LA REBELION DE LOS BLANCOS

El racismo es la esencia más concentrada, más nauseabunda, de lo peor que podemos llegar a representar los humanos.

En 1959, un hombre blanco, texano para más señas, llamado John Howard Griffin empezó a tomar un medicamento utilizado para tratar el vitíligo, una enfermedad de la piel que afecta a la pigmentación y produce la aparición de manchas blancas en cualquier zona del cuerpo. Griffin no tenía vitíligo, pero pretendía convertirse en un hombre negro.

Cuando su piel se oscureció, se rizó el pelo, usó un tinte para cambiar el color de las sonrosadas mucosas de su boca, un colirio para que el blanco de sus ojos amarilleara, se sometió a otras transformaciones y se puso en marcha. Recorrió Luisiana, Misisipi, Alabama y Georgia, el “profundo sur”, a pie o en la zona trasera de los autobuses, calculando sus desplazamientos en función de los escasísimos aseos disponibles para personas de color, soportando que hombres y mujeres blancas le reclamaran para hacer toda clase de servicios por los que no recibía ni unos centavos de propina, constatando que no le dejaban entrar en multitud de negocios, bares, restaurantes, tiendas o bibliotecas, y que la calidad del servicio en los locales e instituciones, públicas o privadas, reservados para los negros era escandalosamente inferior a la del servicio del que gozaban los norteamericanos blancos.

Anotó cada dato con mucho cuidado y escribió un libro para contarlo.
En 2015 leí Negro como yo, y su lectura me impresionó tanto que lo mencioné en una de mis columnas de los lunes, a propósito del asesinato de un ciudadano afroamericano, uno cualquiera, otro más, a manos de la policía. Cinco años después, recuerdo a Griffin por otro motivo.

En el epílogo, aquel combatiente por los derechos civiles que desplegó ante los ojos del pueblo norteamericano el horizonte de sus peores miserias describía el precio que tuvo que pagar por su osadía.

En Texas, un Estado muy conservador, nunca le perdonaron. Le insultaron, a él y a su familia, le pintaron la casa, le amenazaron de muerte, le hostigaron hasta obligarle a emigrar, pero lo que más le dolió no fue eso. Después del escándalo que originó su libro, la comunidad afroamericana le dio las gracias y, con un gran abrazo, le pidió que se apartara.

Los líderes de la lucha por la igualdad tenían que ser negros, le dijeron.

Los niños y niñas de su comunidad necesitaban referentes de su raza, no podían crecer en un país donde las cabezas visibles de la lucha de los suyos pertenecieran a los otros, los que habían marginado a sus antepasados, la raza esclavista, opresora.

Griffin necesitó hacer un esfuerzo inmenso para comprenderles, para no sentirse maltratado, humillado, para no gritar que él, siendo blanco, había hecho por los negros de su país más que los líderes que habían decidido excluirle de un combate que también era el suyo. Y sin embargo les hizo caso. Comprendió las razones de sus hermanos de piel oscura, dio un paso a un lado, se apartó.

Hace cinco años, cuando leí la historia de Griffin, este colofón me pareció profundamente injusto, y sobre todo erróneo.

Tuve que recordar que había pasado más de medio siglo, que un presidente de color vivía en la Casa Blanca, que los referentes afroamericanos ya no llamaban la atención en casi ninguno de los aspectos de la vida pública de aquel país. Esa había sido la última, póstuma conquista de la obra y la renuncia de John Howard Griffin.

Y sin embargo ahora le recuerdo en la emoción que siento al ver a norteamericanos de todos los colores, negros, blancos, hispanos y mestizos, en las protestas desencadenadas por el crimen de George Floyd.

Creo que el racismo es la esencia más concentrada, más nauseabunda, de lo peor que podemos llegar a representar los seres humanos. No existe actitud más repugnante que la de aquellos que se consideran superiores a sus semejantes por el color de su piel, su nacionalidad, su religión o su opción sexual. Hacía mucho tiempo que nada me reconciliaba tanto con mi especie como la imagen de los policías arrodillados frente a los manifestantes, o bailando —¡la Macarena!— con ellos.

Ha tardado mucho, demasiado, pero al fin ha llegado el momento de la rebelión de los blancos, garantía del éxito de la lucha contra el racismo en Estados Unidos.

John Howard Griffin por fin habrá descansado en paz.
Por Almudena Grande / «El País» 

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