Tras la derrota absoluta del Reich en la Segunda Guerra Mundial, el mundo reorganizó su balanza de poderes en una serie de encuentros entre EEUU, la URSS y Reino Unido
El paso del tiempo desfigura la Historia desde una serie de tópicos, algo más diáfano en nuestra época por vivir en una cultura de Trivial Pursuit bañada en lo simple hasta la banalización. A partir de este abordaje, la Conferencia de Potsdam es la guinda del pastel de todas las reuniones internacionales de grandes líderes durante la Segunda Guerra Mundial, de Teherán a Yalta, momentos clave donde pocos hombres determinaron el mañana de un mundo asolado por una barbarie inconcebible antes de 1939.
Entre el 17 de julio y el 2 de agosto de 1945 los mandamases Aliados se reunieron en el palacio de Cecielinhof, antigua propiedad de la dinastía Hohenzollern, en las afueras de Berlín. La capital alemana era la metáfora de lo acaecido durante esos largos años, con la mitad de su terreno asolado, infinitas personas en la miseria y una ocupación traumática tras la decisiva batalla, fulminante entre el empecinamiento hitleriano para dejar la nada tras la hecatombe del Reich, la ira soviética, saldada desde lo rutinario en una indescriptible espiral de violaciones y en lo pragmático por el más que simbólico colofón de llegar a esa meta neurálgica en primer lugar para plantar su pica y determinar, si bien entonces solo podía intuirse, en lo venidero la suerte geoestratégica de Europa.
Reuniones para repartirse el mundo.
En el triunvirato de elegidos Churchill y Stalin eran viejos colegas surcados en sus relaciones por una mezcla entre la fascinación y la cautela. El premier británico y el dictador soviético habían protagonizado más encuentros bilaterales en los meses previos, como el del 9 de diciembre de 1944 en Moscú, célebre por su cinismo al repartirse las áreas de influencia de Grecia, los Balcanes y Europa Oriental en un mero trozo de papel garabateado, amos del futuro sin atender a negociaciones ajenas.
En este sentido Harry S. Truman parecía un advenedizo y las malas lenguas se divierten etiquetándolo como un vendedor de corbatas, pero antes de las elecciones presidenciales de 1944 todos sabían de la precaria salud de Franklin Delano Roosevelt, y por eso mismo su candidato a vicepresidente no podía ser ninguna medianía. La diferencia de Truman dentro del sistema era su heterodoxia, escurridizo en sus movimientos en contraste con su antecesor, anómalo en la sólita producción política del ‘establishment’ y buen lector del contexto hasta abogar por un declarado protagonismo de las barras y estrellas en el panorama internacional desde un liberalismo reacio al aislamiento de entreguerras.
Cuando Roosevelt falleció el 12 de abril de 1945 le comunicaron la existencia del Proyecto Manhattan para lograr la bomba atómica. Al día siguiente de aterrizar en los restos del Reich recibió un escueto telegrama: El niño ha nacido bien. Como pueden imaginar se refería a la exitosa explosión de Alamogordo, cuando en el silencio del desierto se activó el reloj para la nueva era.
La dosificación de la temporalidad
La bomba permitía a Truman ser el mejor jugador de esas mesas de negociaciones repletas de hombres fumando y mucho ‘small talk’ en los pasillos. Churchill, quien tras la derrota nazi contemplaba la reanudación bélica contra el Comunismo, quería estrechar más aún sus lazos con Estados Unidos. Su sueño se desvaneció poco a poco. Inició sus intervenciones errático y muy consciente de sus múltiples dificultades entre la situación interior del Reino Unido y su fragilidad para con sus partenaires, mucho más asentados desde el beneplácito de tener el poder sin preocuparse por perderlo de inmediato entre el lejano ciclo electoral norteamericano y la omnipotencia del georgiano en la cúpula del Kremlin.
Truman callaba y repartía las cartas de la baraja con sigilo y sutileza. Su contacto con su homólogo británico era más directo en ciertos asuntos, y así fue como le notificó el estrepitoso desenlace del estallido en Nuevo México. Churchill enmudeció y vislumbró la era atómica como el segundo advenimiento de Cristo, con su cólera. El hombre de Washington insinuó al de Moscú la posesión de ese nuevo e increíble artefacto demoledor; la leyenda nos dibuja a un Stalin algo confuso, medio alelado al no interpretar el significado de esa revolución armamentística desde la ciencia. Esta versión, desde mi humilde criterio, es una reconstrucción ‘a posteriori’ de los acontecimientos, pues el dictador soviético tenía informantes afines bien situados para conocer de primera mano los avances de su aliado, y desde esta tesitura cabe plantearse si los acuerdos de Potsdam eran más bien una gran obra de teatro antes de la próxima colisión bautizada como Guerra Fría, tan bien apuntalada por Winston Churchill en su discurso de Fulton en febrero de 1946, cuando anticipó la división europea mediante un telón de acero de Trieste, en el Adriático, a Stettin, en el Báltico.
En Potsdam se confirmaron medidas esbozadas en Yalta. Alemania perdió un 24% de su territorio, marcándose la frontera con Polonia en la línea seguida por los ríos Oder y Neisse. La Unión Soviética se hizo con el Oblast de Konisgberg, rebautizada como Kaliningrado y armónica en su trazado con los países bálticos, a diferencia de hoy en día, donde constituye un oasis ruso en medio del continente. La devolución de las anexiones nazis era una formalidad con un agravante dramático, por desgracia poco ponderado en la época previa a la pandemia, cuando todos debimos haber hecho más hincapié en la comparación entre la crisis de los refugiados con los millones de alemanes desperdigados por el centro de Europa al ser expulsados con odio e inquina tras la derrota de sus ejércitos.
Los tres grandes prometieron estudiar el reasentamiento, estipulándolo en el punto XIII del memorándum como un traslado a efectuar de modo ordenado y humanitario. Esa preocupación se conjugaba con las cuatro zonas de ocupación en Alemania, Berlín y Viena, con los franceses ausentes de la cumbre, unas reparaciones de guerra mucho más flexibles que en Versalles y el anhelo de desmilitarizar el extinto Imperio, democratizarlo y, por supuesto, desnazificarlo, algo emprendido justo después de la debacle y postergado, en este sentido es imprescindible la lectura de ‘Los amnésicos’ de Géraldine Schwarz (Tusquets), ‘ad calendas graecas’ sobre todo en la administración, y lo mismo acaeció con Italia por la acuciante necesidad de funcionarios para manejar los designios de la cosa pública.
Britania, Japón y el mañanaEn Potsdam hay otro factor de poco calado para las conclusiones de ese inicio de agosto, a las puertas del desconsuelo ético de Hiroshima y Nagasaki.
Winston Churchill se vio acompañado por su otrora vicepresidente del Gobierno de Unidad Nacional, Clement Attlee, número uno del partido laboralista y candidato del mismo en las elecciones celebradas el 5 de julio de 1945.
Acostumbrados como estamos a escrutinios relámpago puede chocarnos esa lentitud en el recuento. Los mecanismos eran otros, la posguerra desplegaba sus tentáculos y el paso de tortuga podía enmarcarse en una normalidad nada extraña para los protagonistas de esa vivencia, saldada con un aplastante triunfo progresista aún estudiado con pasión desde comprobar cómo los británicos votaron alterar el mando triunfal de la guerra y conceder a su opuesto la gestión de la paz, a todas luces un acierto por las políticas favorables a un rotundo Estado del Bienestar desmontado ‘a posteriori’ por Margaret Thatcher, la dama de Hierro, para quien no existía la sociedad, solo individuos. El 28 de julio, tras unas jornadas de pausa, Atlee tomó el relevo de Churchill en la delegación de Su Majestad.
Un cartel de la época pidiendo el voto para el partido laborista.
Durante esa campaña el patriarca tory atizó el fuego del miedo al paragonar a su rival con la Gestapo si los conservadores perdían, como así fue, el 10 de Downing Street. El pavor dormía en Estados Unidos a la espera de su entrada en la escena histórica y Japón, ignota de esa doble calamidad configuradora del porvenir, debía rendirse sin condiciones. El Reino Unido ya estaba en liza contra el último bastión de los totalitarismos y la Unión Soviética atendía la hora idónea para arremeter contra los nipones y cosechar beneficios territoriales.
No hemos terminado con Alemania. Antes, por aquello de no ser menos con nuestros infortunios, se planteó la cuestión española. Stalin quería derrocar el régimen de Franco sin intervenir militarmente, mientras Truman rehuía cualquier intercesión, harto de tanta operación en suelo europeo. Quizá, dada la tensión de ese aire palaciego, sus asesores le aconsejaron no mover un dedo ante una hipotética implosión de esa anómala amistad entre dos concepciones tan en las antípodas desde lo histórico y lo económico para consolidar el bloque occidental y abrazar pactos con el ganador de nuestra contienda civil cuando los vientos lo toleraran. Apartarlo de las recién fundadas Naciones Unidas no era nada insalvable, más bien una concesión enmendable.
Las temperaturas de esos meses de estío fueron muy plácidas en Berlín, casi otoñales. La última fase del año vino precedida por la claudicación del sol naciente y el último trago unido de los ganadores con la inauguración, el 20 de noviembre, de los Juicios de Núremberg contra los criminales de guerra nazis. Potsdam aún respiró entre la consecución de distintos tratados de paz, pero las espadas volvían a estar en todo lo alto desde otras coordenadas. En febrero de 1946, con Fulton y el telegrama largo de George Kennan, su espuria concordia periclitó y el castillo de naipes se esparció ante el debut de otra timba, esta vez histérica y sosegada hasta coartar al género humano durante cuatro décadas teñidas de una gran incertidumbre pesadillesca