Nuestra historia comienza cuando yo tenía mi programa en Radio Jai y un día recibí a través de la línea de oyentes, una invitación a una exposición de cuadros. La oyente me invitaba porque yo había sido durante muchos años su compañía mientras ella pintaba. Me sentí conmovida ante sus palabras. Fui a la muestra que era de la pintora Jacqueline Tagger Alter, mi oyente en la famosa calle Caminito, en un primer piso.
Desde las ventanas de la galería, se veían los conventillos multicolores, como si hubiéramos estado en una postal y desde adentro, mirando los cuadros de mi invitada, parecían una mezcla de galería de arte y templo judío. En todas las obras, mientras iba recorriendo el espacio, veía partes de judaicas, que solamente se ven en los muebles u objetos ceremoniales. Extrañada ante esos agregados le pregunté dónde los había obtenido. Fue cuando me contó que a unas cuadras de allí se había cerrado una sinagoga porque el dueño de la propiedad quería el terreno para que su hijo construyera un edificio.
Para liquidar lo que había en su interior había unos empleados que atendían y ponían precio a los objetos. Esa había sido la Sinagoga Zincow de la calle Rocha al 1467. Fue cuando quise conocer ese lugar, por mi intolerancia histórica a la malversación del patrimonio judío, por el antisemitismo padecido en tantos lugares del mundo.
Fui en su búsqueda y la encontré. Al entrar sentí una gran emoción de pensar en los inmigrantes que allí rezaron, de la importancia de ese edificio, de la falta de interés de la AMIA por rescatarlo. Ver libros tirados, talitim, dispersos por el suelo, una habimá, y dos grandes palos tallados con maderas con aplicaciones de guitarras y dibujos, más un vidrio adosado escrito en hebreo con una Estrella de David, todo en condiciones me dieron pena. A uno de los hombres que atendían para vender las cosas le pregunté sobre la otra parte que correspondía a lo que parecía el frente de un mueble. Me llevó a la cocina, y me mostró un aparador. Ahí me di cuenta que era la parte inferior de lo que había sido un Arón Hakodesh y sobre el cual ellos comían. Pensé que eso era un sacrilegio. Antes de decidir qué hacer, inquieta, subí a la parte destinada a las mujeres, esquivé restos, libros y más mantos de rezos, tirados y sucios, papeles, revistas y un olor a humedad, que penetraba el alma. Al mirar hacia abajo imaginé ese espacio de oración degradado por la desidia, y pensé que ahí hubo gente que tenía sus valores, y otras, que tenía precio.
Sin dudar bajé, le pregunté cuánto pedía por el mueble, acordé retirarlo al día siguiente, y me fui. Llamé a mi amiga Silvia Gringras, escritora, amante de las antigüedades, y tan identificada con su judaísmo como yo decidimos rescatarlo. Fue para nosotras hacer una mitzvá, una acción moral, que nos costó dinero.
Y ese Arón Hakodesh con el tiempo renació porque nos propusimos devolverle el honor que se merecía en nombre de tantas profanaciones sufridas por el pueblo judío, por tantas sinagogas destruidas, por tantos libros quemados, por tanta gente masacrada.
Durante días y días Silvia y yo lo rearmamos y al rehacerlo descubrimos que lo habían pintado sobre una madera noble, tapando su verdadera veta. Sumado a eso, grotescas aplicaciones. Luego, comenzó la odisea de encontrar un experto en restauración, para descubrir el verdadero origen de sus materiales constitutivos. Y vino la etapa del peritaje, del valor del mueble, y de quién sería el artesano que emprendería esa odisea.
Fue un ir y venir de especialistas, hasta ubicar la fecha de su creación, que dio como dato, entre los años 1850-1860, de origen alemán y de una belleza de taracea, en la parte inferior, casi palaciega. Sin dudar, mi amiga y yo, después de dos años de investigación, y de idas y venidas, el mueble partió a San Telmo para ser restaurado. Durante tres años fueron rehechas algunas partes deterioradas, pero se había respetado lo que había quedado de su estilo.
Nuestras visitas al taller del restaurador Alvaro Scortezco, eran asiduas, para ir viendo cómo se iba salvando esa pieza abandonada. El día que se terminó, fue como cuando se implanta un embrión que prendió, y el hijo deseado ve la luz. Había renacido un hijo pródigo de 3 metros de altura por 1,80 metros de ancho y 0,60 centímetros de profundidad, con sus respiraderos laterales para airear la Torá o de Torot que podrían llegar a albergar.
El Arón Hakodesh fue visto por muchos interesados y fue ofrecido al “Museo Judío de Nueva York”, al de “Moscú” y al de “Berlín”, pero fue inviable al no haber conseguido los papeles que certifiquen su autenticidad, porque con el atentado de AMIA, se había perdido información. Sin decaer en nuestro objetivo nos fuimos a caminar por La Boca, haciendo averiguaciones, para recoger testimonios de quienes la frecuentaban. Encontramos gente que nos dio sus recuerdos y memorias sobre esa sinagoga. Además, por la ley de traslado de piezas históricas, no fue posible concretar la venta. Hasta hoy ese Arón Hakodesh está en su depósito en resguardo hasta que encuentre el lugar de luz y de fe que se merece y no en la sombra de una baulera, mientras seguimos siendo sus custodias. Somos dos mujeres judías que orgullosas salvamos del abandono y la desidia un mueble que tal vez por las vueltas del destino vuelva a su lugar de origen con esta restauración.
Autor: Martha Wolff. Periodista- Escritora