Es el dueño de Europa, pero tiene miedo. París es suya y no lo es. Cómo explicar si no esta visita contrarreloj, propia de una agencia de turismo de barrio: recorrer la capital de Francia en tres horas y media, en una ordenada sucesión de edificios, a los que no se puede dedicar más tiempo del preestablecido para cumplir un horario autoimpuesto.
Adolf Hitler, que acaba de derrotar a la poderosa Francia en un puñado de semanas y ha dejado a los ingleses con un ejército sin armas, visita París de forma furtiva, como un ladrón.
La capital es una ciudad en shock, que aún no ha asumido “la extraña derrota” que tan bien contó Marc Bloch. Un París del que acaba de escapar Chaves Nogales y al que aún no ha llegado González Ruano. Pronto será la ciudad que ha retratado Patrick Modiano en sus novelas, con hampones que colaboran con la Gestapo y, como Ruano, viven del miedo de judíos perseguidos. El París libre ha muerto. El París ocupado aún no ha nacido.
“Volaremos a París dentro de unos días. Me gustaría que viniera usted con nosotros. Breker y Giessler vendrán también”. Así recuerda Albert Speer en sus memorias cómo le anunció Hitler esta excursión de artistas: un escultor (Arno Breker), dos arquitectos (Speer y Giessler) y… un pintor que se convirtió en Führer.
Sorprendentemente, no sabemos con certeza qué día visitó Hitler París. Dos de sus grandes biógrafos, Ian Kershaw y Joachim Fest, afirman que fue el 28 de junio, basándose en las memorias de Speer. Jean-Pierre Azéma y Herbert Lottman sostienen que fue el 23, según el testimonio de Breker.
En sus memorias, el escultor cuenta que prácticamente fue secuestrado de su casa por dos oficiales que le llevaron primero en coche y luego en un trimotor Ju 52 hasta el cuartel general de Hitler en Brûly-de-Pesche, cerca de Sedán. Allí, un animado Hitler le explicó por qué quería que él fuese su guía en la ciudad: “Ahora las puertas están abiertas para mí”, dijo al escultor.
Breker había llevado en París la vida que Hitler había deseado. Hijo de escultor, llegó a París en 1927 y conoció a Cocteau, Picasso, Jean Renoir… Regresó a Alemania en 1934, y sus esculturas de jóvenes atléticos lo convirtieron en un favorito de Hitler.
Conquistadores
A las 5.30, la comitiva llega al aeropuerto de Le Bourget en un cuatrimotor FW Condor, al mando de Hans Baur, el piloto personal de Hitler desde 1931. “Tres grandes Mercedes nos esperaban. Como de costumbre –escribe Speer–, Hitler tomó asiento en la parte delantera, al lado del conductor. Breker y yo nos sentamos en los asientos supletorios, mientras que Giessler y el asistente ocuparon los traseros”.
Para documentar la visita, los acompañan también Heinrich Hoffmann, el fotógrafo personal de Hitler, y Walter Frentz, su camarógrafo oficial. Y, por supuesto, el siempre servicial mariscal Keitel y el cada vez más poderoso Martin Bormann, que, como secretario personal del Führer, controla como fiero cancerbero el acceso a este. Todos, incluidos los artistas, visten de uniforme. No son turistas, son conquistadores.
La primera parada es la Ópera de París. A Hitler le fascina este teatro neobarroco, diseñado por Charles Garnier e inaugurado en 1875. “Parecía haber preparado meticulosamente la visita”, escribe Breker. Un viejo acomodador los guía por el recargado edificio mientras Hitler exhibe sus exhaustivos conocimientos.
“En el palco del proscenio echó en falta un salón, y estaba en lo cierto: el acomodador dijo que el salón había sido eliminado muchos años atrás, durante unas reformas. ‘¡Ya ven ustedes si conozco o no el sitio!’, dijo Hitler, visiblemente satisfecho”, cuenta Speer.
A la salida, Hitler pide a su ayudante que dé una propina al acomodador. Por dos veces, el viejo rechaza el billete de cincuenta marcos. Hitler justifica que no acepte el dinero: “Solo ha cumplido con su deber”. Aquel día ese anciano es el hombre más libre de Francia.
La comitiva de Mercedes G4, descapotables de seis ruedas, emprende el camino hacia la iglesia neoclásica de La Madeleine. Una vez más, Hitler demuestra sus nociones artísticas, y en la escalinata del edificio explica que Napoleón quiso que fuera un Templo de la Gloria, antes de que se convirtiera en una iglesia católica. “El interior –escribe Breker– le impresionó mucho menos”.
De nuevo en ruta, Hitler admira desde el coche los dos edificios neoclásicos y simétricos que Ange-Jacques Gabriel diseñó para la plaza de la Concordia. La película de Frentz muestra una ciudad vacía, por la que solo caminan policías franceses que saludan a la comitiva y algún cura que cruza apresurado la calle, como una sombra negra.
En los Campos Elíseos, los grandes Mercedes parecen diminutos, pero Hitler explica que Berlín tendrá una avenida el doble de grande. Y, por supuesto, un Arco del Triunfo en cuyo vano quepa el francés.
El nuevo Napoleón Para Hoffmann y Frentz llega el momento decisivo del viaje: la parada en el Trocadero para observar la torre Eiffel. En sus memorias, Breker afirma que allí Hitler “rindió homenaje a los arquitectos parisinos que, con un sentido de medida infalible y proporciones deslumbrantes, habían podido armonizar de manera impresionante los diferentes núcleos de la estructura arquitectónica de la capital”.
De todas las fotos del viaje, son los retratos con la torre Eiffel al fondo los que mejor simbolizan el poder que posee en ese momento Hitler. Aún es invencible, y ninguna imagen lo reflejará mejor que esta cuando aparezca en las portadas de medio mundo. Nadie puede negar que es el hombre más poderoso del mundo.
Homenaje a Napoleón
Siente que solo se puede comparar con un genio militar del pasado: Napoleón. La visita a su tumba en Los Inválidos es la siguiente parada del tour.
“Hitler permaneció largo rato frente a la tumba de Napoleón”, anota escuetamente Speer. Breker detalla que “Hitler sostuvo su gorra con su mano sobre su pecho y se inclinó” ante la tumba. Tras un largo silencio, anunció que trasladaría a París los restos del hijo que Napoleón tuvo con la emperatriz María Luisa y que descansaban en Viena. Hitler cumplió su promesa y la ceremonia, con la parafernalia nazi de una escolta de soldados con antorchas incluida, se celebró el 15 de diciembre de ese mismo año.
“Después visitó el Panteón –escribe Speer–, cuyas dimensiones le impresionaron”, aunque tanto Breker como Giesler afirman, sin embargo, que Hitler se sintió decepcionado por el edificio. “Por el contrario –prosigue Speer–, no mostró un interés especial por las más hermosas creaciones arquitectónicas de París: la Place des Vosges, el Louvre, el Palacio de Justicia y la Sainte-Chapelle. No volvió a animarse hasta que vio la uniforme hilera de casas de la Rue de Rivoli”.
El día se abre paso. La ciudad se despierta y queda poco tiempo para que la visita deje de ser secreta. El Sacré-Coeur –“romántica y dulzona imitación de las iglesias medievales”, en palabras de Speer– es la última parada. “La elección era sorprendente incluso para el gusto de Hitler”.
Albert Speer, el (imposible) nazi bueno, ironiza muchos años después, pero asumirá encantado el encargo de Hitler de diseñar Germania, la capital del Reich de los Mil Años con la que Hitler quiere eclipsar París y destruir de paso ese Berlín que odia tanto
El sueño cumplido
“Al principio de las hostilidades ordené a mis tropas que rodeasen la ciudad y evitasen combatir en sus suburbios. Era absolutamente necesario mantener intacta esta maravilla de la cultura occidental”, cuenta Hitler mientras contempla la ciudad desde la colina de Montmartre, según el relato de Breker.
“Ver París ha sido el sueño de toda mi vida. No puedo decir lo feliz que soy por haberlo cumplido”, admite Hitler a su séquito. “Por un instante –escribe Speer– sentí cierta compasión por él: tres horas en París, por primera y última vez, lo habían hecho feliz cuando se hallaba en la cumbre”.
A las nueve de la mañana, la comitiva está de vuelta en Le Bourget. En el avión, Hitler aún planea presidir un gran desfile en París, pero enseguida lo descarta por miedo a un ataque aéreo británico. No es un temor infundado. En unos meses, la Luftwaffe sufrirá una estrepitosa derrota ante la RAF. Hitler seguirá siendo el hombre más poderoso de Europa, pero ya no será invencible.
La foto ante la torre Eiffel, la gran imagen de su poder, oculta la incapacidad de Hitler para disfrutar su conquista, el carácter furtivo de esta visita contrarreloj. Como en la felicidad de Instagram, hay algo irreal en el poder que refleja este retrato.
Hitler nunca volverá a París, y cuando las tropas aliadas estén a punto de liberarla –con los republicanos españoles de La Nueve en la vanguardia–, mandará destruirla. “París no debe caer en manos del enemigo, salvo siendo un montón de escombros”, ordenará el 23 de agosto de 1944. Para entonces, el poder de aquella foto ante la torre Eiffel ya se ha desvanecido. Dietrich von Choltitz, el gobernador militar de la ciudad, no cumplirá su orden.
Por Joaquín Armada Díaz