Hay algo que golpea al espectador ya en los primeros minutos de La conspiración del silencio de Giulio Ricciarelli: la constatación de que en 1958 los alemanes menores de 30 años aún no sabían qué había sido Auschwitz. En aquel clima de reconstrucción eufórica sobre las carnicerías de la guerra y con la oportuna contención colectiva fruto de una Alemania dividida en dos (por una parte, los americanos; por otra, los soviéticos) y en el año en que el fiscal general Fritz Bauer abrió un largo procedimiento judicial que acabó con los procesos de Auschwitz en 1963 es donde y cuando ha querido ambientar su película el director nacido en Milán y alemán de adopción.