Se rompió el mecanismo del mundo.

Se rompió el mecanismo del mundo. Se detuvo su andar. No fue por falta de petróleo ni por energía nuclear. Fue y es a causa de un virus que mide entre 50 y 200 nanómetros, equivalente a una mil millonésima parte de un metro o a la millonésima parte de un milímetro.

No lo detuvo la explosión de una bomba atómica, ni un tsunami de los cinco océanos con su furia, ni un terremoto del planeta Tierra, ni una invasión extraterrestre para conquistarnos, ni la invasión de animales depredadores, ni un ataque terrorista universal, ni nada conocido hasta ahora.

Se detuvo la inercia del movimiento humano. La supervivencia encerró a la gente en sus casas. En sus espacios tienen que reinventar el accionar diario. Los pasantes cotidianos se transformaron en socios de sus ambientes y diseñaron sus inquietudes y trabajos desde sus computadoras y celulares. Lo cotidiano se convirtió en ciencia ficción. Desde una pantalla se trabaja en el hogar, se disfruta de espectáculos, se comunican los amigos y familiares, se aprenden idiomas, se hacen consultas psicológicas, se toman clases de estudio, gimnasia, cocina, baile y de consejos para mantener la calma hasta que vuelva la cotidianeidad. Y las experiencias que se van adquiriendo con el ritmo día a día nos muestra otra cara del consumo y de conductas hasta ayer fongoneadas por llegar a horario a cumplir con el trabajo y obligaciones en general. Nadie corre, nadie se levanta a la madrugada, nadie viaja durmiendo en los transportes, nadie se viste para estar elegante y nadie deja de ver películas sin tener que ir al cine.

Enclaustrados los terráqueos inquilinos no usan el reloj porque el tiempo tiene otro engranaje para marcar las horas, los minutos y los segundos sumando los días y las semanas de cuarentenas. A lo que pasa se lo mira desde la ventana y el balcón, ese espacio que antes se usaba para secar ropa, exhibición de plantas, estacionamiento de bicicletas y triciclos siendo ahora es el mirador de la naturaleza y de conexión con vecinos. Es el faro desde donde la calle desierta observa animales que huyeron del hombre y la vuelven a recuperar. Es desde donde al haber menos polución el cielo es más azul y los pájaros vuelan más cerca que antaño. Los condenados al encierro tiene más noción de la belleza del silencio y de los ruidos si son o más estridentes porque delatan que alguien está más cerca y al que se ignoraba.

Las relaciones familiares o conyugales acentuaron las afinidades y las rivalidades. El deseo único es cuidarse, cuidarlos y cada uno incorpora mejor a sus miembros para redescubrirlos.

Pero a pesar de que somos animales de costumbre y sabemos que somos parte de todo lo posible, ser observadores de la realidad no es lo mismo que ser espectadores. Porque ser protagonistas de alguna situación crítica deja un resabio de experiencia, prejuicio, opinión, cambio de actitud, viraje de forma de pensar y demás, pero no así esta pandemia sin pasado.

Con un presente funesto y un futuro incierto de juego entre la vida y la muerte el corona virus nos deja indefensos hasta que la ciencia descubra su antídoto. Mientras tanto somos pequeños, insignificantes, vulnerables y candidatos a la lotería de quién lo contraerá y quién no.

De aquí en más después de haber estudiado o vivido sistemas políticos con humor y dolor se puede decir que esta pandemia es comunista ya que ataca a todos por igual, pero también se ha ensañado con el momento más histórico de la prolongación de vida de la gente mayor que disfrutaba de ser longevos. ¿Será crimen y castigo del siglo XXI?

Pena y esperanza son los dos extremos que tocan vivir.

Un desafío entre la cordura y la alienación.

El que se salva podrá contarlo y será entonces cuando el coronavirus pueda ser dominado por la ciencia y tendrá pasado y se podrá hablar de él como alguien que nos dejó un mensaje preventivo. Hoy es todo lo contrario.

Martha Wolff. Periodista-Escritora

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *