una búsqueda interna tan personal.
Quiera D-s que la voz de las campanillas doradas que cada uno porta, sea un llamado único a crear nuestra conexión con la Divinidad que habita en cada uno.
Que aprendamos a escuchar, y con sabiduría, llenemos de significado el pequeño pedazo de Jardín que nos toca habitar.
Shabat Shalom umeboraj!
Seba Cabrera Koch
La ética de la santidad por el Rabino Jonathan Sacks
Algo nuevo ingresa en el judaísmo con la parashá Tetzavé: Torat Kohanim, el mundo y la mentalidad del sacerdote. Rápidamente adquiere una dimensión central en el judaísmo. Domina el siguiente libro de la Torá, Vaikrá. Hasta ese momento, sin embargo, la presencia de los sacerdotes había sido marginal.
La parashá de esta semana señala por primera vez la idea del caracter hereditario en el pueblo judío – Aarón y sus descendientes varones – y su rol como oficiante del Santuario. Por primera vez vemos a la Torá hablando de las vestimentas de oficio: los ropajes usados por los sacerdotes y el Sumo Sacerdote en el lugar sagrado. Por primera vez también encontramos la frase lekavod ule-tiferet utilizado para las vestimentas, “por la gloria y la belleza” (Éxodo 28: 2). Hasta ese punto, kavod en el sentido de gloria u honor, había sido atribuido solamente a Dios. En cuanto a tiferet, esta es la primera vez que aparece en la Torá, abre una nueva gran dimensión en el judaísmo, la estética.
Todos estos fenómenos están relacionados con el Mishkán, el Santuario, el tema de los capítulos precedentes. Emergen del proyecto de hacer un “hogar” para la infinitud de Dios en un espacio finito. Aquí les quiero hacer una pregunta: ¿esto tiene algo que ver con la moralidad? ¿Con el tipo de vida que estaban llamados a llevar y las relaciones de unos con otros? Si fuera así, ¿cuál sería la conexión con la moralidad? ¿Y por qué aparece el sacerdocio precisamente en este lugar del relato?
Es habitual dividir la vida religiosa del judaísmo en dos dimensiones. Por un lado, el sacerdocio y el Santuario, y por el otro, los profetas y el pueblo. Los sacerdotes se enfocaban en la relación entre el pueblo y Dios, mitzvot bein adam le Makom. Los profetas, en la relación entre el pueblo y sus semejantes, mitzvot bein adam lejaveró. Los sacerdotes supervisaban el ritual y los profetas hablaban sobre ética. A un grupo le incumbía la santidad, al otro, la virtud. No se necesita ser santo para ser bueno. Sí se necesita ser bueno para ser santo, es un requerimiento inicial, no de lo que trata la santidad. La hija del Faraón, que rescató a Moshé en su infancia, era buena pero no santa. Son dos ideas distintas.
En este ensayo quiero cuestionar ese concepto. El sacerdocio y el Santuario hicieron una diferencia moral, no solo espiritual. Entender cómo lo hicieron es importante no solo para la comprensión de nuestra historia sino también para confirmar cómo conducimos nuestras vidas en la actualidad. Esto lo podemos ver analizando algunos experimentos recientes en el campo de la psicología moral.
Nuestro punto de partida es el libro del psicólogo norteamericano Jonathan Heidt, The Righteous Mind[1] (La mente virtuosa). Heidt plantea que en las sociedades contemporáneas seculares nuestro rango de sensibilidad moral se ha vuelto muy estrecho. Él denomina a esas sociedades WEIRD (raro) Western educated, industrialised, rich and democratic. (Occidentales, educadas, industrializadas, ricas y democráticas). Tienden a ver las culturas tradicionales como rígidas, empecinadas y represivas. Las personas de esas culturas tradicionales tienden a considerar que las personas de Occidente abandonan la riqueza de la vida moral.
Tomemos un ejemplo no moral: hace un siglo, para la mayoría de las familias británicas y norteamericanas (no judías) la cena era un evento social formal. Comenzaban con un rezo, agradeciendo a Dios por la comida que estaban por ingerir. Había un orden, en el cual los comensales eran servidos o se servían a sí mismos. La conversación durante la cena estaba regida por convenciones. Había temas a discutir y otros que eran considerados inapropiados. Hoy todo eso ha cambiado completamente. Muchos hogares británicos no disponen de una mesa de comedor. Una encuesta reciente señaló que en Gran Bretaña la mitad de las situaciones de comida se lleva a cabo en soledad. Los integrantes de la familia llegan en distintos horarios, sacan un alimento del freezer, lo calientan en el microondas, lo comen mirando televisión o la pantalla de la computadora. Eso no es cenar sino un pastoreo serial.
A Heidt le interesó el hecho de que los estudiantes norteamericanos reducen la moralidad a dos principios: uno vinculado con el daño y el otro con la ecuanimidad. Sobre el daño, pensaban como John Stuart Mill que decía que “el único motivo por el cual el poder puede ser ejercido con justicia sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, en contra su voluntad, es para evitar el daño al prójimo.”[2] Si no perjudica a los demás, estamos moralmente autorizados a hacer lo que nos plazca.
El otro principio es la ecuanimidad. No todos tenemos la misma idea de lo que es y no es ecuánime, pero a todos nos interesan las reglas básicas de la justicia: lo que es correcto para algunos debiera serlo para todos, haz lo que te gustaría que te hagan a ti; no acomodar las leyes a tu conveniencia, etc. Frecuentemente la frase moral que emite un niño pequeño es “eso no es justo.” John Rawls es el autor de la frase más conocida de nuestra época al respecto: “Cada persona tiene el mismo derecho a las más amplias libertades, siempre que sean compatibles con libertades semejantes de los demás.”[3]
Esa es la manera que piensa la gente WEIRD. Si es ecuánime y no daña, es moralmente permisible. Sin embargo – y este es el punto fundamental de Haidt – existen por lo menos otras tres dimensiones de la vida moral como la entienden las culturas no WEIRD en el mundo.
Una es la lealtad, y su opuesto, la traición. La lealtad significa que estoy preparado para hacer sacrificios por mi familia, mi equipo, mis correligionarios y ciudadanos en general, los grupos que me ayudan a ser la persona que soy. Tomo sus intereses seriamente, no solo los que a mí me conciernen.
Otra dimensión es el respeto por la autoridad, y su opuesto, la subversión. Sin esto, ninguna institución es posible, incluso quizás ninguna cultura. El Talmud lo ilustra con una famosa narrativa sobre un posible prosélito que se acerca a Hillel y le dice: “Conviérteme al judaísmo con la condición de que yo acepte sólo la Torá escrita y no la Torá Oral.” Hillel empezó enseñándole hebreo. El primer día le enseñó el alef-bet-guimel. Al día siguiente le enseñó guimel-bet-alef. El hombre protestó: “Ayer me enseñaste lo opuesto.” Hillel le replicó: “Ya ves, tienes que confiar en mí hasta para aprender el alef-bet. Confía en mí también con respecto a la Torá Oral.” (Shabbat 31a) La escuela, los ejércitos, las cortes, las asociaciones profesionales, hasta los deportes, todos dependen del respeto a la autoridad.
El tercero resulta de la necesidad de circunscribir los valores que consideramos no negociables. No son míos y no puedo hacer lo qué quiera con ellos. Esas son las cosas que llamamos sagradas, sacrosantas, que no pueden ser tratadas con liviandad ni profanadas.
¿Por qué la lealtad, el respeto y lo sagrado no son considerados valores clave de la ética de las élites liberales de Occidente? La respuesta más fundamental es que las sociedades WEIRD se autodefinen como grupos de individuos autónomos que pugnan por sus propios intereses con un mínimo de interferencia de los demás. Cada uno de nosotros es un individuo autodeterminante con sus propios deseos, necesidades y requerimientos. La sociedad debería permitirnos lograr esos deseos lo máximo posible sin interferir en nuestra vida ni en la de los demás. A tal fin, hemos desarrollado principios de derechos, libertad y justicia que nos permiten coexistir pacíficamente. Si un acto no es equitativo y causa sufrimiento a algún otro, estamos dispuestos a condenarlo moralmente, no de otra forma.
La lealtad, el respeto y la santidad no se desarrollan de manera natural en las sociedades seculares basadas en la economía de mercado y en la política democrática liberal. El mercado erosiona la lealtad. Invita a no permanecer con lo que hemos usado hasta ahora sino a cambiar para algo mejor, más barato, más veloz, más nuevo. La lealtad es la primera víctima de la “destrucción creativa” del mercado del capitalismo.
El respeto por los representantes de autoridad – políticos, banqueros, periodistas, titulares de corporaciones – ha estado en franca caída desde hace muchas décadas. Estamos viviendo una época de pérdida de confianza y muerte de la deferencia. Hasta al paciente Hillel le habría resultado difícil enfrentar a alguien que citara el credo de Pink Floyd en 1979: “No necesitamos ninguna educación, no necesitamos ningún control de pensamiento.”
En cuanto a lo sagrado, también se ha perdido. El matrimonio ya no es considerado una comunión sagrada, un pacto. En el mejor de los casos es tomado como un contrato. La vida misma está en peligro de perder su santidad con la difusión del aborto y la demanda desde el inicio de la “muerte asistida” hasta el final.
Lo que hace que la lealtad, el respeto y la santidad sean valores morales clave, es que crean una comunidad moral en contraposición a un grupo de individuos autónomos. La lealtad liga al individuo al grupo. El respeto crea estructuras de autoridad que hace que las personas funcionen de manera efectiva en grupos. La santidad liga a las personas en un universo de moralidad compartido. Lo sagrado es el lugar en el que entramos en lo que es-más-grande-que-uno-mismo. El mismo acto de reunión en congregación nos puede elevar a un sentido de trascendencia en el cual unimos nuestra identidad con la del grupo.
Una vez comprendida está distinción, podemos ver cómo el universo moral de los israelitas fue cambiando a través del tiempo. Abraham fue elegido por Dios “para que pudiera enseñar a sus hijos y a su familia el camino del Señor haciendo lo correcto y lo justo.” (tzedaká umishpat; Génesis 18:19). Lo que buscaba el servidor de Abraham al buscar una esposa para Itzjak era bondad, jesed. Estas eran las virtudes proféticas clave. Como dijo Jeremías en nombre de Dios:
“Que los sabios no se orgullezcan de su sabiduría, los poderosos de su fuerza ni los ricos de su riqueza, sino que el que declame lo haga por esto: porque posee la comprensión de conocerMe, que Yo soy el Señor que derrama bondad, justicia y virtud (jesed, mishpat utzedaká) sobre la tierra, pues en estas Yo me solazo.” (Jeremías 9: 22-23)
La bondad equivale al cuidado, lo opuesto al daño. Justicia y virtud son formas específicas de ecuanimidad. En otras palabras, las virtudes proféticas son cercanas a las que prevalecen hoy en día en las democracias liberales de Occidente. Esa es una medida del impacto de la Biblia hebrea sobre Occidente, pero ese es tema para otra ocasión.El punto en cuestión es que la bondad y la ecuanimidad se refieren a relaciones entre individuos. Hasta el Sinaí, los israelitas eran solo individuos, aunque formaban parte de la familia extendida que había pasado junta en el Éxodo y el exilio.
Después de la Revelación del Sinaí, los israelitas se transformaron en el pueblo del pacto. Tenían un soberano: Dios. Una constitución escrita: la Torá. Aceptaron ser “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19: 6). Pero el incidente del Becerro de Oro mostró que no habían comprendido aún lo que era ser una nación. Se comportaron como una horda. “Moshé vio que el pueblo estaba corriendo salvajemente y que Aarón había permitido que estuvieran fuera de control, siendo el hazmerreir de los enemigos” (Éxodo 32:25). Esa fue la crisis para la cual el Santuario y el sacerdocio fueron la respuesta. Transformaron a los judíos en una nación.
El servicio del Santuario oficiado por los Kohanim con sus vestimentas usadas le-kavod, “por honor,” estableció el principio de lo sagrado. El Mishkán en sí personificó el principio de lo sagrado. Montado en el centro del campamento, el Santuario y su servicio convirtió a los israelitas en un círculo en cuyo centro estaba Dios. Y aunque después de la destrucción del Segundo Templo no hubo más Santuario ni sacerdocio operativo, los judíos encontraron sustitutos que cumplían la misma función. Lo que Torat Kohanim trajo al judaísmo fue la coreografía de santidad y respeto que ayudó a los israelitas a caminar y danzar juntos como nación.
Dos hallazgos de investigación recientes resultan relevantes en este punto. Richard Sosis analizó una serie de comunidades voluntarias reunidas a lo largo del siglo XIX, algunas religiosas, otras seculares. Descubrió que las religiosas tenían un promedio de vida más de cuatro veces mayor que la contraparte secular. Hay algo de la dimensión religiosa que podría ser importante, hasta esencial, para sostener una comunidad.[4]
Sabemos ahora en base a una considerable evidencia neurocientífica que tomamos nuestras decisiones más en base a nuestras emociones que a la razón. Personas cuyos centros emocionales han sido dañados (específicamente la corteza ventromedia prefrontal) pueden analizar alternativas con gran detalle, pero son incapaces de tomar buenas decisiones. Un interesante experimento reveló que los libros académicos sobre ética resultan más sustraídos de las bibliotecas que los de otras ramas de la filosofía.[5] La capacidad de razonamiento moral, en otras palabras, no necesariamente nos hace más morales. La razón es frecuentemente algo que utilizamos para racionalizar decisiones tomadas en base a la emoción.
Esto explica la presencia de la dimensión estética del servicio del Santuario. Posee belleza, gravitación y majestuosidad. En la época del Templo también había música, coros de Levitas cantando salmos. La belleza habla a la emoción y la emoción habla al alma, elevándonos de maneras que la razón no logra, a las alturas del amor y el sobrecogimiento y elevándonos encima del angosto sendero del “sí mismo”, al círculo en cuyo centro está Dios.
El Santuario y el sacerdocio introdujeron la ética de la kedushá, la santidad, a la vida judía, lo cual afirmó los valores de la lealtad, respeto y lo sagrado, creando un ambiente de reverencia; la humildad sentida por el pueblo una vez que sintió los símbolos de la Divina Presencia en su seno. Como escribió Maimónides en su célebre pasaje de la Guía de los Perplejos (III:51). No nos comportamos en presencia de un rey como lo hacemos frente a la familia o amigos. En el Santuario el pueblo sentía que estaba en presencia del Rey.
La reverencia otorga poder al ritual, la ceremonia, las convenciones sociales y la civilidad. Ayuda a transformar a individuos autónomos en un grupo de responsabilidad colectiva. No es posible sostener una identidad nacional o incluso un matrimonio, sin lealtad. No se puede socializar generaciones sucesivas sin un respeto por la autoridad. No se puede defender los valores no negociables de la dignidad humana sin un sentido de lo sagrado. Es por eso que la ética profética de la justicia y compasión debía ser suplementada por la ética sacerdotal de la santidad.
- Jonathan Haidt, The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and Religion, New York: Pantheon Books, 2012.
- On Liberty and Other Writings, ed. Stefan Collini, New York: Cambridge University Press, 1989, p. 13.
- A Theory of Justice, Cambridge, MA: Belknap Press, 2005, p. 60.
- “Religion and Intragroup Cooperation: Preliminary Results of a Comparative Analysis of Utopian Communities,” Cross Cultural Research 34, no. 1 (2003), pp. 11–39.
- Jonathan Haidt, The Righteous Mind, p. 89.
Traductores
Carlos Betesh
Editores
Abraham Maravankin