Mucha gente cree que la pintura no ha sido una disciplina cultivada preferentemente en el judaísmo debido a la ordenanza bíblica de “no hacernos imagen”, ni de lo que hay arriba en el cielo ni de lo que hay abajo en la tierra.
Y es cierto que algunas comunidades han llevado esta idea al extremo. Pero sería un error pensar que esta es una idea monolítica. Por el contrario, la evidencia arqueológica demuestra que ya desde la antigüedad los judíos decorábamos palacios y sinagogas con representaciones magníficas con diferentes temáticas.
La pintura, en tanto manifestación artística y —por lo tanto— de gran relevancia para el espíritu humano, no ha sido una actividad creativa que pase desapercibida para los judíos.
Prueba de ello es la obra de Marc Chagall (1887-1985), acaso el pintor judío más destacado del siglo XX, y sin duda el pintor destacado más judío de toda la historia.
Nacido en Bielorrusia en las épocas finales del reinado zarista, era un joven de 20 años cuando la revolución bolchevique arrasó con la política del país. Militante marxista emocionado por el cambio social que se estaba dando, Chagall colaboró incluso como Comisario de Artes en su natal Vitebsk, si bien en los años 30 optó por moverse hacia París. Allí se integró a las grandes vanguardias artísticas de su momento.
Irving Gatell nos explica cómo evolucionó la pintura como arte, y las características fundamentales del expresionismo —estilo del cual Chagall es uno de los máximos exponentes—, para entender cómo todo esto, mezclado con un alma judía que nunca renunció a su identidad, permitió a Chagall inventar un universo colorido y vital, lo mismo intenso que enternecedor, que le convirtió en uno de los más importantes pintores del siglo XX.
Y, sobre todo, un pintor que será recordado siempre por haber llevado el alma de la experiencia judía a cada una de sus pinturas
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