Hay una fascinante serie de mandamientos en el gran “código sagrado”, con el que empieza nuestra parashá, que da a entender la naturaleza no sólo del liderazgo dentro del judaísmo sino también del fenómeno de seguimiento. Aquí transcribo el mandamiento en su contexto:

No odies a tu hermano en tu corazón. Debes amonestar a tu prójimo [o razonar con él], y no cargar con el pecado por causa de él. No tomes venganza ni guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Debes amar a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Di-s.1

Hay dos maneras por completo diferentes de entender las palabras en itálicas. El Rambam las concibe a ambas como coercitivas.2 Najmánides las incluye en su comentario de la Torá.3

Lo primero que hay que hacer es leer el mandamiento en términos de relaciones interpersonales. Alguien, según tú lo crees, te ha hecho daño. En ese caso, dice la Torá, no debes quedarte en un estado de resentimiento silencioso. No le abras paso al odio, no soportes el rencor y no te vengues. En cambio, repruébalo, razona con él, dile lo que crees que ha hecho y cómo crees que te ha lastimado. Es probable que él se disculpe y busque la manera de enmendarlo. Aunque no lo haga, al menos le habrás dado a conocer tus sentimientos. Eso es catártico en sí mismo. Te ayudará a evitar hacer crecer la injusticia.

La segunda interpretación, sin embargo, entiende el mandamiento en términos impersonales. No tiene nada que ver con que te hayan dañado. Se refiere a alguien que tú ves haciendo una mala acción, cometiendo un crimen o un pecado. Puedes no ser tú la víctima. Puedes ser un simple observador. El mandamiento nos ordena no quedarnos satisfechos luego de criticar su comportamiento (a esto se refiere con “odiar a tu hermano en tu corazón”). Tienes que involucrarte. Debes protestar, señalarle, de la forma más amable y constructiva que te sea posible, que lo que está haciendo va en contra de la ley, ya sea civil o moral. Si te quedas quieto y no dices nada, te conviertes en cómplice (a esto se refiere con “cargar con el pecado por causa de él”) porque lo viste hacer mal y no hiciste nada para protestar.

Esta segunda interpretación es posible sólo gracias al principio fundamental del judaísmo que dicta kol Israel arevin ze ba-zeh: “Todos los judíos son garantes (es decir, responsables) los unos de los otros”. Por otro lado, el Talmud hace una observación fascinante sobre el alcance del mandamiento:

Uno de los rabinos dijo a Raba: “(La Torá dice) hokeaj tokiaj, lo que significa ‘debes repetidamente reprobar a tu vecino’ (porque el verbo está duplicado, lo que implica más de una vez). ¿Puede esto significar que hokeajes “repruébalo una vez” y tokiaj, “una segunda vez”? De haber habido un solo verbo, hubiera entendido que la ley aplica a un maestro que reprueba a su discípulo. ¿Cómo sabemos que aplica incluso a un discípulo que reprueba a su maestro? Por la frase “hokeaj tokiaj”, que implica “bajo toda circunstancia”.4

Esto es muy importante, porque establece un principio de seguimiento crítico. Hasta ahora, en estos ensayos hemos estado observando el rol del líder en el judaísmo. Pero, ¿qué pasa con el que lo sigue? El deber del seguidor es seguir, así como el del discípulo es aprender. Después de todo, el judaísmo ordena respeto casi ilimitado a los maestros. “Que tu reverencia hacia tu maestro sea tan grande como tu reverencia hacia el cielo”, dicen los sabios. A pesar de esto, el Talmud entiende que la Torá nos ordena reprender incluso a nuestro maestro o a nuestro líder si lo vemos haciendo algo que está mal.

Supongamos que un líder te ordena hacer algo que sabes que está prohibido para la ley judía. ¿Debes obedecerlo? La respuesta es un “no” rotundo. El Talmud lo expresa en forma de pregunta retórica: “Al enfrentarte a la decisión de obedecer al amo (Di-s) o al discípulo (un líder humano), ¿a quién debes obedecer?”.5

Luego está la gran idea judía de cuestionar de manera activa y “argumentar por el bien del cielo”. Los padres están obligados, y los maestros invitados, a hacer que los niños pregunten. La enseñanza judía tradicional está diseñada para que tanto el maestro como el discípulo entiendan que hay más de una visión posible de toda cuestión de la ley judía y múltiples interpretaciones (el número tradicional es setenta) de los versos bíblicos. El judaísmo es único porque prácticamente todos sus textos canónicos (el Midrash, la Mishná y la Gemará) son antologías de argumentos (un rabino dice esto, un rabino dice aquello) o están rodeados de múltiples comentarios, cada uno con su propia perspectiva.

El mismo acto de aprendizaje para el judaísmo rabínico se concibe como un debate activo, una forma de combate de gladiadores de la mente: “Incluso un maestro y su discípulo, incluso un padre y su hijo, cuando se sientan a estudiar la Torá juntos se convierten en enemigos el uno del otro. Pero no se mueven de donde están hasta no quererse el uno al otro”.6 De ahí el dicho del Talmud: “Mucho he aprendido de mi maestro, más de mis colegas, pero aún más de mis alumnos”.7 Por lo tanto, además de la reverencia que debemos a nuestros maestros, les debemos también nuestros mayores esfuerzos de cuestionar y desafiar sus ideas. Esto es esencial para la idea rabínica del aprendizaje cómo una búsqueda colaborativa de la verdad.

La idea de pensar el seguimiento de manera crítica dio lugar en el judaísmo a los primeros críticos sociales del mundo, los profetas, enviados por Di-s a revelar la verdad al poder y a medir incluso a los reyes con la vara de la justicia y de la buena conducta. Esto es lo que Shmuel le dijo a Shaúl, Eliahu a Ajab y Ieshaiau a Jizquiahu. Nadie actuó de forma más efectiva que el profeta Natán cuando, con grandes habilidades, logró que el rey David comprendiera la inmensidad de su pecado cuando dormía con la mujer de otro hombre. David reconoció su error de forma inmediata y dijo jatatí: “He pecado”.8

Por más excepcionales que hayan sido los profetas de Israel, incluso sus logros toman el segundo lugar ante uno de los fenómenos más destacados en la historia de la religión, el que incluso el mismo Di-s elige como sus discípulos más amados a aquellas personas que están dispuestas a desafiar al propio cielo. Abraham dice: “¿Debe el juez de toda la tierra no impartir la justicia?”. Moshé dice: “¿Por qué le has hecho mal a este pueblo?”. Irmiahu y Habakuk desafían a Di-s por las aparentes injusticias de la historia. Iob, quien discute con Di-s, termina siendo defendido por Di-s, mientras que sobre quienes lo sostienen y consuelan, que defienden a Di-s, Di-s considera que han actuado mal. En resumen, el mismo Di-s prefiere a los seguidores activos y críticos antes que a quienes obedecen en silencio.

De aquí proviene la inusual conclusión de que en el judaísmo el seguimiento es tan activo y demandante como el liderazgo. Podemos expresarlo con más fuerza: los líderes y los seguidores no se sientan en lados opuestos de la mesa. Están del mismo lado, del lado de la justicia y de la compasión y del bien común. Nadie está más allá de la crítica, y nadie es demasiado inexperimentado para efectuarla, si lo hace con el debido honor y humildad. Un discípulo puede criticar a su maestro; un niño puede desafiar a su padre; un profeta puede desafiar a un rey; y todos nosotros, sólo por cargar con el nombre de Israel, estamos convocados a luchar junto a Di-s y al resto de los humanos en nombre de lo correcto y de lo bueno.

El seguimiento sin crítica y los hábitos de obediencia silenciosa dieron lugar a corrupciones en el poder, o a veces incluso a catástrofes evitables. Por ejemplo, una serie de accidentes fatales tuvo lugar entre 1970 y 1999 en aviones que eran propiedad de Korean Air. Uno en particular, el del vuelo 8509 de Korean Air, en diciembre de 1999, generó una crítica que sugería que la cultura coreana, con su tendencia al liderazgo autocrático y al seguimiento deferente, podría considerarse responsable por el hecho de que el primer oficial no le hubiera avisado al piloto que estaba fuera de camino.

John F. Kennedy reunió a uno de los más talentosos grupos de consejeros que han existido para servir a un presidente norteamericano, y aun así cometió uno de los errores más estúpidos en la invasión a Cuba en 1961. Más tarde, uno de los miembros del grupo, Arthur Schlesinger Jr., atribuiría el error al hecho de que la atmósfera dentro del grupo era tan agradable que nadie había querido alterarla señalando lo tonto de la propuesta.9

El pensamiento colectivo y el conformismo son peligros eternos dentro de cualquier grupo unido, como ha mostrado una serie de experimentos llevados a cabo por Solomon Asch, Stanley Milgram, Philip Zimbardo y otros. Es por esto que, en la frase de Cass Sunstein, “las sociedades necesitan disentimiento”. Mi ejemplo preferido es el que da James Surowiecki en Sabiduría de los grupos. Cuenta la historia de un naturalista norteamericano, William Beebe, que encuentra una vista singular en la selva de Guyana. Un grupo de hormigas guerreras se movía formando un gran círculo. Las hormigas siguieron formando el mismo círculo durante dos días, hasta que la mayoría de ellas cayó muerta. La explicación es que cuando un grupo de hormigas guerreras se separa de su colonia, obedece una simple regla: seguir a la hormiga que se tiene enfrente.10

El argumento de Surowiecki es que necesitamos voces disidentes, personas que desafíen la sabiduría convencional, resistan al consenso que esté de moda e interrumpan la paz intelectual. “Seguir a la persona que se tiene enfrente” es tan peligroso para los humanos como lo es para las hormigas guerreras. Separarse del grupo y estar dispuesto a cuestionar la dirección del líder son las tareas del seguidor crítico. Los grandes liderazgos se dan cuando los seguidores son fuertes y piensan por sí solos. Por eso, cuando se trata de críticas constructivas, un discípulo puede desafiar a su maestro y un profeta puede regañar a un rey.