El 23 de junio de 1943, una delegación de la Cruz Roja internacional visitó el Gueto de Theresienstadt. Proclamado por los nazis como ciudad balnearia en la que los judíos mayores eran destinados para descansar en sus últimos años. Mostraron orquestas tocando, plazas de juegos, edificios recién pintados. Pero todo se trataba de una farsa.
El 23 de junio de 1944, un delegado de la Cruz Roja Internacional y dos de la Cruz Roja danesa ingresaron a Theresienstadt. Era una vista oficial, una inspección oficial. Estuvieron algo más de ocho horas. Recorrieron las instalaciones, hablaron con algunos de sus habitantes, presenciaron un partido de fútbol, almorzaron, escucharon una ópera, sacaron muchas fotos. El informe que elaboraron posteriormente fue muy positivo. Quince minuciosas páginas repletas de descripciones entusiastas y elogios. La calificaron como “una ciudad normal”.
Habían visto entre otras cosas: calles asfaltadas, carteles indicadores que guiaban a los distintos lugares de la ciudad, un sector de juegos para niños recientemente acondicionado y hasta una sinagoga. Un lugar que no se parecía en nada a lo que se decía sobre los campos de concentración y los guetos creados por los nazis.
Pero todo se había tratado de un burdo montaje. Una manera de ganar tiempo, de crear una ficción para tapar el horror y evitar la condena internacional.
Desde hacía largo tiempo existía presión sobre el gobierno nazi para que permitiera que alguna misión internacional visitara los campos de concentración. Nunca hubo respuesta. Pero la situación varió cuando en 1943 deportaron a varios miles de judíos daneses a Theresienstadt. A partir de ese momento el gobierno de Dinamarca insistió para conocer el estado del lugar en que eran recluidos sus ciudadanos. Luego de unos meses, el Tercer Reich autorizó la visita de los delegados de la Cruz Roja.
Que Theresienstadt fuera el elegido no debe sorprender. Desde el principio ocupó un lugar particular en el universo concentracionario nazi. Era una mezcla de gueto con campo de concentración. Estaba situado en la región de Bohemia (actual territorio de República Checa), a unos 70 kilómetros de Praga. Había sido fundada en 1784 por el emperador José II y bautizada en honor a su madre Teresa. Era una fortificación inexpugnable (la llamaban La Pequeña Fortaleza). En 1941 se lo utilizó como campo de tránsito para los judíos checos. Unos meses después se transformó en un gueto al que eran derivados judíos ancianos, los Prominents, aquellos que eran respetados y tenían prestigio.
Sus prisioneros fueron en su mayoría de la zona del Gran Reich (Alemania, Austria y Checoslovaquia). Los primeros que arribaron fueron aquellos que eran héroes de la nación hasta hacía poco tiempo antes: los veteranos condecorados, ex combatientes de la Primera Guerra Mundial. Por las leyes raciales del nazismo habían dejado de ser considerados alemanes. Luego fueron destinados ancianos y los prominents, personas de cierta fama y prestigio que no podían ser eliminadas tan fácilmente: empresarios, artistas, intelectuales
Todo partía de un engaño. Se decía que era una ciudad de descanso para los mayores, una especie de localidad veraniega. Tanto es así que muchos se ponían sus mejores ropas para el viaje. La ilusión se desarmaba ya en el tren cuando pasaban casi cuarenta horas sin comer ni beber. Luego, a pesar de los carteles indicadores que prometían algo que nunca verían, eran despojados de todas sus pertenencias de valor y obligados a caminar más de tres kilómetros hasta llegar a Theresienstadt. La ciudad soñada, la población modelo era un gueto.
Theresienstadt también fue el lugar de paso obligado, el centro de distribución de quienes serían asesinados en los campos de exterminio. En medio de la guerra se decidió que Theresienstadt fuera el lugar desde donde eran derivados los deportados que sufrirían la Solución Final.
El promedio de vida estando dentro del gueto era muy superior al del resto de los campos de concentración pero eso no significaba que las condiciones de vida fueran, siquiera, razonables. El hacinamiento era brutal: en habitaciones pensadas para cinco o seis personas, dormían cuarenta. La falta de higiene, absoluta. Se calcula que había un baño para cada 150 personas. La alimentación era, también, muy deficiente. Los detenidos estaban subalimentados y padecían desnutrición.
Los prisioneros morían de inanición, de enfermedades no tratadas que se esparcían con velocidad inusitada por la falta de limpieza, por el hacinamiento. Cuando Maurice Rossel -el delegado de la Cruz Roja-preguntó al oficial que oficiaba de guía por la tasa de muertes, éste decidió no mentir: “Esa información no se la voy a brindar. Eso no forma parte de la visita”, respondió.
Las cifras reales son aterradoras. Casi 35 mil personas murieron en Theresienstadt. Y otras 90 mil fueron deportadas hacia campos de exterminio. En total, de los que habitaron el “Gueto Modelo” sólo sobrevivieron unos 20 mil.
Sin embargo era lo mejor que tenía para mostrar el Tercer Reich. A diferencia de otros lugares, en Theresienstadt había una gran biblioteca y vida cultural. Se llegó a decir que era una universidad a cielo abierto. Los internos organizaban clases y conferencias constantes sobre los más diversos temas. También, de manera clandestina, se preocupaban para que los niños tuvieran clases.
La visita de la Cruz Roja se preparó con mucho tiempo. Los trabajos que tenían que hacer los nazis eran demasiados.
La visita trajo consecuencias impensadas para los reclusos. Por un lado provocó más de 7 mil deportaciones a Auschwitz. Era tal el nivel de hacinamiento que debían apresurarse para enviar a otro sitio a miles de detenidos; debían vaciar el lugar antes de que llegara la inspección. Casi todos los deportados fueron eliminados de inmediato al arribar a Auschwitz. Pero por el otro, para los que permanecieron en el gueto, la visita significó unos pocos días de tranquilidad. Las jornadas previas e inmediatamente posteriores comieron mejor, se les permitió vestirse con (lo que quedaba) de sus mejores ropas, presenciaron espectáculos artísticos de interés y se hicieron mejoras en la infraestructura.
Los visitantes debieron haber pensado o que la actividad en el lugar era frenética o que ellos tuvieron demasiada suerte porque en pocas horas les tocó ver una variedad de actividades notables. Lo más probable es que no hayan querido pensar demasiado. Vieron músicos en la calle, servicios religiosos, un juicio sumario y en extremo civilizado por un robo, una ópera. Pasearon por algunos locales comerciales (la mercadería era toda usada y provenía de los mismos reclusos: era lo que les habían quitado al descender del tren). No vieron saludos nazis, ni maltratos. Desde varios días antes estaba todo preparado. Ninguno de los prisioneros podía hablar con los delegados con excepción hecha de los designados. Uno de ellos fue presentado como el alcalde de Theresienstadt, dando la idea que los judíos se autogobernaban.
Pero como todo se trataba de un montaje, de una ilusión destinada a engañar a los visitantes internacionales, a los pocos días todo volvió a la macabra normalidad. El hacinamiento, el hambre, los maltratos, las muertes. El cuento de hadas se había terminado. Hasta hubo un par de días en los que la comida fue menor todavía a lo habitual para compensar los “lujos” que se habían dado durante la visita de la Cruz Roja.
Rossel sacó muchas fotos ante la mirada atenta de los oficiales alemanes. Estaban convencidos que servirían como prueba para difundir al mundo que lo que se decía sobre el sistema concentracionario era mentira. Los nazis además aprovecharon esas pocas horas de esplendor para filmar una pequeña película de propaganda. La llamaron Theresienstadt. Un documental sobre la zona de asentamiento judío. Pero luego popularmente se conoció con un nombre puesto con sarcasmo por los propios prisioneros: El Führer regala una ciudad a los judíos.
Maurice Rossel y los dos daneses fueron recibidos por un oficial alemán que lo llevó a recorrer las instalaciones. Al costado, de una de las calles, vieron a una orquesta tocando bajo una reluciente glorieta. Los frentes de los edificios y barracas por las que pasaban los visitantes estaban recién pintados. Una plaza lucía bancos inmaculados (menos de una semana después serían retirados). Lo que era un galpón en el que los soldados alemanes se ejercitaban fue reconvertido en una sinagoga: el templo más efímero de la historia duró en funciones sólo un día. A los inspectores no les llamó la atención que la plaza de juegos de los chicos tuviera tantos juegos -hasta una calesita nueva había- a pesar de que casi no se cruzaron con niños durante ese día (los nacimientos estaban prohibidos como consecuencia lógica de la política de exterminio).
Pasaron por allí miles de niños que fueron deportados hacia diversos campos de concentración.
Ese 23 de junio los inspectores no pudieron transitar algunas calles, las más alejadas de la entrada (que también tenía el cartel de Arbeit mach Frei, El trabajo los hará libres). En las edificaciones de esos rincones del gueto, los alemanes amontonaron a los que estaban enfermos y en peor estado para que no fueran vistos por los visitantes.
Así como los judíos fueron engañados al ser destinados a Theresienstadt, lo mismo ocurrió con los funcionarios de la Cruz Roja. Se les armó un gueto a la carta, a medida de lo que los jerarcas nazis querían que ellos vieran. Una especie de decorado costoso y fugaz. Se lo llamó un Gueto Potemkim. El origen de este nombre proviene del Siglo XVIII. El general Potemkim, hombre fuerte de Rusia, mandó a construir fachadas al costado de la ruta por la que debía pasar su amante, la Reina Catalina II. Esos pueblos falsos que la reina vio en su camino a Ucrania y Crimea debían dar la idea de prosperidad pero sólo se trataba de cartón puesto allí para la ocasión. El 23 de junio de 1944, Theresienstadt fue un Gueto Potemkin, una construcción sin nada atrás, una fachada fraudulenta, una ficción creada para que indolentes, temerosos o cómplices compraran y difundieran para ser funcionales al nazismo.
La Cruz Roja no solía visitar los campos de concentración. No estaba dentro de su competencia y pese a algunos intentos de hacerlo, sus pedidos fueron negados por los nazis en cada ocasión. Lo que sí supervisaba la institución eran los campos de prisioneros de guerra que debían regirse por la Convención de Ginebra. En esos casos el poder de presión que tenía la Cruz Roja era mayor, ya no por un respeto a las normas internacionales si no por una cuestión de mera reciprocidad. El trato dispensado a los soldados enemigos sería replicado por los Aliados con los detenidos alemanes en su poder.
Esta visita de la Cruz Roja podría haber quedada olvidada en el tiempo, tapada por la vergüenza y por los hechos posteriores. Pero en 1979 mientras filmaba testimonios para su documental Shoah, Claude Lanzmann entrevistó a Maurice Rossel, el delegado de la Cruz Roja Internacional. La conversación no quedó dentro del documental de nueve horas. Pero Lanzmann la estrenó como una película independiente en 1996, Alguien vivo pasa. Allí el director interroga al doctor sobre su visita y en especial sobre su informe posterior. Lo confronta con documentación y con los hechos. Por momentos la conversación es estremecedora. Lanzmann lo persigue de manera implacable. No le perdona que acuse a los judíos de complicidad. Lo confronta con su propia ceguera, con su complicidad en haber aceptado mansamente el engaño.
Alguien vivo pasa también se convirtió en libro con la transcripción de la entrevista. En el prólogo el director cuenta esta historia: cuando finalmente Claude Lanzmann se decidió a editar y a exhibir la entrevista con Rossel, casi dos décadas después, debió pedirle autorización al delegado de la Cruz Roja para utilizar la ya vieja grabación. El doctor Rossel respondió con una carta manuscrita: “Ahora tengo más de ochenta años y ya no me acuerdo muy bien del hombre que fui entonces. Me considero más sabio y más loco, y es lo mismo. Sea caritativo, no me haga parecer demasiado ridículo”.
En Theresienstadt el horror estuvo presente. En forma de deportación, hambre, enfermedad y muerte. Como en los otros campos aunque en este los músicos pudieran, mientras conservaran las fuerzas, tocar sus instrumentos, o los filósofos dar una conferencia. Aquí lo que se incorporó fue la farsa; el fraude destinado a limpiar la imagen del nazismo.
El gueto modelo era, tan solo, otra manera de matar gente a un ritmo enloquecedor. Otra manera de degradar la humanidad de los prisioneros. Un eslabón más en la cruel maquinaria de muerte nazi.
INFOBAE