Estados Unidos debía construirla antes que Alemania nazi o el mundo caería en manos del Führer. Todo se desarrolló en El Alamo, un pueblo que levantaron desde cero. Quién fue Oppenheimer, el creador del arma mortal. Los intentos de espionaje. Y el misterio de Heisenberg, el científico alemán que no llegó a la bomba… ¿o no quiso?
En 1938 cambió todo. Y no sólo por la amenaza nazi con Hitler. Los científicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann descubrieron la fisión nuclear. Meses después se le sumó la explicación teórica brindada por otros físicos teutones. El hallazgo científico convirtió a la bomba atómica en algo que teóricamente podía llegar a construirse.
A esa altura todavía eran pocos los que podían entender las implicancias. Pero un año después con Hitler avanzando sobre el resto de Europa, la amenaza se tornó mucho más real.
Un grupo de científicos húngaros exiliados fueron a ver a Albert Einstein. Le pidieron que interviniera. Él aceptó enviar una carta a Franklin Delano Roosevelt, el presidente de Estados Unidos. La autoridad de Einstein haría que la advertencia fuera escuchada y tomada en serio.
Esa carta convenció a Roosevelt, quien ordenó que se pusieran a investigar el tema. La cuestión principal era el uranio. Einstein hablaba en su misiva de una bomba de un poder destructor desconocido, que llevado por un barco y lanzada cerca de un puerto no sólo podía destruirlo sino también arrasar la zona aledaña. El Premio Nobel afirmaba que sería tan pesada que un avión no podría trasladarla.
De inmediato se conformó el Comité Consultivo del Uranio. El informe de ese grupo de trabajo que entre otros integraban Szilard y Wigner (también estaba Edward Teller, famoso años después por la Bomba H) estableció que el uranio podía ser la fuente para construir bombas de una potencia desconocida.
El capital inicial fue escaso, tan solo seis mil dólares. La clave estaba en la fisión nuclear. Los científicos estadounidenses tardaron dos años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica. Comunicado el dictamen al presidente Roosevelt, éste le asignó al proyecto un presupuesto considerable. El siguiente paso tendría otra magnitud. No sólo por el avance en la investigación sino también por el empeoramiento de las condiciones políticas. Hitler estaba ganando la guerra.
A fines de 1941, muy poco tiempo antes del ataque japonés a Pearl Harbor, Roosevelt puso en marcha el Proyecto Manhattan. Tenía como único fin la construcción de la bomba atómica. El trabajo por hacer era enorme y debía forjarse un largo camino, realizar varios descubrimientos científicos y engarzar cuestiones prácticas que parecían de imposible solución.
Se reclutaron científicos y técnicos de todo el mundo. Varios premios Nobel integraban la lista. En la dirección científica del Proyecto Manhattan fue nombrado Robert Oppenheimer.
El 2 de diciembre de 1942, el italiano Enrico Fermi dividió un átomo de uranio y liberó neutrones, los cuales, a su vez, pueden dividirse en más átomos de uranio: la reacción en cadena. Ese fue el primer gran logro. De ahí en adelante, los científicos fueron resolviendo los diversos problemas que presentaba la creación de la bomba.
El presupuesto se incrementaba. Todos los recursos para crear la “súper-bomba”. En Los Alamos fundaron una ciudad en miniatura para los 6 mil científicos y técnicos (y sus familias) que trabajaban en el proyecto. El principal motivo de la elección del lugar era claro: la seguridad. La lejanía de Los Alamos de otras poblaciones impedía filtraciones de la información y si existía algún accidente nuclear nadie más se vería afectado. Hubo que construir caminos de acceso y asegurar el suministro de agua, además de levantar las viviendas e instalaciones en tiempo récord.
Los Alamos era el corazón científico del proyecto. La sede en la que las grandes mentes estaban alojadas e iban urdiendo las soluciones. Como era un sitio secreto se lo nombraba como Lugar Y o La Colina. Los bebés que nacieron allí fueron anotados como nacidos en Santa Fe. Nada tendría que hacer sospechar, ningún dato se podía filtrar.
Pero Los Alamos no era la única sede, ni sus empleados la totalidad del plantel. Dispersos en lugares remotos de Estados Unidos hubo al menos veinte establecimientos destinados al Proyecto Manhattan en los que se realizaban tareas específicas que posibilitarían el resultado final. En total hubo más de 130 mil personas destinadas a la construcción de la bomba atómica.
El dinero recayó con constancia en las arcas del Proyecto Manhattan.
A comienzos de 1945, Roosevelt ya llevaba gastados 2 mil millones de dólares en su arma secreta.
El Proyecto Manhattan era confidencial. Muy poca gente sabía de él. Roosevelt y unos pocos más. Dentro de los que no sabían estaba Harry S. Truman, vicepresidente de Roosevelt, y presidente de Estados Unidos a la muerte de éste. A dos semanas de asumir la primera magistratura no conocía de la existencia de Los Alamos y de su producción. Truman fue quien ordenó lanzar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Se cree que sólo una docena de personas conocía la totalidad del proyecto y su sentido. Al resto alguna parte del cuento le faltaba. Y que de los 130 mil afectados sólo un millar sabía de los átomos y la fisión. El resto trabajaba a oscuras, con objetivos cercanos pero sin conocer el sentido final de sus tareas.
El secreto no era un asunto menor. Para mantenerlo se ejercía una fuerte censura. Estaba terminantemente prohibido escribir en la prensa sobre él. El secreto era necesario también por los intentos de espionaje de diversas fuerzas. No sólo los alemanes estaban interesados en el Proyecto Manhattan; también los soviéticos trataban de averiguar lo que pudieran y quedarse con secretos atómicos. Uno de los primeros objetivos del Ejército Rojo al entrar en Berlín fue el de los laboratorios alemanes para quedarse con lo que pudieran.
El Proyecto Manhattan no estaba sólo. Alemania estaba desarrollando el Proyecto Uranio, su propio intento de conseguir la bomba atómica. Este fue el principal aliciente de muchos de los prestigiosos científicos involucrados en el tema. Evitar que Hitler tuviera la bomba atómica que, se sabía, lanzaría en primer lugar sobre Londres.
Quien encabezaba las investigaciones alemanas sobre el tema era Werner Heisenberg, Premio Nobel de Física 1932 y quien enunció el Principio de Incertidumbre. Heisenberg era reconocido y respetado por sus colegas. Era tal su capacidad que nadie dudaba que podría desarrollar la bomba. Lo otro que se sabía era que utilizaban agua pesada y que los nazis habían atacado varias ciudades para proveerse de ella, al igual que al Congo Belga (Zaire) por su reserva de uranio.
Heisenberg se reunió en Copenhague con Niels Bohr, su maestro, y le expresó las dudas de entregarle tamaño poder a Hitler. Tanteó la posibilidad que los científicos de ambos bandos dilataran los proyectos.
Al día de hoy no se sabe con certeza si Heisenberg saboteó la posibilidad nazi de obtener la bomba o si se enfrentaron a problemas científicos y logísticos que no pudieron resolver.
Robert Oppenheimer fue un físico teórico de gran relevancia. Desde joven se destacó en su campo (una actividad en la que la precocidad es norma), estudió con los mayores referentes de su época (Bohr y Heisenberg entre otros) y realizó varios aportes a la física. Pero, sin duda, su recuerdo siempre quedará ligado a la creación de la bomba atómica.
Como responsable científico debió reclutar a los mejores científicos de su época, resolver los diferentes problemas técnicos que se presentaban y manejar al enorme equipo que vivía aislado y en estrictas condiciones de confidencialidad en el Los Alamos. No fue poco mérito mantener el liderazgo y la armonía, logrando conciliar dos universos tan dispares como el militar y el científico. Sus colaboradores lo admiraban y lo seguían con devoción. Quedaban cautivados por su palabra serena y seguro y por sus ojos celestes, por su mirada glacial. Hablaba 8 idiomas y tenía una vasta cultura. Todo lo humano parecía interesarlo.
Oppenheimer conformó un seleccionado; logró reunir a los mejores científicos del mundo. Una conglomeración que no se ha repetido en la historia. Casi ninguno resistió a su oferta, fueron muy escasos los rechazos que cosechó. El argumento principal era que a ellos sólo les debía importar el desarrollo científico, la creación del instrumento. Su uso y su pertinencia era exclusivo resorte de los mandos militares, algo absolutamente ajeno a la órbita científica.
El general Glover, el encargado militar del Proyecto y quien convocó a Oppenheimer, fue su principal sostén. Los rumores e intereses hacían su trabajo. Todos querían el puesto de Oppenheimer, quien era mirado con recelo. Glover le dijo a un asistente: “No existe posibilidad alguna de que Oppenheimer nos traicione. Sus ganas de dejar su nombre en la historia son más grandes que cualquier otra cosa”.
Con Alemania derrotada y Japón muy debilitada, muchos de los implicados expresaron su reticencia al uso de la bomba, dado su poder destructor. Ellos trabajaban en oposición a Hitler. Se había disipado el temor a que él dispusiera la bomba antes que ellos y sojuzgará al mundo. Se tenía la certeza de que Japón no contaba ni con los recursos humanos ni científicos para crear un arma similar. Se sugirió un plan alternativo. Convocar científicos japoneses y veedores imparciales para hacerles una demostración en algún punto despoblado. Esa demostración debía tener, sostenían, la suficiente fuerza persuasiva para obtener la rendición japonesa. La idea no tuvo aceptación. Lo
De todos modos, la prueba se hizo. Fue el 16 de julio de 1945. Fue en Alamogordo, Nueva México. Robert Oppenheimer, otros científicos y mandos militares se ubicaron a 9 kilómetros del lugar en el que la bomba haría impacto. La explosión los sobrecogió. Por unos segundos quedaron cegados. El estruendo fue aterrador.
El hongo de tierra y fuego se elevó hasta el cielo. Nadie había visto nunca algo similar. Algunos pensaron que la bomba había penetrado la corteza de la Tierra.
Oppenheimer comenzó a hablar en voz alta. Los demás tardaron unos segundos en entender lo que decía. Estaba recitando un fragmento del libro sagrado de los hindúes, el Bhagavad-Gita: «El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro:/ Yo soy la Muerte,/ el fin de todos los tiempos». Esas líneas, que algunos dicen que en realidad fueron recordadas por Oppenheimer muchos años después del lanzamiento de la bomba atómica, encierran el dilema ético con el que convivió el científico a lo largo de su vida.
Su hermano Frank, también científico, recordó que Robert había tenido una reacción menos poética y más prosaica. Al ver la impactante explosión habría gritado, con entusiasmo: «¡Funcionó!». Es comprensible. Años dedicados exclusivamente a esa obra, la gente a su cargo, la guerra, la carrera para fabricar la bomba antes que los nazis, las presiones y el desafío científico. Toda la física de los últimos 300 años convergía en ese momento. Era para ellos una hazaña científica. El desafío había sido superado.
Albert Einstein escribió otra carta al presidente de Estados Unidos, 6 años después de la primera: “Toda posible ventaja militar que Estados Unidos pudiese conseguir con las armas nucleares quedará totalmente oscurecida por las pérdidas psicológicas y políticas, así como por los daños causados al prestigio del país. Podría incluso provocar una carrera armamentística mundial”. Pero esta vez no fue escuchado. Los principales científicos involucrados en alguna fase del Proyecto Manhattan expresaron, en los años posteriores, su remordimiento y se convirtieron en militantes pacifistas, abogando por el control del armamento atómico e insistiendo por el desarme.
Al día siguiente de la prueba en Alamogordo, la bomba fue embarcada en el crucero de guerra USS Indianápolis . Debía transportarla hasta Tinian, la base norteamericana más importante del Pacífico. Allí sería cargada en el B- 29 de Tibbets, al que éste había bautizado Enola Gay, el nombre de su madre.
La capacidad de daño de esa bomba era inimaginable. Pero en pocas días, después que desde el cielo, cayera sobre Hiroshima se iba a tener una idea de su poder destructor