Hace muchos años mi bobe Freidl criaba gansos. No sé bien para qué, escuché algo del hígado, de las plumas para las almohadas, y horneados, aunque nunca los probé. La costumbre la aprendió de su mamá Sara Trumper de Rejovitzky, ya que así acostumbraban a hacerlo en su aldea de Amstibove, en Bielorrusia los Trumper, los Rejovitzky y los Kaller, todos partícipes de esta historia.
Yo llegué a verlos por última vez cuando era muy pequeño, habré tenido cuatro años; entonces la casa de mis padres estaba en la misma manzana que el predio de mis abuelos, se accedía a través de una pequeña puertita en diagonal al fondo del terreno, no les tenía mucha confianza cuando iba a visitarla, a veces me ladraban.
Más al fondo la bobe tenía un gallinero, y adelante del gallinero habían cavado un piletón para una charca barrosa donde los gansos se divertían nadando un poco y hundían el gaznate. Además de eso en el patio había solo tierra seca, algunas achiras y una parra cerca de la casa con cuya escasa producción el zeide Adolfo y la bobe solían hacer vino para Peisaj.
Justo enfrente de la casa de los Jeifetz, entre La Mutua y Jaime Reitich, había un largo terreno que cruzaba hasta la calle siguiente que pertenecía a don Joñe Rejovitzky, que éste utilizaba para largar el caballo cuando volvía del campo. Había un molino con un bebedero en ese terreno, que recuerdo perfectamente, y en la parte sur el tío Joñe había construído un hermoso chalet al lado de su antigua casa, donde había un enorme portón de chapa que debe existir hasta hoy con las iniciales JR.
Durante el tiempo en que transcurre este cuento, la parte norte del terreno estaba en vistas de ser comprada por mi padre para construir su casa nueva.
Una mañana del mes de marzo, posiblemente 1948, dos años habré tenido yo, mi bobe Freidl se levantó y fue como todas las mañanas a dar de comer a las gallinas y a recoger los huevos. Y, oh desgracia!- oi veis mir! – qué pecado he cometido? se encontró con todos sus gansos muertos, amontonados unos sobre otros cerca de su charca. No había escuchado durante la noche graznidos de dolor, de enfermedad, simplemente muertos.
Desesperada con lágrimas en los ojos corrió – en chancletas, siempre andaba en chancletas – a lo largo del baldío gritando ¡Beile! ¡Beile! para pedir ayuda a su cuñada. Rápidamente ambas se pusieron a trabajar fervientemente con dos fuentones a su lado, y fueron pelando los gansos uno a uno para al menos recuperar las plumas, para que sirvan para almohadas.
Les dejaron las plumas duras, las de las alas y la cola, que ni para rellenar colchones sirven, o sea pelaron todo lo demás: cabeza, cuello, todo el cuerpo, las patas y las alas, separando el duvé de la pluma más gruesa. Después como en un entierro fueron llevando los cadáveres al portoncito de entrada para que el basurero se los lleve, y entraron a tomar unos mates, la bobe a llorar y la tía Beile a consolarla.
En medio del solitario velorio, las dos cuñadas empezaron a escuchar un rumor que se hizo cada vez más fuerte, hasta hacerse ensordecedor. Salieron afuera y no pudieron creer lo que veían. Como una troupe de bailarinas de cabaret trastornadas, desnudas y a los gritos, los gansos enloquecidos de dolor saltaban, volaban, se revolcaban y daban alaridos por el patio de los Jeifetz en una danza macabra, atrayendo a todo el vecindario.
Jaime Rabinovich, el vecino de al lado que tenía una hermosa huerta y estaba sembrando las variedades de invierno, asustado se metió en su casa a pesar de que adentro también tenía de qué asustarse, su Dopke. Ya de grande la conocí a Dopke, y ahora, escribiendo este cuento, he llegado a comprender por qué don Jaime tenía una huerta tan hermosa que era envidia de todo el pueblo. El vecino del otro lado, Ieine Tenenbaum, trabajaba en La Mutua con mi abuelo, de modo que se enteró de oídas ya que en pocos minutos todo el barrio, medio personal de La Mutua y toda la clientela estaban en la vereda y en la calle mirando qué pasaba.
No todos los días ocurría en Moises Ville un espectáculo así. Los habitués del bar, Hirsh Rejovitzky a caballo, el Dr Arkavi y algunos otros jodones más se arrimaron para compartir el regocijo porque donde no hay internet las noticias vuelan más rápido. El gentío se agolpó cortando la calle, subiendo al terreno de Joñe y algunos treparon a los techos de La Mutua para no perderse detalle. Como siempre los que llegaban en sulky y podían arrimarse un poco con pararse arriba del asiento tenían una tertulia de lujo.
Mientras tanto los gansos siguieron con su función dando vueltas a los gritos alrededor de la casa hasta que por fin se calmaron y cayeron rendidos, el público se fue dispersando, y el bullicio siguió en la plaza y en el bar.
Días después se arrimó a casa de mi abuelo Adolfo Jeifetz el veterinario don Bernardo Kaller a quien todos conocían por El Guacho aunque nadie se animaba a decirle así, porque era de pequeña estatura y porque su padre había fallecido cuando él tenía 10 años de edad. Todos nosotros le decíamos con todo respeto Dr. Borís – el nombre de su padre – y vivía en la esquina a media cuadra de la casa donde sucedieron los luctuosos sucesos que se relatan.
Pidió hablar con doña Freidl, que era su prima, ya que su abuela Belke Trumper de Kaller había sido hermana de Sara, la mamá de Freidl. Preguntó por su salud, y después de un respetuoso silencio, preguntó por los gansos. – Ah, se están recuperando bastante bien!, dijo mi abuela. Pidió verlos. Mi abuela lo llevó al patio, donde el Dr. Borís los miró detenidamente, observó y le comentó a mi abuela que ya les estaban apareciendo algunos plumones, que debía darles bien de comer porque se avecinaban tiempos frios y comenzó a mirar los alrededores.
– Freidl, preguntó. ¿Esa parra da uvas?
– Si, dijo mi abuela muy orgullosa. Hace poco hicimos vino para Peisaj!
– ¿Y guardaste los ollejos para fermentar de nuevo?
– No, no nos gusta. Los tiramos por ahí.
– Por ahí dónde?
– Ahí en el patio.
– ¿El día anterior que se murieron los gansos, por casualidad?
Mi abuela se puso blanca y empezó a comprender el quid del asunto porque no era nada tonta. El pequeño veterinario había descubierto el misterioso motivo de la falsa muerte de los gansos de Freidl Jeifetz, que como se imaginarán, en media hora estuvo en conocimiento de todo el mundo.
¡Los gansos de Freidl se pusieron en pedo♪♫! cantaban. Lamentablemente el periódico El Alba por entonces ya no existía, pero está publicado en el diario El Litoral de Santa Fe, según mi tío Cachilo Jeifetz, que es el que me contó la historia muchos años después.
MARIO JEIFETZ