AMAR ES DEJAR IR. UNA CONVERSACIÓN CON LA «BAILARINA DE AUSCHWITZ»

La doctora Edith Eger es psicoterapeuta y conferencista. También es autora de La bailarina de Auschwitz, un relato de supervivencia que ha cautivado al mundo. Luminosa y realista, asertiva y amorosa, Eger comparte su visión del mundo y sus recuerdos en un diálogo memorable y emotivo que no te puedes perder.  

El 4 de mayo de 1945, un brazo delgado como una espiga se agita entre un montículo de cuerpos humanos. Un soldado estadounidense lo mira y reconoce en él la señal de la vida, corre en su auxilio y rescata de los brazos de la muerte a Edith Eva Eger, una joven adolescente judía que ha pasado el último año de su vida soñando con la libertad, aferrada a la idea de que, si sobrevive, será libre.

“Estaba muy suicida cuando fui liberada. Sentía un miedo tremendo, apenas y podía respirar y tenía fiebre. Cuando estaba ahí (en el campo) tenía esperanza de que vería a mi novio, y entonces me enteré que, desafortunadamente, fue asesinado un día antes de la liberación, y que mis padres no volverían. Entonces quería morir porque es más fácil morir que vivir. Puedes ver tu acta de nacimiento: ahí no dice que la vida sea fácil. No hay garantías. Pero me alegra mucho que Dios me haya dicho que si moría no sería lo mejor que podía hacer. Y siempre te puedes preguntar, hagas lo que hagas, ¿es esto lo mejor que puedo hacer?”

Un año antes de que los nazis se llevaran a Edith, sus hermanas y sus padres al campo de exterminio de Auschwitz, ellos tenían una vida tranquila y feliz en Kosice, Eslovaquia (entonces, un pueblo húngaro), donde la joven Edith soñaba con migrar a Palestina siguiendo su sueño sionista, compartido con su novio, de quien estaba enamorada. “Éramos adolescentes muy serios”, recuerda.

Mientras habla hacia la cámara de su computadora, desde la ciudad de La Jolla, California, Eger trasluce una curiosa e incluso improbable mezcla de paz y entusiasmo, pasión. “Pasión y disfrute por la vida”, dirá en repetidas ocasiones durante la entrevista que sostiene para la comunidad Bet-El, que transmite la conversación en vivo a través de la plataforma Facebook Live.
Las ideas y las palabras fluyen a través del cuerpo de la “bailarina de Auschwitz” como un lento río que tropieza con las piedras y las elude para hallar nuevos caminos, vertientes cristalinas pero turbias. Más que responder preguntas, la doctora Eger dialoga con su interlocutora y con su propio pasado, y desde la profundidad de su mirada, agazapada al fondo de las pronunciadas cuencas oculares, rebusca entre su armario de conceptos las palabras más apropiadas para hablar de superación como solo puede hacerlo el sobreviviente. Y ella es una sobreviviente que baila.
Una joven de 92

“Entonces, soy 92 años joven”, dice con un juego de palabras, aprovechando la forma inglesa de pronunciar la edad (92 years young). Tienes que ser vieja para ser joven. ¿Y por qué soy tan joven? Porque vivo en el presente. No olvido el pasado, nunca, pero no vivo ahí. Voy a través de la manifestación de la sombra, y me gustaría decirles que sean capaces, de alguna manera, de encontrar el buen balance en sus vidas, porque si están enojados hay posibilidades de que no encuentren pasión y disfrute en la vida. Si buscas venganza no podrás ser total y realmente libre.”
Amor y libertad, compromiso existencial, comida mexicana y una admiración especial por la comunidad judía de México son ideas que se repiten a lo largo de la entrevista, que dura más de una hora y que no se encuentra exenta de los problemas técnicos a los que muchos hemos debido acostumbrarnos mientras trabajamos desde casa, en este extraño paréntesis de la realidad al que la pandemia de covid-19 ha sujetado al mundo.
En cada ocasión, Eger retoma el hilo perdido y vuelve a encontrar las palabras, pronunciadas en su indómito acento húngaro, para explicar su visión del mundo, siempre en el tono de una madre que aconseja a sus hijos. A los 92 años, invicta en lo que considera la noche de su vida, la doctora Eger sabe que estamos aquí para escucharla, para aprender de ella.

Sus respuestas son pacientes y enfáticas como lo fueron para el New York Times o para el show de Oprah Winfrey, quizá porque entiende que no es más importante aparecer en el show de televisión más visto del mundo que en las pantallas de una comunidad que le prodigó un amor absoluto e instantáneo cuando, años antes, visitó México. “¡Oh, Dios mío! Cientos y cientos de personas vinieron y no puedo decirte cuánto amor recibí. Todavía lo siento, de verdad”, enfatiza mientras se envuelve a sí misma entre sus brazos.

Pero la joven Edith Eger no se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana. Era una estudiante de Psicología en El Paso, Texas, en los años sesenta, cuando un compañero de clases le abrió una puerta que marcaría su futuro profesional y, en muy buena medida, existencial. Era un texto del doctor Víctor Frankl, cuyo influjo la llevó a escribir un artículo que llegaría a manos del propio Frankl.

Con el tiempo, Eger se convertiría en discípula del creador de la logoterapia. A través de dicha técnica se abriría paso por el mundo de la psicología clínica, siempre en busca del sentido, siempre en el papel de una guía que pone su propio dolor y, sobre todo, la superación de dicho dolor como carretera para que sus consultantes transiten de la victimización a la responsabilidad, a la libertad.

“Y es por eso que les quiero hacer saber que ser una judía orgullosa significa para mí que celebro a mis ancestros porque les tomó 40 años (en el desierto) y no fue fácil. La vida no es fácil pero nunca se rindan. Traten de ver la vida cada vez más como escalar una montaña, y escalamos y nos dormimos y escalamos y nos dormimos… Y aquí estoy, aún escalo, muy curiosa, buscando la forma de contribuir al mejoramiento de la humanidad, porque amor no es lo que sientes sino lo que haces.”

La fama alcanzaría la vida de Eger tras la publicación de La bailarina de Auschwitz, donde relata sus días en el campo de exterminio y su extraña relación con el doctor Josef Mengele, el “Ángel de la muerte” nazi que, con una señal de su dedo, decidió que ella y sus hermanas debían vivir, mientras que sus padres habrían de ser asfixiados en las cámaras de gas.

“Cuando bailé para el doctor Mengele, cerré los ojos e imaginé que la música era Tchaikovsky y que bailaba Romeo y Julieta en la Ópera de Budapest.” Eger, la bailarina, aprendió a crear un mundo interior que sería impenetrable, inalterable. Un mundo al que sus torturadores no tendrían acceso nunca, de ninguna manera, y esa fue la clave de la supervivencia.

Cuando eran transportados hacia el campo su madre la abrazó y le dijo: “no sabemos a dónde vamos ni qué va a pasar pero recuerda que no pueden quitarte lo que pongas dentro de tu mente.”

Eger, quien jamás dejó de extrañar a sus padres, es ahora una mujer libre y procura dotar de significado a cada instante de su vida. “Estoy con mi Dios, que descubrí en Auschwitz, que me guio a convertir el odio en compasión. Y de alguna forma desarrollé la idea de que los prisioneros eran ellos y no yo.”

Mañana seré libre, pensaba todos los días, y jamás consideró la posibilidad de rendirse. Dentro de sí había un mundo inalcanzable para los nazis. Tampoco dejó de bailar. Todavía lo hace con frecuencia. Baila swing, el ritmo que estaba de moda cuando fue liberada por los estadounidenses, en aquel distante 1945 que la acompaña, más como una bendición que como el recuerdo de los golpes y las vejaciones que jamás consiguieron conquistar su espíritu.

Y si bien Eger cerraba los ojos y soñaba con la libertad y con la vida, es muy clara al advertirle a su público que está bien soñar pero no hay que dejar de ser realista, “no confundas tu realismo con romanticismo.”

A pregunta del público que sigue fascinado la historia y las disertaciones de Eger, responde que sí, que un día volvió a Hungría. Esa patria de la que se sentía tan orgullosa, incluso cuando aquella le había abierto las puertas a los nazis para que consumaran una conquista sin oposición ni resistencia. La Hungría de los 560 mil judíos asesinados por las huestes de Hitler. Y visitó la Ópera de Budapest, como había soñado con los ojos cerrados mientras bailaba para Mengele, esta vez libre.

También volvió a Auschwitz. A su hermana mayor, esto le parecía una idiotez, un acto de masoquismo, pero no fue sino hasta que Eger vio a los ojos a la bestia que mató a sus padres que pudo dejar atrás por completo aquella pesadilla. “No tengo tiempo de ser una víctima. Fui victimizada pero eso no es lo que soy sino lo que me hicieron.”

La chica mejor vestida de la ciudad

El padre de ‘Edie’ era un diseñador de modas y solía decirle que, cuando creciera, sería la chica mejor vestida de la ciudad. Ahora, ella quisiera decirle “mírame”, dice mientras coquetea con elegancia y discreción ante la cámara, mostrando su atuendo florido y refinado, su sonrisa perenne, su vitalidad incuestionable, incluso indemne ante el embate de los años que algo han mermado su cuerpo nonagenario.

Así, elegante y activa, Eger da entrevistas y conferencias, visita escuelas y salones repletos de gente ávida de escuchar la historia de la sobreviviente. La mujer sobreviviente famosa, exitosa, la cara femenina del doctor Frankl, como le gusta pensarse, de cierta manera, aunque tiene muy claro que “Yo puedo ser yo y tú puedes ser tú”, y que el camino es individual y único, aunque también resalta el valor de la comunidad, de ver unos por los otros, de sostenerse juntos en el abismo.

Un abismo como el que hoy enfrenta el mundo, en general, y su país adoptivo en particular. La sombra de la muerte. La amenaza del racismo. Y su rostro se ensombrece también un poco cuando debe pensar, a pregunta expresa, en este mundo que le toca presenciar, tras casi un siglo de vida.

“El racismo, por desgracia, está con nosotros hoy en día. Y creo que es un buen momento para encontrar al Hitler que llevas dentro”, dice retadora, invitante siempre a la reflexión profunda, al autoexamen. ¡Cuánta maldad cabe en cada uno y qué tan difícil resulta mirar adentro para encontrarla!

En este contexto, Eger lamenta la ausencia de hombres de estado y la abundancia de políticos, y llama a pensar seriamente sobre a quién vamos a escuchar. “No quieres escuchar a un mentiroso”, dice sin aludir a nadie, pero no es difícil imaginarse a quién tiene en mente la ciudadana estadounidense, doctora en psicología, “madre de salón” para una multitud de personas desesperadas que acuden a ella como el sediento al manantial, en busca de guía, de luz.

“Le hago saber a la gente que está bien estar decepcionado pero no desanimado, y que está bien que estén enojados pero que no dejen que eso los lleve al resentimiento, porque una vez que estás resentido con alguien le estás dando tu poder y seguirás siendo prisionero.”

En esta época, la gente se encuentra muy frustrada, dice. ¿Por qué? “Porque no sabes lo que va a pasar mañana. Y era lo mismo allá (en Auschwitz). A las 4:30 de la mañana, parados en el campo, no sabíamos a dónde íbamos a ir cuando nos llevaran a ducharnos. No sabíamos si saldría agua o gas. No hay garantía de ningún tipo.”

Habla la mujer que, incluso en los peores momentos conservaba el sentido del humor y, cuando los nazis le sacaban sangre para dársela a los soldados alemanes y que “pudieran ganar la guerra y dominar el mundo”, ella pensaba, mordaz: “con mi sangre no van a ganar la guerra.”

“Me golpeaban mucho, mucho, mucho”, recuerda, “pero no pudieron matar mi espíritu.” Desde esa autoridad, esta matriarca le dice al público que la escuha: “Espero que celebren cada momento de la vida y que no olviden que tendrán que lidiar con lo inesperado como estamos haciendo ahora. Nunca sabes lo que va a pasar mañana. Me gustaría que todos supieran que mientras más nos apoyemos unos a otros, mejor (…).” Y pide que pensemos en la libertad.

“La libertad no es tan fácil porque cuando eres libre no puedes culpar a nadie, te tienes que hacer responsable de tu vida.” También llama a tener metas porque “si la gente tiene metas es mejor”, y dice que “si quieres salvar al mundo, empieza por ti.”

Las ideas y los conceptos siguen fluyendo conforme la entrevista, que puedes disfrutar completa en el video que Bet-El compartió con los usuarios de Enlace Judío, arriba, en esta misma nota, se aproxima a su fin. Un fin doloroso porque uno quisiera seguir escuchando el acento húngaro de Edith Eger como si de una canción de cuna se tratara. Pero lo que ella hace no es invitar a dormir o a soñar sino a estar despiertos y ser libres.

Lo contrario a la depresión es la expresión, dice Eger, quien piensa que este es un gran momento para mirar adentro, siempre dentro. “Nada proviene del exterior”, dice una y otra vez como un mantra, uno de tantos mantras a los que recurre a lo largo de la entrevista para orientar a quien la escucha por el vientre de las sombras, hacia una luz que no debería de buscarse, según su propia concepción del mundo, en otro sitio más que en el interior intocado y fértil en el que uno puede convertirse en el bailarín principal de la compañía, justo ante los ojos del asesino.

“Tengo otro libro que se llama El don, y creo que la vida es un don. Nos ha sido otorgado el don de escoger entre el amor y el odio. El amor no es el amor romántico, que es una subida como la que tienes cuando comes chocolate. Por eso a la gente le gusta el chocolate. Por eso es muy importante escoger, temprano en la mañana, cómo te vas a sentir en la noche. Y yo estoy en la noche de mi vida. Y sé que estaré muy feliz cuando me muera porque hice todo lo que estuvo en mi poder” para transmitir su mensaje.

Ellos le fueron enviados

Eger piensa que sus pacientes no llegaron a ella sino que le fueron enviados. Algunas veces comparte con ellos sus historias de vida para transmitirles la idea de que hay que transitar de la victimización al empoderamiento, de la oscuridad hacia la luz, como quien atraviesa un túnel.

Víctor Frankl le enseñó a moverse más allá del cuerpo y la mente hacia una dimensión espiritual. “Tenemos los genes, que no podemos cambiar. Tenemos el ambiente. Y en logoterapia encontramos cómo podemos responder a aquello que no podemos cambiar. Es una aproximación existencial y fenomenológica para encontrar sentido y propósito existencial. Y eso es por lo que estoy agradecida.”

También conserva la curiosidad, pilar de su juventud, porque “cuando eres curioso siempre quieres saber qué pasará a continuación. Entonces, no nada más hace las mismas cosas sino que miras las mismas cosas desde una perspectiva diferente. Espero ser una buena optometrista para observar, no solo ver, quién eres y si eres lo mejor que puedes ser.”

La que alguna vez fue “una adolescente enamorada” es hoy en día madre de tres hijos, abuela de cinco nietos y bisabuela de seis bisnietos. Una abuela que danza con las sombras del pasado, que agita su mirada de niña sabia desde la cada vez más profunda cavidad en que sus ojos perspicaces traslucen amor.

“Mi definición del amor —dice mientras sostiene un post it en la mano izquierda para luego soltarlo— es dejar ir.” Y mientras lo dice, es imposible dejar de ver a los ojos a aquella jovencita que mira a su madre avanzar por la fila equivocada, separadas para siempre, algún día memoria también las dos.

 ©EnlaceJudío

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