En 2019 caducaba el plazo para que los descendientes de los sefardíes expulsados de España en 1492 pudiesen solicitar la nacionalidad española. Cinco siglos después de que los Reyes Católicos echaran a los judíos de Sefarad (como la Biblia denomina en hebreo a la península ibérica), una ley sancionada en 2015 por unanimidad en el Congreso buscó enmendar esa deuda pendiente.
Los sefardíes emigraron a diversos destinos tras la expulsión. De todos ellos, ninguno preservó tanto el espíritu y las costumbres de su añorada Sefarad como Salónica. Esta capital llegó a ser por momentos la segunda metrópolis más importante del Imperio otomano, gracias, en buena medida, a esos exiliados.
Salónica, perteneciente a Grecia en la Antigüedad y de nuevo a partir de 1912, fue durante medio milenio, hasta el exterminio nazi, lo más parecido a una patria hebrea cuando no existía el estado de Israel. De hecho, se convirtió durante su apogeo, bajo los musulmanes, en el hogar de la comunidad judía más grande, próspera e influyente del planeta por el impulso sefardí.
Un imperio multiétnico
Aunque los sefardíes no fueron la primera comunidad judía en radicarse allí. Siglos antes lo habían hecho los romaniotes, procedentes en gran parte de Alejandría . Y a finales del siglo XIV llegaron los asquenazis huyendo de las persecuciones en Europa central y oriental.
Además de ser un puerto muy dinámico, hacía de bisagra entre Italia y los Balcanes, al oeste, y el Imperio otomano, al este. De ahí que este quisiera la plaza. La anexionó en 1430 bajo el sultán Murad II.
La población islámica ocupó en adelante la mayoría de los puestos clave institucionales y sociales. Sin embargo, las nuevas autoridades garantizaron las prerrogativas habituales en estos casos a los judíos y los cristianos, en tanto “pueblos del Libro”.
Cierta libertad de culto, un alto grado de autogobierno de su comunidad y algunas exenciones fiscales se contaron entre esos privilegios.
Judíos bienvenidos
Los sultanes, de hecho, recibieron a los sefardíes con los brazos abiertos. No entendían que España se desprendiera con tanta facilidad de este preciado capital humano. Solimán el Magnífico llegó a comentar que “se maravillaba de que hubiesen echado a los judíos de Castilla, pues era echar la riqueza”.
Fue una jugada magistral. Los judíos enseñaron a fabricar a los otomanos de arcabuces a artillería pesada. También crearon imprentas, las primeras del Imperio. Una minoría de traductores, médicos y banqueros judíos prestaban servicio al propio sultán.
Hubo una proporción de un sefardí por cada otro vecino de Salónica hasta entrado el siglo XX. Ningún otro lugar del mundo reunió tantos judíos en ese medio milenio.
La metrópolis se benefició de ello. Hubo que levantar barrios enteros y modernizar el suministro de agua. Más cuando, entre los siglos XVI y XVII, se sumaron a los sefardíes originales muchos otros desplazados de Occidente por asuntos internos de cada reino o por la pugna entre islam y cristiandad.
Debido a su gran número, los sefardíes de Salónica se mantuvieron segregados de otros compañeros de religión. Miraban con desdén a los “griegos”, como llamaban a los romaniotes, y a los “alemanes”, o asquenazis. Sobre todo, los sefardíes procedentes directamente de la península ibérica.
Los judíos eran ciudadanos de segunda en comparación con sus vecinos musulmanes. No obstante, su comunidad fue siempre autónoma. Gracias a esta libertad, los sefardíes pudieron desarrollar una especie de próspero microestado dentro del otomano.
Podían dictar leyes para su congregación, siempre que no chocaran con el orden jurídico imperial. El rabino mayor de Salónica podía incluso encarcelar a los delincuentes judíos.
El oro pañero
La clave inicial del bienestar sefardí del siglo XVI pasó por la artesanía. Pero el gran despegue económico ocurrió a partir de una contrata otorgada por el sultán: la confección de los uniformes de los jenízaros, su guardia pretoriana. Los judíos locales se especializaron en trabajar la lana, con todas las industrias derivadas. Una vez servida la infantería de élite, eran libres de continuar fabricando textiles para otros clientes.
No tardaron en vestir a toda Salónica y a otras ciudades otomanas, e incluso exportaron tejidos a las actuales Hungría e Italia. Fue gracias a una feliz combinación de demanda, telares mecánicos de vanguardia, buen oficio y una valiosa red de lazos familiares e intercomunitarios que conectaban el mundo islámico y la Europa cristiana.
El sector lanero era el más destacado, pero también se dedicaron al algodón y la seda y, fuera del ámbito textil, al trigo y la sal, así como, más tarde, a la manufactura de pólvora y artillería. También importaron artículos suntuarios italianos y balcánicos para aprovechar el regreso de las flotas y caravanas.
La extracción de plata fue una contrata como la pañera. Pero en este caso desastrosa. Los hebreos de la ciudad a quienes se les endilgó no sabían cómo rehuirla.
Inmigrantes muy rentables
A mediados del siglo XVI, Salónica ya generaba los mayores ingresos urbanos del Imperio otomano tras Estambul. La integración social y la prosperidad potenciaron la cultura sefardí. Se abrieron escuelas rabínicas. También se imprimieron los primeros libros en judeoespañol. Se formaron, en realidad, dos idiomas mixtos de lenguas peninsulares y hebreo: el ladino, más culto y usado sobre todo en textos religiosos, y el judezmo, de empleo cotidiano. Ambos se han conservado hasta el presente, cargados de arcaísmos y de palabras en hebreo, turco y griego.
Los sefardíes de Salónica acompañarían el declive otomano a partir del siglo XVII. Los fracasos militares del sultanato, el boom de las rutas atlánticas en detrimento de las mediterráneas, un repunte de la piratería, la escasez de grano y varias galopadas inflacionistas minaron el apogeo del siglo anterior. La decadencia judía se agravó, además, por la mayor carga impositiva con que Estambul trató de compensar la debacle.
Un segundo esplendor
Sin embargo, los sefardíes iniciaron una remontada a mediados del siglo XIX. Obedeció a múltiples causas. Desde contextos globales como la Revolución Industrial y el mayor peso político de las clases burguesa y trabajadora hasta la construcción de una línea férrea que, a partir de 1871, conectó Salónica con la capital imperial, por el este, y con Europa, por el oeste.
Pero el mayor dinamizador socioeconómico fue legislativo. Se trató de la Tanzimat, una serie de leyes sancionadas de 1839 a 1876 para modernizar el sultanato. Estas reformas implantaron una ciudadanía igualitaria, sin distinción de etnia o de religión.
El cambio diluyó la identidad cultural y erosionó la autonomía de los hebreos. Pero ganaron libertad de acción. Una mayor igualdad de oportunidades, mecanismos optimizados de producción y distribución y una comunicación más fluida con el exterior enriquecieron y modernizaron a la sociedad sefardí y, con ella, a Salónica.
La población de la ciudad creció exponencialmente. De 30.000 habitantes en 1830 pasó a 157.900 en 1913. De ellos, en 1908, los judíos alcanzaron un pico de entre 80.000 y 93.000, según autores.
Arte y parte de los nuevos tiempos, los sefardíes se politizaron. Bien apoyaron, o bien se opusieron al otomanismo, hasta el punto de convertir Salónica en el bastión principal de la revolución de los Jóvenes Turcos. Pasiones parecidas despertaron ideologías como el socialismo y el sionismo.
De pronto, griegos
La vitalidad cultural se resintió y terminó desapareciendo por una cadena de acontecimientos. La revolución de los Jóvenes Turcos ya había espoleado cierta emigración en 1908, al abogar por un servicio militar obligatorio que algunos judíos rechazaban. Mucho más traumática fue la anexión a Grecia en 1912, tras la conquista de la metrópolis en la primera guerra de los Balcanes.
Atenas forzó con torpeza una helenización que damnificó a la población judía. Los hebreos debieron aprender un nuevo idioma, descansar los domingos en vez de los sábados o servir bajo bandera. Estas alteraciones de su estilo de vida centenario afectaron tanto alos sefardíes que sus líderes intentaron negociar, sin éxito, un estatus de autonomía para Salónica, hacerla una ciudad libre.
Una sucesión de desgracias
Para colmo, en agosto de 1917, un incendio gigantesco se ensañó con la urbe, base aliada durante la Primera Guerra Mundial. Iniciado en una cocina, el fuego arrasó un tercio de la capital, el más antiguo. Ardieron tres de cada cuatro manzanas judías. Sin hogar, sin trabajo y sin siquiera donde rezar, muchos emigraron. Los sefardíes iban dejando de ser mayoría.
Fue el inicio de una serie de calamidades. Los edificios nuevos ya no serían suyos, sino propiedad de vecinos griegos. La población helena, además, se multiplicó en 1923, cuando Atenas intercambió con Estambul cristianos por musulmanes. Se disparó la competencia por un empleo.
Empezó a haber episodios de antisemitismo. El incidente más grave tuvo lugar en Campbell, un barrio obrero judío asaltado y quemado en 1931 por dos mil exaltados. Hubo una víctima mortal, quinientas familias perdieron su casa y se profanaron decenas de sepulturas. Fue un leve anticipo del horror total. Porque, en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, en 1941, el ejército alemán tomó el mando de la ciudad. Con él viajaba la Gestapo.
Como en tantos otros capítulos del Holocausto, primero se desposeyó a los judíos de derechos. Después se les confiscaron los bienes y se los confinó en un gueto. Allí, los trabajos forzados, las palizas, el hambre y las enfermedades los mataron a cientos. Hasta 1943, cuando comenzó a aplicárseles directamente la Solución Final. Los trenes salían de Barón Hirsch, un barrio contiguo a la estación ferroviaria. Su destino, Auschwitz-Birkenau.
Un par de cifras: en el gueto de Barón Hirsch se contabilizaron en torno a 56.000 judíos en febrero de 1943. Al cabo de la guerra no quedaban más de 2.000 en toda la ciudad.
Regreso a casa
Algunos supervivientes permanecieron en Salónica. Otros, traumatizados, prefirieron poner distancia. Emigraron a diversos puntos de Europa, Estados Unidos, Argentina o un flamante estado de Israel. Hoy hay unos 1.400 judíos en una ciudad que sigue siendo importante, el segundo puerto de Grecia tras El Pireo ateniense.
Algo más de 132.000 descendientes de aquellos sefardíes expulsados de España en 1492 solicitaron la nacionalidad peninsular en los cuatro años en los que estuvo abierto el plazo, de 2015 a 2019. No se han resuelto aún todas las peticiones, pero varios miles han podido ya regresar a casa. Algunos traen consigo incluso las llaves de aquellas cuyas puertas cerraron en Osuna, Toledo o Zamora hace medio milenio.
.La Vanguardia