Si todo el mundo se arrodilla, ¿quién se alzará en defensa de la historia y la cultura de Occidente?

La estatua de Churchill en Londres –que combatió al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial y salvó a Europa de la barbarie– fue cubierta por las autoridades municipales durante las últimas protestas. Su eliminación visual evoca las estatuas desnudas de Roma tapadas para complacer al presidente iraní Hasán Ruhaní, o las desapariciones en las fotografías soviéticas. 

«El antirracismo ya no es la defensa de que todo el mundo es igual en dignidad, sino una ideología, una cosmovisión», ha manifestado el filósofo francés Alain Finkielkraut, hijo de supervivientes del Holocausto.

El antirracismo ha sido transformado (…) En tiempos de la gran migración, ya no es una cuestión de dar la bienvenida a los recién llegados integrándolos en la civilización europea, sino la exposición de los errores de ésta.

Finkielkraut habla del «autorracismo» como «la patología más grotesca y desalentadora de nuestra época».

Londres es su capital.

Derribar a los racistas es un mapa que contiene 60 estatuas de 30 ciudades británicas cuya eliminación se está demandando en apoyo del movimiento surgido en EEUU después de que un policía blanco, Derek Chauvin, matara a un hombre negro, George Floyd, poniéndole la rodilla en el cuello.

En Bristol, una multitud arrojó a las aguas del puerto la estatua del filántropo y propietario de esclavos Edward Colston. Posteriormente, en Londres unos manifestantes vandalizaron las estatuas de Winston Churchill, el Mahatma Gandhi y Abraham Lincoln. Tras retirar del exterior del Museum of London Docklands la estatua del esclavista escocés Robert Milligan, el alcalde de la capital británica, Sadiq Khan, anunció la creación de una comisión para quitar las estatuas que no reflejen «la diversidad de la ciudad». Otras dos estatuas han sido eliminadas de dos hospitales londinenses.

El vandalismo y el autoodio han ido ganando terreno rápidamente. La épica de los grandes descubrimientos asociados al Imperio Británico se ha tornado ominosa. Las protestas no son sobre la esclavitud. Nadie en el Reino Unido actual celebra ese periodo. Es más bien un llamamiento a la limpieza cultural de todas las obras que contradigan el nuevo mantra de la diversidad.

«En el Reino Unido de hoy ha nacido una nueva variante del Talibán», ha escrito Nigel Farage, en referencia a los dos budas gigantes dinamitados por los talibanes en Afganistán en 2001. «A menos que nos dotemos rápidamente de un liderazgo moral, no va a merecer la pena vivir en nuestras ciudades».

En la lista de estatuas eliminables figuran los nombres de Oliver Cromwell y Horatio Nelson, dos figuras mayores de la historia británica, así como el de Nancy Astor, la primera parlamentaria británica electa (1919), y los de Sir Frances Drake, Cristóbal Colón y Charles Gray, el primer ministro cuyo Gobierno supervisó la abolición de la esclavitud, en 1833. El actual premier, Boris Johnson, ha mostrado su oposición a la campaña de esta manera:

No podemos tratar de editar o censurar nuestro pasado. No podemos pretender haber tenido una historia diferente. Las estatuas de nuestras ciudades y pueblos las erigieron generaciones anteriores que tenían perspectivas diferentes, una comprensión distinta del bien y del mal. Y esas estatuas nos enseñan sobre nuestro pasado, con sus errores. Derribarlas sería mentirnos acerca de nuestra historia, y empobrecer la educación de las generaciones venideras.

La culpa poscolonial británica está teniendo repercusiones que van mucho más allá de las estatuas. Véase, por ejemplo, el silencio total sobre los cristianos perseguidos, según el obispo británico que comanda la comisión gubernamental que analiza su sufrimiento. O, llamativamente, la retirada del escenario glocal. «Cuando Occidente pierde la confianza en sí mismo, debido a un sentimiento de culpa excesivo o extraviado sobre el colonialismo, vira hacia el aislacionismo», comenta Bruce Gilley, profesor de ciencia política. «Tememos que todo lo que hagamos sea colonialista. Hay una miríada de países dispuestos a llenar el vacío en la gobernanza global: China, Irán, Rusia, Turquía».

La culpa poscolonial está igualmente asfixiando la libertad de expresión en el Reino Unido. El exjefe del observatorio británico para la igualdad Trevor Phillips fue suspendido de militancia en el Partido Laborista tras ser acusado de «islamofobia». ¿El motivo? Su crítica al multiculturalismo. Esto es lo que tiene que decir al respecto Philips:

En mi opinión, la renuencia a afrontar la cuestión de la diversidad y sus descontentos lleva aparejado el riesgo de que nuestro país se dirija como un sonámbulo hacia una catástrofe en la que las distintas comunidades se enfrentarán entre sí, se condonarán las agresiones sexuales, se suprimirá la libertad de expresión, se revertirán libertades civiles que ha costado mucho conseguir y se minará la democracia liberal, que tan bien ha servido a este país durante tanto tiempo.

Asimismo, Philips denuncia que a los políticos y periodistas británicos les «aterroriza» hablar de la raza, con lo que dejan que el multiculturalismo se convierta en un «fraude» explotado por quienes se han hecho fuertes en la segregación. He aquí a un individuo de origen guyanés, un veterano laborista, un comisionado por la igualdad, diciendo la verdad sobre los multiculturalistas.

Los activistas que hacen campaña por la eliminación de estatuas quieren alterar radicalmente el perfil de la capital británica. El enfrentamiento parece darse entre unos censores violentos que acosan a todo el mundo, por un lado, y, por el otro, unos políticos cobardes y apaciguadores que se doblegan ante los vándalos. Los monumentos son una parte vital de una ciudad global; dan cuenta del lugar en la Historia de la ciudad. Sin ellos, sólo quedarían las paradas de autobús y los Burger Kings. Estos protestatarios parecen anhelar una Historia revisada y saneada. Si no lo entendemos rápidamente, si borramos nuestro pasado, como trató de hacer la URSS, les será más fácil generar una visión de nuestro futuro que no remita a nuestros valores. No nos dejarán más que esquirlas de nuestra historia y nuestra cultura.

Este movimiento de odio a Occidente –que, como todo, tiene una historia imperfecta– parece haberse iniciado en las universidades británicas. En Cambridge, profesores de literatura pidieron reemplazar a autores blancos por otros representativos de las minorías para descolonizar el currículum. El sindicato de estudiantes de la prestigiosa Escuela de Estudios Africanos y Orientales londinense demandó la eliminación de autores como Platón, Kant, Descartes y Hegel del plan de estudios porque «todos eran blancos»; como si el color de nuestra piel fuera el determinante único de nuestros pensamientos. En Manchester, unos estudiantes pintarrajearon un mural inspirado en el poema «Si» de Kipling.

Un estudioso del colonialismo, Nigel Biggar, ha afirmado que en las universidades británicas se ha vuelto a instalar un «clima de miedo». La Universidad de Liverpool acordó recientemente renombrar un edificio que rendía homenaje al primer ministro William Gladstone. En Oxford, la estatuta de Cecil Rhodes, filántropo y fundador de Rodesia (actual Zimbabue), corre el riesgo de ser la siguiente en la lista.

«Hay algo de hipocresía en que Oxford consiga dinero para que cada año cien becarios, una quinta parte de ellos procedentes de África, vengan aquí y luego decir que queremos arrojar la estatua de Rhodes… al Támesis», ha declarado Lord Patten, rector de la universidad. Patten sostiene que su opinión es la misma que «la expresada por Nelson Mandela en una ceremonia del Fideicomiso Rhodes en 2003» y que, pese a «los problemas asociados con el papel de Cecil Rhodes en la historia, si estaba bien para Mandela, está bien para mí». Pero no para los revisionistas.

Parece que se está rehaciendo la historia de Occidente para presentar toda la civilización occidental como un mero apartheid descomunal. Como si debiéramos deshacernos no sólo las estatuas sino de nosotros mismos. Pero una democracia exitosa no puede construirse sobre la eliminación del pasado.

La estatua de Churchill en Londres –que combatió al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial y salvó a Europa de la barbarie– fue cubierta por las autoridades municipales durante las últimas protestas. Su eliminación visual evoca las estatuas desnudas de Roma tapadas para complacer al presidente iraní Hasán Ruhaní, o las desapariciones en las fotografías de aquellos que habían perdido el favor del Politburó en la URSS. Hay falsedad en el borrado de la historia propia. Puede que la historia de uno no sea perfecta, pero sigue siendo la historia de uno. Como ha escrito el historiador Victor Davis Hanson, un país «no tiene que ser perfecto para ser bueno». Sajar la parte desagradable no cambia los hechos; puede incluso ser reemplazada por una todavía más desagradable.

Algunos museos londinenses ya habían abrazado hace un tiempo la autocensura. La Tate Gallery vetó una obra de John Latham que mostraba un Korán entre cristales. El Victoria and Albert Musem exhibió pero posteriormente retiró una imagen devocional de Mahoma. La Saatchi Gallery exhibió dos desnudos con escritura árabe sobreimpresa, lo que provocó quejas de algunos visitantes musulmanes; el museo las cubrió. La Whitechapel Art Gallery purgó una muestra en la que había unas muñecas desnudas.

El diccionario Merriam-Webster acaba de revisar la definición de racismo para incluir la cualidad de «sistémico», presumiblemente para expresar que toda la sociedad es culpable e injusta.

Los censores parecen querer controlar nuestro universo mental, como en la novela de George Orwell 1984:

Todo registro ha sido destruido o falseado, cada libro ha sido reescrito, cada cuadro ha sido repintado, cada estatua y edificio han sido rebautizados, cada fecha ha sido alterada. Y el proceso continúa, día a día y minuto a minuto. La Historia se ha detenido. Nada existe salvo el presente incesante, en el que el Partido siempre tiene razón.

Este proceso de autohumillación occidental empezó hace mucho. Así, los ayuntamientos en manos del Partido Laborista británico empezaron a examinar todas las estatuas bajo su jurisdicción. El alcalde de Bristol, Marvin Rees, en vez de defender el imperio de la ley, calificó de «historia poética» la violenta eliminación de la estatua de Colston. Cuando los vándalos empezaron a destruir estatuas, muchos aplaudieron. El primer ministro británico, Bori Johnson, habló de «iconoclasia políticamente correcta».

Una semana antes de la querella de las estatuas, en el Reino Unido la gente andaba arrodillándose por George Floyd. Parecía una demanda colectiva para que toda la sociedad occidental se arrepintiera. Parecía una suerte de histeria ideológica, no tan distinta de las de la Inquisición o la del proceso contra las Brujas de Salem: diríase que quienes se arrodillaban eran gente más moral, que estaban del lado de la Justicia. Se arrodillaron incluso policías británicos, así como la presidenta de la Cámara de Representantes norteamericana, Nancy Pelosi, y otros líderes demócratas. Ambos fueron actos de irresponsabilidad y capitulación. Días después, el establishment británico sucumbió ante el nuevo Talibán.

¿Qué pretende conseguir este macabro juego ideológico? No el derribo de monumentos como las estatuas de Colón, que han sido incluso decapitadas. Va más allá. Es una toma del poder para desatar una revolución cultural e impedir que nadie diga que no todas las culturas son iguales; para someter a juicio el pasado de Europa; para instilar un remordimiento perenne en las conciencias y esparcir el terror intelectual a fin de hacer avanzar el multiculturalismo.

¿Cuántos se negarán a comulgar con esta supresión coactiva de la Historia? Si son muchos los que se arrodillan ante el nuevo totalitarismo, ¿quién tendrá el coraje para defender la historia y la cultura de Occidente?

Giulio Meotti, escritor y periodista italiano, es jefe de Cultura de Il Foglio.

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