Para comprender lo deshonesto que es el debate sobre Jerusalén cuando se desarrolla en ámbitos en los que Israel es contemplado con hostilidad, como el New York Times, hemos de empezar por hablar de lo que sucede en Estambul, Turquía.
La semana pasada, el régimen autoritario de Recep Tayyip Erdogan llevó el calendario de vuelta a 1453, cuando los musulmanes otomanos asediaron la ciudad que en aquel entonces se llamaba Constantinopla. Era lo que quedaba del otrora poderoso Imperio Bizantino, que gobernó buena parte de la región como sucesor de la antigua Roma en el Mediterráneo Oriental. Cuando la ciudad cayó, tras 53 días de sitio, las fuerzas atacantes se lanzaron a una orgía de destrucción, asesinatos y violaciones. Tras la batalla, los turcos otomanos no sólo hicieron de la ciudad la capital sobre la que su imperio gobernaría hasta el final de la Primera Guerra Mundial, sino que convirtieron la mayor iglesia de la misma –Santa Sofía, faro de la Cristiandad ortodoxa oriental– en una mezquita.
Esa acción fue típica de lo que solían hacer los conquistadores en aquellos tiempos y en la antigüedad, y el simbolismo del imperialismo islámico triunfante era obvio. Pero en el s. XX, cuando Turquía se convirtió en una república laica tras la caída de los otomanos, Santa Sofía fue convertida en museo como parte de los esfuerzos del laicista Kemal Atatürk por hacer del extremismo islámico cosa del pasado.
Un siglo más tarde, Erdogan está decidido a arrojar esas actitudes ilustradas al basurero de la Historia. La ambición del líder turco de ser el campeón del mundo islámico le está llevando a incurrir en una clase de actitudes que redundan en la idea de que hay que afianzar la hegemonía regional del Islam.
Erdogan ha proclamado que la reimposición del rezo musulmán en Santa Sofía es “el heraldo de la liberación de Al Masyid al Aqsa”, la mezquita de Al Aqsa, en el Monte del Templo de Jerusalén. Se trata de un llamamiento a expulsar a Israel de Jerusalén y del lugar más sagrado para el judaísmo. Que se haya proferido cuando los judíos religiosos empiezan el periodo de aflicción por la destrucción del Templo que culmina en Tisha b’Av es probablemente una coincidencia, pero aún así espeluzna.
Lo que sucedió en Constantinopla no fue excepcional. Los invasores musulmanes hicieron lo mismo durante el periodo en que expandieron su fe por la fuerza de las armas desde la India hasta Europa. Y, para ser justos, las fuerzas cristianas les pagaron con la misma moneda cuando reconquistaron España y los Balcanes convirtiendo mezquitas en iglesias.
Cuando Erdogan se hace eco de la retórica palestina, tanto de los sedicentes moderados de Fatah como de los extremistas de Hamás, acerca de expulsar a los judíos de Jerusalén, no sólo está exhibiendo su hostilidad hacia el Estado judío. También está dejando claro que pretende reclamar el título de custodio del islam a los líderes saudíes, que numerosos musulmanes consideran contaminados por sus relaciones subrepticias con Israel.
Lamentablemente, el precedente de Santa Sofía también contribuye a moldear el debate sobre Jerusalén.
Tenemos un ejemplo en un artículo publicado por The New York Times y firmado por Mustafa Akyol, un habitual de sus páginas de Opinión. Akyol, miembro destacado del libertario Cato Institute, es un académico musulmán turco adscrito a una versión más liberal del islam. Con la aparente intención de criticar a Erdogan, Akyol aduce que la toma musulmana de Santa Sofía va en contra de los preceptos del profeta Mahoma, que, dice, los musulmanes descartaron posteriormente luego de que sus conflictos con el mundo cristiano se intensificaran.
Su intención es instar a los musulmanes a revivir una versión más tolerante de su fe, y ojalá lo hagan. Pero la prueba que presenta para defender su tesis es que los musulmanes se habrían privado de convertir en mezquitas los templos de los demás credos cuando arrebataron Jerusalén a los bizantinos. Escribe Akyol:
El historiador cristiano Eutiquio incluso nos dice que cuando el califa Omar entró en la ciudad, el patriarca de Jerusalén, Sofronio, le invitó a orar en el más sagrado templo de la Cristiandad: la Iglesia del Santo Sepulcro. Cortésmente, Omar declinó diciendo que quizá los musulmanes lo tomaran posteriormente como excusa para convertir la iglesia en una mezquita. En cambio, oró en un lugar vacío que los cristianos ignoraban pero los judíos honraban, entonces y ahora, como su lugar más sagrado, el Monte del Templo, donde el Muro Occidental, el último resto del antiguo templo judío, se eleva hacia la cima del Monte, donde fueron erigidas la Mezquita de Omar y la Cúpula de la Roca. En otras palabras, el Islam entró en Jerusalén sin convertirla realmente.
Suena bien, pero es completamente falso. Al levantar mezquitas en el Monte del Templo, el califa mostró que los musulmanes habían asegurado su dominio sobre el pueblo que tenía el más poderoso reclamo sobre la ciudad y sus santos lugares. Unos 25 años antes de la conquista islámica, los conquistadores persas sasánidas expulsaron brevemente a los bizantinos de la región y devolvieron la ciudad a los judíos, que construyeron una sinagoga en el Monte del Templo.
Ese breve periódico de reconstrucción judía acabó siendo extinguido por la violencia cristiana y la traición persa. Pero la noción de que en ese periodo histórico nadie quería el Monte del Templo salvo los musulmanes es falsa. Los conquistadores musulmanes podían haber emplazado sus mezquitas en cualquier otro lugar. Al ponerlas sobre el Monte del Templo, persiguieron el mismo objetivo que les alentó ocho siglos después en Constantinopla.
Sólo hay un caso de una potencia victoriosa que se alza por sobre el conflicto sectario en lo relacionado con los templos, y, frente a lo que dice Akyol, nada tenía que ver con los primeros conquistadores musulmanes. La fecha fue junio de 1967, cuando las fuerzas israelíes reunificaron Jerusalén. La ciudad llevaba dividida 19 años, durante los cuales Jordania prohibió a los judíos orar en la Ciudad Vieja y profanó y destruyó sinagogas en lugares como el cementerio ancestral del Monte de los Olivos.
Aun así, cuando los paracaidistas israelíes tomaron posesión de la Ciudad Vieja no sólo preservaron las mezquitas del Monte del Templo, sino que el ministro israelí de Defensa, Moshé Dayán, entregó el control del lugar al Waqf, lo que inauguró el primer periodo de la historia de Jerusalén en el que se garantizó el libre acceso a los lugares sagrados a los fieles de todos los credos. La única excepción a la norma se produce, precisamente, en el Monte del Templo, donde aún hoy los judíos tienen prohibido rezar en lugar alguno de la explanada que hay sobre el Muro Occidental. Un Gobierno israelí temeroso de hacer nada que valide las teorías conspiratorias difundidas por los líderes palestinos acerca de un plan para volar las mezquitas ha reforzado rigurosamente esa norma.
La cuestión aquí no es sólo llamar la atención sobre el ánimo revanchista islamista que Erdogan se ufana de representar. Ni destacar el hecho de que aun musulmanes liberales como Akyol sean capaces de ser honestos sobre la manera en que el lugar más sagrado del judaísmo fue convertido en un templo islámico inviolable a ojos de la opinión pública mundial. Sino resaltar que la única manera de preservar el acceso de los judíos –y de los fieles de otras religiones– a los lugares sagrados de Jerusalén pasa por garantizar que la ciudad no vuelve a ser dividida, como pretenden los partidarios de la solución de los dos Estados. La única alternativa al statu quo en Jerusalén no es una utopía platónica de dos pueblos viviendo felizmente juntos con una soberanía compartida, como pretenden antisionistas como Peter Beinart, ni la vuelta a los parámetros para la paz promovidos por la Administración Obama, que dividirían la ciudad. La resurrección erdoganista de la brutal vía de la conquista es la única otra opción.
Quienes se preocupan por la libertad religiosa y la preservación de los santos lugares deberían extraer las lecciones pertinentes de lo que está sucediendo en Turquía, sobre todo de la forma en que se está debatiendo en las páginas del NYT.
Revista El Medio