La destrucción del Templo de Jerusalém en la historia judía supuso un quiebre.
En ambos casos, Babilonia y Roma, supuso un cambio de paradigma: un primer exilio, y el exilio definitivo; el ensayo, y el acontecimiento. En cualquiera de los casos, al tiempo que la realidad se asentaba, sus protagonistas siguieron adelante con sus vidas y resolvieron las nuevas coyunturas con celo y creatividad. Ninguno de los hechos, por trágicos, destructivos, y terribles que fueron, significaron el designio para el que fueron perpetrados: la desaparición de los judíos.
Éstos, nosotros, seguimos adelante durante siglos afrontando día a día la realidad, sobreviviendo, y anhelando un tiempo de redención. Esta suerte de metáfora de la esperanza permitió que la cotidianeidad no sucumbiera ante el espanto, que la luz íntima de la noche sabática o festiva prevaleciera sobre la oscuridad del entorno.
Sin embargo, nos hemos cuidado bien de no olvidar nuestras calamidades, nuestras “otras vidas”, lo que fuimos y ya no somos, pero sin lo cual no seríamos, precisamente, aquello que somos. El dolor por la pérdida de los Templos y Jerusalém los recordamos no sólo en Tisha Be’Av sino en múltiples oportunidades. Sabemos que no volveremos a aquel estado de la existencia, pero dolemos por haberlo perdido. Nos constituye.
Del mismo modo, los seres humanos en nuestras vidas personales e íntimas podemos llevar con nosotros para siempre nuestro “jurbán Beit Hamikdash” personal, nuestra propia e intransferible experiencia de destrucción de un Tiempo para ser sucedido por otro tiempo. La mayoría de las personas siguen más o menos adelante con sus vidas una vez que hechos traumáticos acontecen.
Sin embargo, toda la energía, la alegría, el sentido de nuevas oportunidades, todo el optimismo propio o del entorno no puede ignorar el dolor profundo, casi sepultado, que guardamos en algún rincón del alma. La vida sigue, los ciclos nos renuevan, los objetivos y las prioridades cambian, y nosotros con ellos. Guardamos memoria y una tristeza no fosilizada sino arqueológica: todos pisamos ruinas en algún momento. Sin memoria, no valoraríamos el presente ni alentaríamos el futuro.
Convertir el evento colectivo en metáfora personal puede sonar exagerado. Este uso metafórico y personal de las fuentes judías nos parece válido porque puede redundar en la re-significación tanto del significante como del significado; casi intercambiables.
Cada cultura o civilización construye un lenguaje de símbolos y señales propios: la destrucción de los Templos en toda su fatal irreversibilidad puede constituir un lenguaje del dolor, pero también del consuelo y la reconstrucción. «
Ianai Silberstein – Tu Meser19- 07- 2019
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