SAMUEL JINICH
Cuando yo tenía 12 años, mi abuelo, a quien el campo no lo daba los suficiente para vivir en forma decorosa venía a trabajar a la estación del ferrocarril para engrosar el sustento de su familia. Era «especialista en acomodar los fardos en los vagones ferroviarios abiertos (chatas). Estas cargas de alfalfa, eran quizás el producto que más ingresos le proporcionaba a la colonia en ese tiempo, debido a que era utilizado en alimentar caballos para el ejército, matéos y transportes. Era un producto mayormente para exportación. El venía desde su casa distante cinco kilómetros del pueblo en un sulky tirado por una vieja yegua a quien llamábamos “di rabinque”, (la rocilla), porque así era su color. Cuando llegaba por las mañanas, ataba su caballo en el palenque de mi casa, dónde se quedaba esperando hasta que él se desocupaba. Mi papá le daba pasto seco y agua durante su espera. Era una yegua muy mansa, todos la queríamos, mi madre la adoraba, ya que era a quien ella montaba, siendo niña, para ir al colegio distante 2 kilómetros de su casa. Probablemente ya tendría unos 30 años, edad muy respetable para un equino, y aunque todavía hacía pequeños trabajos la tratábamos muy afectuosamente debido a su trayectoria. Era un animal con cara de buena.
A principio del siglo XX, la Jewish (JCA) recomendó muy especialmente a desarrolar el cultivo del alfalfa, equivalía al petróleo en la actualidad, con el tiempo, éste casi eliminó del mercado el forraje producido en las colonias, que servia como alimento de casi toda la tracción a sangre de esa época.