Dura lex, decían los romanos; la ley es dura sed lex, pero es la ley. Sin embargo, la verdad es que eso de la ley parecía algo anticuado, casi cursi, en el mundo de la posmodernidad, regido por el imperio de lo que comúnmente se resume en la fórmula: “mi mismísima gana”.
Claro que a nivel individual todavía parecía normal que un delincuente fuese castigado, con algunas excepciones, porque ya sabemos que la Justicia puede equivocarse, que el ser humano es falible, etc., etc… Pero a nivel colectivo las cosas ya resultaban algo más complejas, porque cada cual se atribuía el derecho de rehusar la ley votada democráticamente, o, si la aceptaba, de adaptarla a su percepción del mundo.
La paradoja resultante es que, a fuerza de pisotear los procesos democráticos se ha abierto la puerta, en toda Europa, a gobiernos que de democracia saben muy poco, y quieren saber aún menos.
Con todo, la gran víctima del afán individualista ha sido la ley natural, ese concepto forjado por griegos y romanos, sistematizado por la Iglesia, y reformulado por la Ilustración. Yo no soy filosofa y no me voy a meter en discusiones fuera de mi alcance.
Lo que quiero exponer aquí es mi experiencia de confinada, a través lo que me llega por teléfono o por mail. “Falleció Julián”. “Pero, cómo es posible, hace apenas un mes hizo un viaje fabuloso a Nepal, con trekking y todo. Y hasta me dijeron que iba a casarse con una chica treinta años más joven”. Si, pero Julián tenía setenta y dos años. “No te lo creerás, ha muerto en la Paz Susa, con lo bien que estaba y lo feliz, después del botox en febrero. ¡Decía que no estaba así ni a los cincuenta! Si, pero Susa, tan coquetona, ya iba para los ochenta. “Qué horror. Roberto, a punto del cargo de su vida y ahora tirado en el Palacio de Hielo”. Si, pero el dinámico Roberto acababa de cumplir los setenta.
Ya sé que el virus también azota a gente de cuarenta o cincuenta años, o incluso a personas más jóvenes, pero desde el día funestísimo en el que no sé a qué campesino chino se le ocurrió comerse un pangolín o cualquier otro bicho, estamos aprendiendo lo que hubiéramos debido tener claro, es decir que, más allá de los setenta años, y quizá de los sesenta, uno ya no es joven, aunque nuestro tiempo nos otorgue más opciones y energía.
Que podamos -y queramos- parecerlo, a golpe de gimnasio, cosméticos cuasi milagrosos y terapias de toda índole -cuanto más caras, mejor- no anula la evidencia: el paso del tiempo no se deja olvidar, aunque hagamos lo posible por fomentar nuestra amnesia.
El afán humano de omnipotencia se focaliza en un número reducido de temas, muy interdependientes: el éxito, el sexo, la riqueza, la política, pero sobre todo en el dominio del tiempo, esa fantasía tan arcaica de la inmortalidad, o, por lo menos, de una vida que sobrepase los límites que nos ha fijado la naturaleza.
Las pasiones son parte integrante de la existencia, y seguro que sin ellas nos parecía algo sosa. Por eso yo no critico a aquellos que están siempre en búsqueda de lo imposible, y que a veces consiguen hacer las cosas mejores. Pero no por eso se debe perder la lucidez, es decir la consciencia aguda de nuestros límites.
Como cualquiera, odio este virus, tan extraño, del que todavía no sabemos gran cosa, pero se le debe reconocer algunos méritos sombríos. A la hora de escoger, prefirió, en regla general, llevarse a los ancianos y no a los niños, aunque en qué condiciones. Y si la poesía es el arte de crear mundos nuevos, inimaginables, el virus es una versión sarcástica de la poesía pura, porque quién hubiese podido pensar en esas hermosas ciudades vacías, invadidas por una fauna inesperada y con media humanidad confinada, semana tras semana, por culpa de una cosilla que mide a penas 0, 01 micrómetro.
Y si la filosofía pretende arrancarnos del mundo confuso de nuestras creencias, de nuestras ilusiones, de nuestras pasiones, el virus es filosofía ya que nos enseña con su inflexible y cruel pedagogía que no todo depende de nosotros y que solo somos okupas en un mundo del que creíamos ser propietarios.
Por Eva Levy