(De «Los Gauchos Judíos» por Alberto Gerchunoff)
Era en los primeros tiempos de la colonia. Los judíos de Entre Ríos conocían poco del lugar, y sus ideas sobre las costumbres del país eran en extremo confusas. Admiraban al gaucho y lo temían, envolviendo su vida en una vaga leyenda de heroísmo y de barbarie. Lo creían peligroso e irascible.
Las fábulas de sangre y de bravura, interpretadas mal por los nuevos campesinos, contribuyeron a fomentar el concepto que tenían sobre el paisano. Resultaba para el judío de Polonia o de Besarabia, el bandido romántico, feroz y caballeresco, como un héroe de Schummer, cuyas aventuras leían las muchachas obreras, al regresar del taller, en Odessa, o al terminar las tareas en la colonia…
Así, en la sinagoga, que funcionaba en tal o cual rancho de Rajil, jóvenes y viejos discutían cosas relacionadas con la Argentina. El entusiasmo de vida libre, soñada en los días amargos de Rusia, aún no se había amenguado. Un amor fervoroso al suelo todavía desconocido rebosaba en todas las almas.
Por los alrededores de Rajil, los arados abrían alegremente la tierra y la esperanza unánime no desfallecía en los corazones sencillos de los chacareros. Los sábados, hasta el mediodía y al atardecer, recordaban frente a la puerta de la sinagoga y no lejos del corral, las penurias antiguas, los episodios del éxodo, como si la emigración del imperio moscovita fuera la bíblica huida historiada en las noches de Pascua.
Conversaban, discutían. José Haler, que había hecho en Rusia el servicio militar, sostenía que la Argentina no tenía ejército.Rabí Isaac Herman, anciano todo encorvado, tembloroso y enfermo, que enseñaba a rezar a los chicos de la vecindad, se opuso con energía a las opiniones de José.- Tú nada sabes: eres un soldadote-le dijo- ¿Como quieres que la Argentina no tenga ejército?- Cualquiera lo comprende, rabi Isaac. Aquí el Zar es un presidente y no necesita soldados para defenderse.- ¿Y los que vemos en la Estación Domínguez?La pregunta del anciano turbó a José y no supo explicar de un modo satisfactorio la presencia en Domínguez del sargento, cuyo sable, de vaina herrumbrada, constituía el espanto de los niños.
Una tarde, un vecino llegado de Villaguay, trajo la noticia de fiestas próximas. Describió arcos y banderas en la calle de la municipalidad. La noticia se comentó y otro vecino propuso investigar el motivo de la fiesta. No sabían los colonos una palabra de español.
Los mozos copiaron pronto las costumbres gauchescas pero no lograban explicarse con los criollos más allá de las necesidades ordinarias. Resolvieron, sin embargo, interrogar al boyero, don Gabino, compañero de Crispín Velázquez y veterano del Paraguay. Don Gabino opinó que debía tratarse de una yerra o bien de elecciones. La versión pareció lógica al principio, mas se rechazó después. Por fin, el comisario de la colonia, Benito Palas, fue quien ilustró a los judíos sobre el objeto de los preparativos y en una forma elocuente y rudimentaria explicó al matarife lo que significaba el 25 de Mayo.
El hecho preocupo a los habitantes de Rajil, y en las tertulias nocturnas y en los descansos de las faenas, en las amelgas, los vecinos se reunían conversando sobre la fecha. Cada uno explicaba a su modo la importancia del suceso y, por último, nació la idea de celebrar el aniversario.
La iniciativa se debía a Israel Kelner, que había ido a Jerusalem para organizar la emigración patrocinada por el barón Rothschild. Hebraísta estimado públicamente por el matarife de Rajil y de Karmel, gozaba de prestigio y pronunciaba discursos en las modestas solemnidades de la colonia.Hizo un viaje a Las Moscas y don Estanislao Benítez le informó minuciosamente sobre el asunto.
La Conmemoración del 25 de Mayo quedó decidida y se designó al alcalde y al matarife para organizar la fiesta. Jacobo, su peoncito, el más acriollado de todos los muchachos, vistió sus mejores bombachas, y sobre su gallardo petiso avisó de casa en casa la celebración de una asamblea en la sinagoga. En ella se discutieron los detalles del acto.
Se resolvió, desde luego, no trabajar el día patrio, embanderar los portones de las casas y reunirse en el potrero común donde rabí Israel Kelner pronunciaría una arenga. Fueron invitados, además, a la conmemoración, el comisario y el administrador de las colonias, Herr Bergmann, alemán áspero y nada expansivo a quien poco conmovía el acontecimiento de Mayo.
Surgió una grave dificultad. Se ignoraba el color de la bandera argentina, y este detalle fue advertido muy tarde. A pesar de ello, los preparativos continuaron y el día grande llegó.Rajil amaneció empavesada como un barco: llenos de colores los portones, todos los colores, y también los colores argentinos, sin que el vecindario lo supiera. Un sol blando iluminaba la campiña, bañaba los arbustos amarillentos y las blancas paredes de las chozas. El comisario mandó su pequeña banda, y en la colonia estalló la música del Himno. La música hinchó de júbilo los corazones y la fiesta de la patria, confusamente comprendida, puso alegría en el espíritu de la gente.
Reuniéronse en la sinagoga hombres y mujeres. Las túnicas jerosolimitanas lucieron al sol su blancura, y el rabino bendijo la República en la solemne oración de Mischa-beraj.
Después de la lectura del Libro sagrado, el alcalde predicó. Era el menos instruído, pero sabía interesar a los que lo oían. Gesticulaba a la manera de los predicadores sinagogales y mesaba su barba castaña.- Me acuerdo – dijo – que en la ciudad de Kischenef, después de la matanza de judíos, la sinagoga fue cerrada porque no quisimos bendecir al zar. Aquí nadie nos obliga a hacerlo, por eso bendecimos la República y bendecimos al Presidente.No se sabía quien era el Presidente, pero eso importaba poco.
En seguida, la población se congregó en el potrero y las flores silvestres de la estación brillaban en la improvisada glorieta junto a la cual la banda repetía sin cesar los acordes del Himno. Los mozos lucían sus caballos y los peones del tajamar, reunidos, miraban en silencio y participaban del festín de golosinas y de pasteles. La damajuana de vino esperaba la llegada del comisario.
Al atardecer, don Benito Palas asomó con su escolta y una bandera desplegada. El acto memorable comenzó. El comisario bebió su copa de vino y rabí Israel Kelner ocupó la tribuna. En jerga vulgar saludó en nombre de la colonia al país, «donde no hay matanzas de judíos», y se refirió la parábola de los dos pájaros que los vecinos le habían oído en diversas oportunidades.
La parábola, extraída de las tradiciones judías de España, simbolizaba para el orador la libertad de los pueblos.- Había un pájaro prisionero en una jaula de hierro. Creía que todos los pájaros viven así hasta cierto día en que vio otro pájaro revolotear en el espacio y posarse sobre los tejados y los árboles. Entonces el canto del prisionero se volvió triste. Tanto meditó en su esclavitud, hasta que concibió el pensamiento de roer las rejas con el pico.
Jacobo explicó a don Benito Palas,el sentido del discurso. Y por toda contestación, el comisario recitó las estrofas del Himno. No lo comprendían los israelitas, pero al llegar a la palabra libertad, el recuerdo de su antigua esclavitud, de la amargura y las persecuciones seculares sufridas por la raza, revolvió sus corazones y con con el corazón en la boca, todos exclamaron, como en la sinagoga:
-¡AMEN!