¿Dónde habita y cuándo florece? ¿En qué se diferencia del mero optimismo? ¿Por qué nos interpela y nos lleva a navegar, incluso, en medio de la tormenta? En esta columna de Sergio Sinay, retrato de ese espíritu que nos mueve cada día.
No hay esperanza sin miedo ni miedo sin esperanza. Esto pensaba el filósofo judío holandés Baruch Spinoza (1632-1677), hombre de vida breve y difícil, a quien se respeta como uno de los tres grandes pensadores racionalistas de todos los tiempos (los otros dos son Descartes y Leibniz). La razón y no los sentidos, siempre falibles, es la que puede darnos verdadero conocimiento de la realidad, sostenía Spinoza, quien definía a Dios como una sustancia esparcida en todo lo existente, identificándolo con la Naturaleza.
Estas ideas le valieron en su tiempo la dura enemistad, a veces con visos de persecución, de las autoridades religiosas y de los teólogos. Hoy, reivindicado por la profundidad y la solidez de sus pensamientos, y la coherencia de su vida, Spinoza es un filósofo intelectualmente vivo que influye fuertemente en pensadores de la actualidad. E incluso inspiró una conmovedora y apasionante novela del psicoterapeuta existencial y escritor Irvin Yalom (autor de El día que Nietzsche lloró y de Un año con Schopenhauer), titulada El enigma Spinoza.
Su afirmación de que esperanza y miedo son inseparables merece ser atendida en estos tiempos de incertidumbre y, a menudo, de pesimismo.
Como señala el filósofo francés contemporáneo André Comte-Sponville, Spinoza muestra que quien espera teme ser decepcionado, mientras que quien teme espera ser tranquilizado. Y en ese territorio ambiguo florece y habita la esperanza. A diferencia del optimismo, ella no da nada por sentado, no augura un porvenir venturoso. Dos pensadores británicos que se han ocupado de esta cuestión (Roger Scruton en Los usos del pesimismo y Terry Eagleton en Esperanza sin optimismo) ven en el optimismo puerilidad y banalidad.
El optimista, dicen, confía por una simple cuestión de fe en que todo va a estar bien y que no puede ser de otra manera. De modo que nada hay que hacer, solo aguardar. Hay en él cierta ceguera hacia la realidad y un ejercicio del pensamiento mágico infantil. Y, en el fondo, un dejo de irresponsabilidad respecto de la situación y de sus efectos.
“A diferencia del optimismo, la esperanza empieza por el reconocimiento a menudo doloroso de que algo o todo está mal, de que la oscuridad prevalece sobre la luz, de que el dolor se está imponiendo a la alegría y el desasosiego a las certezas. Es desde allí que el esperanzado piensa y siente que es necesario hacer algo, que nada mejorará por sí solo”.
A diferencia del optimismo, la esperanza empieza por el reconocimiento a menudo doloroso de que algo o todo está mal, de que la oscuridad prevalece sobre la luz, de que el dolor se está imponiendo a la alegría y el desasosiego a las certezas. Es desde allí que el esperanzado piensa y siente que es necesario hacer algo, que nada mejorará por sí solo. En la esperanza, dice Eagleton, hay una trama que liga al presente con el futuro. Pero esa trama debe ser escrita: el final de la historia no se producirá por arte de magia, ni hay garantía de un final feliz. Y solo puede escribir esa historia, con actitudes, con elecciones, con decisiones, no con meras palabras, quien exhibe esperanza.
Se puede esperar lo improbable, advierte este pensador, pero no lo imposible.
Lo improbable puede ocurrir, pero no tenemos manera de demostrarlo. Lo imposible es ajeno a toda experiencia y a toda prueba. La imposibilidad anula a la esperanza, le cierra los caminos. Sin embargo, no anula el deseo de cambio y transformación. El deseo, recuerda Eagleton, nos vincula al futuro. Nadie desea lo que no tiene, por lo tanto desear es proyectar algo que hoy no es. Ese proyecto, esa situación que se planea tiene un requisito: solo esperan los que pueden nombrar aquello que esperan. Es por esto por lo que la esperanza nos exige conectarnos con nuestras necesidades y nuestros propósitos, nos pide que los definamos y los nombremos, no admite que nos quedemos en la simple creencia de que todo estará bien. La esperanza nos pregunta qué haremos para lograr eso a lo que aspiramos o necesitamos. Nos pregunta cómo lo haremos, a qué estamos dispuestos y de qué herramientas disponemos.
Aunque proviene de esperar, esperanza no significa quietud ni pasividad. Mucho menos descansar en la intervención externa o en la providencia. La esperanza pide razones. Y aun cuando las tenga y las pueda fundamentar, aun cuando pueda poner en claro y con argumentos su propósito, el esperanzado sabe algo fundamental. Sabe que aquello por lo cual trabajará, luchará y se sacrificará puede no ser conseguido. Porque, finalmente, el sentido de la esperanza está en la actitud, en la intención, en el propósito y no en la meta.
La esperanza de cada día
Aunque no se refería específicamente a la esperanza, vienen al caso unas palabras de Emanuel Mounier (1905-1950), filósofo que impulsó la corriente de pensamiento cristiano conocida como personalismo, porque pone su centro en la persona y su devenir en el mundo. Llevado a la cárcel durante la ocupación nazi de Francia, Mounier escribe en su ensayo El personalismo: “Si bien la persona se sostiene persiguiendo valores situados en el infinito, está sin duda llamada a lo extraordinario en el corazón mismo de la vida cotidiana”.
Es allí, precisamente, donde opera la esperanza.
En la vida de todos los días, en nuestros actos y elecciones de cada momento. La esperanza no es sol en el cielo despejado, como suele ser el optimismo, sino la luz de un faro en la oscura noche tormentosa. La elección de navegar aun en esa noche, con todos los riesgos y con pocas certidumbres, es un acto de responsabilidad. En esa oscuridad, dice Mounier, es donde, paradójicamente, a menudo nos encontramos a nosotros mismos. Elegir es adentrarse en la incertidumbre. Y no basta con navegar, apunta el filósofo, sino que hay que navegar hacia una meta. Es lo que hace quien ejerce la esperanza, aunque la meta no se alcance.
“Solo esperan los que pueden nombrar aquello que esperan. Es por esto por lo que la esperanza nos exige conectarnos con nuestras necesidades y nuestros propósitos, nos pide que los definamos y los nombremos, no admite que nos quedemos en la simple creencia de que todo estará bien. La esperanza nos pregunta qué haremos para lograr eso a lo que aspiramos o necesitamos. Nos pregunta cómo lo haremos, a qué estamos dispuestos y de qué herramientas disponemos”.
En el otro extremo de la esperanza se encuentran el fatalismo, el determinismo y uno de sus frutos, el conformismo. Pueden ser tan fatalistas o deterministas quienes aseguran que las cosas “son así”, que no hay manera de cambiarlas, que lo conveniente es “quedarse con lo que hay”, como, aunque no lo parezca, quienes, sentándose confortablemente en el optimismo, aseguran que lo mejor esta por venir, sin otro argumento que, valga la redundancia, el propio optimismo.
Desde la óptica de Mounier se puede decir que la esperanza impulsa al compromiso, a actuar, a salir de la simple espera y, mucho más, de la desesperación. No hay compromiso que no conlleve un riesgo y, al decir de Mounier, tampoco hay compromiso, ni verdadera esperanza, podríamos agregar, sin coraje moral. Martín Luther King, el líder de la lucha por los derechos civiles de la población negra en Estados Unidos, asesinado por un fanático racista en 1968, a los 39 años, dijo que “si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”. Acaso no haya una mejor definición de la esperanza. Es oportuno recordarla y afirmarla en tiempos de optimismos infantiles que llevan a callejones sin salida, o de desalientos que inmovilizan y cierran puertas hacia el porvenir.
SERGIO SINAY