PEDRO CAHN, MAESTRO DE INFECTÓLOGOS

El mandato de dar y pertenecer. 
Pedro Cahn es doctor en Medicina con especialidad en enfermedades infecciosas, docente universitario e investigador. Nació en Buenos Aires en 1947. Fue jefe de la Unidad de Enfermedades Infecciosas del Hospital Juan A. Fernández y Profesor de Enfermedades Infecciosas en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Fue elegido presidenle de la  Sociedad Internacional de Sida, cargo que comenzo a ejercer a mediados de 2006: Actualmente es director científico de la Fundación HUÉSPED y miembro activo del Comité Nacional de SIDA. 
Entre los distinciones que ha recibido se cuentan los premios Humberto Ruggero, de la Asociación Médica Argentina a la mejor contribución en Enfermedades Infecciosas, Arturo Humberto Illia de la Secretaría de Salud de Buenos Aires,  y Alois Bachman de Microbiología, de la Academia Nacional de Medicina de la Argentina. 
Para poder llevar a buen puerto su lucha contra el sida, Pedro Cahn peleó y pelea tercamente contra burocracias entorpecedoras. Como un eco de esta querella debimos discutir con personal de la seguridad y la administración del Hospital Fernández para convencerlos de que la entrevista con el Jefe de infectologia ya estaba acordada y que no buscábamos alguna noticia sensacionalista. Negaciones, cabildeos, llamadas a no se sabe quién, nuevas negaciones hasta que por último y desganadamente nos franquearon el paso. 
Mutatis mutandis podríamos parafrasear a Borges diciendo que la burocracia no es que sea mala, sino que es incorregible. Lo encontramos atareado, consultado, dando indicaciones, metido de lleno en lo suyo. Poco tiempo después, la puerta de su despacho se cierra reduciéndonos a una pequeñísima oficina en la que apenas pudimos instalarnos. Al principio se lo ve algo inquieto, .pero luego los recuerdos aparecen, las imágenes se suceden, la narración fluye y así, poco a poco, sus propias palabras lo fueron ganando. Los ojos claros, la bata blanca y la sonrisa franca, la ex-presión entusiasta, contradecían el gris de una lluvia lánguida que se dejaba ver por la ventana. 
Es sabido que lo alemán para los judíos, y más si son alemanes o descendientes, nunca deja de ser un problema. Pero de la       experiencia familiar de sobre-ponerse a la adversidad, Cahn heredó el mandato de permanecer y siente un agradecimiento por estar vivo en medio de tanta muerte, como una deuda con los otros que él salda con un trabajo sin tregua día a día. No bien apagado el grabador, nuevamente el ajetreo y las responsabilidades lo capturan, im placables,por las mejores razones.
POLACOS POBRES Y ALEMANES RICOS 
El enfrentamiento entre polacos y alemanes no fue una excepción entre mis antepasados. Mi abuelo Heinrich amenazaba con no asistir a la boda de mis padres, Manfredo y Hanny, para no tener que mezclarse con los polacos, y efectivamente no asistió, porque falleció tres semanas antes de la boda., El origen de mi gente es una mezcla de polacos muy pobres que pasaron hambre en la infancia, por parte de mi madre, con judios alemanes muy acomodados por parte de mi padre. 
Cahn es un derivado del viejo apellido Cohen, una farnikta de ta burguesia alemana rica de Leipzig, que orgullosamente se remontaba a los judíos expulsados de España en 1492. De niños, mi padre y sus hermanos tenian cuartos para jugar, para aprender música, y un séquito de servidumbre para atenderlos,
Los polacos pobres se apellidaban Lotrowsky, habían emigrado a Alemania posiblemente a fines del siglo xix, y en condición de tales eran discriminados por los propios judíos, como en la Argentina ocurre con paraguayos o bolivianos. Buena parte de esa rama pereció en los campos de concentración. Mis padres obtuvieron el permiso para embarcarse a Chile en 1939, cuatro años después de casarse y cuando faltaban seis meses para que estallara la Segunda Guerra Mundial. La idea era que fueran a trabajar la tierra en el sur, pero decidieron quedarse en Santiago de Chile, donde abrieron una pensión. 
Sin embargo, a los dos años se vinieron para este lado de los Andes y se establecieron en Buenos Aires. Aquí mi padre tenía a su madre, Fanny, y a su hermano Gerardo, instalados desde 1933. La historia cuenta que a mi tío, poco tiempo antes de venir a la Argentina, una banda de la juventud hitierista lo había apaleado en un colectivo simplemente porque querían sentarse en el lugar que él ocupaba. Rápido de reflejos, entendió lo que Hitler les tenía reservado a los judíos y opositores: «Nos van a matar a todos», le dijo a la familia, y pensaron que estaba loco. Así es que se fue, no sin antes convencer a su madre de que lo siguiera. Mi abuela aceptó y recaló por estas tierras con sus ajuares, mantelería, cubiertos, joyas y su elegancia burguesa. 
Hay que pensar que muchos judíos descreían de que las cosas llegarían a ese punto, y no solamente descreían sino que colaboraron convencidos de que era una forma de conservar la vida, la fortuna y de que al fin los dejarían en paz. Mi madre siempre tuvo la pena y, en cierta medida, el sentimiento de culpa por no haber podido traer a su mamá, Jetty. Cuando les dieron a mis padres el permiso de embarque, se lo negaron a mi abuela, y debieron tomar la deosión desgarradora de partir sin ella, con el único consuelo de poder hacer gestiones desde Chile. Pero llegó la guerra y así el desastre, y luego los campos se engulleron a los parientes que quedaron en la trampa de los nazis. 
Sin embargo, no toda la familia del lado materno se quedó. Mi abuelo Aizik y un hermano de mi madre no esperaron las tarjetas emigratorias y se escaparon a través de las fronteras por media Europa hasta encontrar un barco que los llevaría al Paraguay, aunque frente a Río de Janeiro se tiraron al mar y ganaron la costa a nado. Treinta y cinco años después de la llegada de mi madre a la Argentina, un día atendió el teléfono y era el hermano desaparecido en Brasil y reaparecido del otro lado de la línea. Cuando se encontraron, mi madre le preguntó qué había sido de él y su padre todo ese tiempo, a lo que enigmáticamente le contestó: «Mejor no me preguntes». Así permaneció esa historia secreta y, a los tres años del reencuentro, un infarto de ese hermano terminó de sellarla. 
En cambio, mi abuela Fanny y su porte señorial, así como ese mundo ya pasado de refinamiento, estaban siempre presentes. Como cuando mamá exclamó en una comida mirando el cubierto que tenía en la mano: «Este tenedor tiene como cien años»; aludía al monograma del casamiento de los abuelos paternos impreso en la vajilla. A esa abuela elegante que vivía con nosotros le debo el manejo de los idiomas: como ella no dominaba el español, me hablaba en alemán, y así fui naturalmente bilingüe. Cuando tuve que aprender el inglés por razones profesionales, todo fue mucho más fácil. Para mis padres, que dejaron familiares en los campos.
Alemania siempre fue una herida abierta. Luis Puenzo los filmó junto a sus hijos y nietos para uno de los documentales sobre el Holocausto que integra la serie que encargara Steven Spielberg a un grupo internacional de realizadores. Allí se configura un retrato de familia intenso, con fondo de pesadilla hitleriana. De hecho, hace unos años viajaron a Europa, pero mi papá se negó a pisar suelo alemán. «Yo no voy a cruzarme con un tipo que pudo haber sido nazi», dijo, por lo que él y mamá tuvieron que desviarse y permanecer en Londres tres días hasta reincorporarse al grupo de la excursión. 
Yo he ido a Alemania varias veces por razones profesionales. La primera vez fue en 1975 y me fui directamente a Leipzig, tenía veintiocho años. Busqué las direcciones de las casas de mis padres, donde vivieron cuando se casaron. Sólo hallé la de mi mamá, en la calle Humboldt N° 2. Me puse a sacar fotos, no había turismo ni mucha gente en la calle, era Alemania Oriental, una sociedad muy cerrada. Entonces se me ocurrió tocar timbre para intentar averiguar algo. Al principio, las personas se negaron a hablar, pero finalmente una mujer me contó que estaba allí desde 1945, premiada por el Estado debido a su resistencia al nazismo. Aunque por supuesto ella no conocía a nadie de mi familia, estuvimos charlando y me habló de la experiencia terrible de la guerra. 
PELEAR LA VIDA 
Mi padre no heredó el refinamiento y la actitud aristocratizante y discriminatoria de su familia. Para dar una idea de la tensión que existía hay que imaginarse la escena en que el abuelo Heinrich, aparentemente un hombre muy severo y de mal carácter, armado de una escoba le gritaba al hijo: «Sacame a esa polaca de aquí». Además, mi madre siempre fue muy liberal; por ejemplo, fumaba a la vista de todos en una época en que eso era muy mal visto. En Buenos Aires, papá puso un comercio de fantasías en el Once. Junto con su mujer trabajaba de sol a sol, e incluso por las noches. Recuerdo que llevaban trabajo a casa para completar los pedidos del día siguiente, y que de chico los ayudaba a desembalar paquetes atados con alambres en los que llegaba la bijouterie que se había mandado a dorar; o los domingos, oír a mamá llamando a papá, que estaba en el comercio arreglando cosas o haciendo números, para que fuera a almorzar. 
De mi padre, que se quedó con la polaca fumadora, y que murió hace tres años, lo que heredé fue una intensa cultura del trabajo. Era sencillo, sin aires de importancia, con una inteligencia intuitiva, muy gráfica, muy clara. No era un hombre instruido, de leer libros, si bien me transmitió su gusto por la música clásica. Él y sus dos hermanos habían tenido la obligación de estudiar un instrumento; a mi papá le tocó el violoncelo, a uno de mis tíos el violín y al otro el saxofón. 
Mi madre tenía una biblioteca bastante grande, aunque creo que no terminó la primaria. A los setenta, quiso aprender el francés para leer en esa lengua, y hoy a los noventa y cuatro, su pena es que casi no puede leer por los problemas con su vista. Podemos decir que yo soy hijo de la cultura del trabajo de mi padre y de ese esfuerzo por la superación que tenía mi mamá. Es evidente que eso se aprende desde chico, porque mi hermana Susana es igual que yo, incapaz de estar quieta o inactiva, al menos mientras está despierta. De mi padre heredé también ese sentido de la rectitud absoluta. 
Recuerdo el día en que vino escandalizado de Gath & Cha-ves —él le vendía a grandes casas, como Harrod’s o Casa Tía—, porque el jefe de Compras le había pedido un «retorno» del diez por ciento. Dejó de venderle, porque era incapaz de una cosa así, de coimear. Si un policía lo paraba por exceso de velocidad, se quedaba con la multa: «Se paga y listo», decía. Y de mi madre me viene la constancia, implícitamente la exigencia de triunfar, de ser lo que ella no pudo, de no bajar los brazos, y cierta astucia para enfrentar con decisión las circunstancias difíciles. Mi mamá sigue recortando cada nota que aparece en los diarios sobre tal o cual cosa que dijo su hijo, «el doctor Cahn», y se enoja cuando no le cuento que me hicieron una entrevista de segundos en el noticiero de tal o cual canal. «La vecina te vio antes que yo. ¿Por qué no me avisaste, desgraciado?» Bastante diferente de mi padre, que era menos expresivo, más contenido, pero que estaba muy orgulloso de su hijo, y eso me enternece. 
Me contaron que una vez fueron a buscar a mi padre los de la Gestapo: «Venimos a llevar a Manfred Cahn para un interrogatorio», y todos sabían que era para llevarlo a los campos. De pronto, se arma la farsa que evitó la tragedia. Ante la vista de los policías, mi padre se levanta y cae al suelo pálido y respirando con dificultad, parecía que le había dado un infarto; mi madre se le tira encima gritando: » ¡ ¿Qué te pasa?! «, y aun así los nazis se lo querían llevar. Ella peleó y rogó que lo dejaran hasta que se restableciera, con una terquedad tal que al fin terminaron cediendo, pero le advirtieron que, si se escapaba, se llevarían a toda la familia. A partir de entonces mi padre estaba todo el día en pijama y, según los códigos establecidos para identificar a quien tocara el timbre, se metía o no en la cama para hacerse el enfermo. Se consiguió el certificado de un médico católico que justificara el reposo, ya que la firma de los judíos no tenía validez. Para entonces, la familia se había desprendido de todo, incluidos autos e inmuebles, porque si no se los expropiaban. Luego hay partes de la historia que están en la nebulosa o acerca de las que yo nunca pregunté. A pesar de estas limitaciones, mis padres pudieron salir para Chile. De todo esto me ha quedado la convicción de que hasta en las situaciones más dramáticas hay una salida. 
El hermano de mi papá, que llegó en 1933, tenía un tercer año de Medicina en Alemania y acá tuvo que revalidar todas las materias y empezar de cero hasta recibirse, incluso debió costearse sus estudios tocando el saxofón en la orquesta de Dajos Bela, bastante conocida en la época. O sea que con esfuerzo llegó a médico y luego fue profesor en la facultad. 
Este tío, Gerardo Cahn, tuvo influencia en mí porque era la figura valorada en la familia. Socialmente era mucho más importante el hecho de ser médico que ser un sacrificado comerciante como mi papá, por lo que su peso en la elección de mi vocación fue grande. Pero más allá de este tío, pasados los años, pienso que lo que me llevó a la medicina fue una especie de mezcla de espíritu solidario y de devolver a los demás la suerte de estar vivo. Antes de recalar en la carrera de Medicina tuve la tentación de seguir Derecho. Historia e Instrucción Cívica eran materias que me habían gustado en el secundario, o tal vez sufrí de chico la influencia de los abogados Perry Mason o Petrocelli en la televisión, o por la política, que siempre me atrajo y que podría venir del lado de mi abuelo materno, el polaco pobre y panadero que fue militante comunista de toda la vida. Tal vez por estas razones, mis tres hijos —el mayor, que es licenciado en Ciencias Políticas; la del medio, médica, y la menor, maestra y estudiante de abogacía— reúnen las tres vocaciones que acaricié de adolescente. 
Yo creo que la barbarie alemana originó en mucha gente de mi generación una especie de síndrome del sobreviviente, como una suerte de espacio de indiferenciación, de azar, donde todo fuera posible, porque tengo la sensación clara de que si mis padres no se hubieran ido a tiempo yo no hubiera existido o, si hubiera nacido, me hubiera muerto en un campo, y eso es un impacto muy fuerte. Desde siempre tuve una inclinación por las causas solidarias, por las causas sociales, que primero se tradujo en militancia política en la época estudiantil, y ahora se traduce en trabajar en el hospital público y en hacer docencia en la facultad. Meterse de lleno en la infectología, y dentro de ella en el virus de la inmunodeficiencia humana, es algo que tiene mucho que ver con enfrentar la discriminación, la marginación social. Todo esto constituye, a fin de cuentas, el colofón lógico de una manera de enfocar la relación con la vida. Mi compromiso para combatir el HIV comenzó cuando era el único infectólogo del Hospital Fernández que trabajaba con pacientes inmúnocomprometidos. 
En la Academia Nacional de Medicina, que queda cerca del Hospital, se hacen investigaciones hematológicas, entre ellas la de pacientes con leucemia; como el tratamiento con quimioterapia baja mucho las defensas me enviaban esos pacientes para que los asistiera. Los primeros enfermos con problemas de HIV, que en ese momento ni se sabía qué era, aparecieron en la Academia, desde donde me los mandaban para ver qué podía hacer. Hubo infectólogos que no los recibían por tratarse de pacientes gay. Hay que entender que éste es un hospital general, habituado a asistir a pacientes «comunes». Y de repente, cuando se produce la explosión del HIV, el hospital se llena de homosexuales, travestis, drogadictos, la población hospitalaria se hace más heterogénea, se produce un escándalo que choca con la sensibilidad y la «moral» de buena parte de los profesionales heterosexuales de clase media. 
Dos veces nos quisieron echar, darnos el pase a otra parte, nos quemaron archivos con más de cuatrocientas historias clínicas. Pero lo peor fue que al principio atendíamos a los pacientes y se morían. A mí me tocó vivir las dos etapas de la historia del HíV. En los comienzos todos los pacientes se nos morían, no teníamos nada para ofrecerles; en la hora actual, no sólo la gran mayoría no se muere, sino que los que están graves pueden volver para atrás y recuperar una vida normal. Esto es algo muy gratificante para los que hemos estado en el problema desde el inicio peleando por una cura. Empecé a trabajar con el sida en 1982. En 1987 abrimos un centro médico privado para quienes no querían ir al hospital. Un aspecto distintivo de esta enfermedad fue que pacientes, familiares, amigos se organizaron rápidamente alrededor del sida, uno no encontraba organizaciones de pacientes diabéticos, pero sí una red mundial de gente viviendo con HIV. Poco a poco se empezó a reunir a nuestro alrededor un grupo de voluntarios que imprimían folletos —pagados de nuestro propio bolsillo– y realizaban otras tareas de apoyo. Luego va llegando gente que quiere hacer donaciones de dinero, que no se podían derivar a la cooperadora del hospital porque por entonces era un pozo negro y una fuente de problemas. 
Por otro lado, yo no admitía que se hicieran donaciones al centro médico privado, por que era un lugar con fines de lucro. Así que decidimos organizar una fundación a cuyo nombre se hicieran las donaciones, que al principio solventaban gastos menores como la compra de guantes y cosas así. Un día viene a verme Roberto Jáuregui, periodista de Página/12, que había contraído el sida, y me dice que no tenía los cuatrocientos dólares por mes para recibir el AZT, la primera droga que se utilizó contra la enfermedad, y que iba a publicar notas en su periódico pidiendo ayuda porque si no se iba a morir. A los dos meses vuelve y me informa que por donaciones de diversa procedencia había logrado juntar la plata para dos años de tratamiento. Entonces le dije: «Miró, Roberto, vos sos una figura conocida y serías de mucha ayuda si te integraras con nosotros a la Fundación Huésped». Roberto aceptó y fue lo mejor que nos pudo pasar, porque le puso un empuje tal a la fundación que ésta pasó a desarrollarse públicamente, nos llamaron del Consejo Publicitario Argentino para hacer una campaña que se hizo famosa, y hoy la Fundación Huésped tiene un oficina de asistencia jurídica, grupos de asistencia psicológica, equipos de capacitación para docentes y estudiantes secun-darios. 
La Fundación posee el centro de investigaciones clínicas en HIV más im-portante de América Latina, edita varias publicaciones, cuenta con unos ochenta voluntarios organizados, reunió los cuatrocientos mil dólares necesarios para expandir el servicio del Hospital Fernández con todo el equipamiento necesario, organiza visitas a otros hospitales adonde, además de compañía, los voluntarios llevan una bolsa con agua mineral, papel higiénico, cepillo de dientes, aquello que el hospital no da y la gente necesita. 
Hace poco, la Comunidad Económica Europea nos ha otorgado un subsidio para trabajar en la prevención de la transmisión materno-fetal, junto con otras fundaciones que aportan para capacitar profesionales de las zonas con más riesgo del conurbano. Lo que cuenta de la Fundación Huésped es su credibilidad, su trabajo es muy importante y todos saben que no es de esas fundaciones tramposas que tienen como fin evadir impuestos e importar equipos baratos para uso privado. 
SER JUDIO: PERSEVERANCIA Y SOLIDARIDAD ¿Qué es ser judío? La verdad, no lo sé. Lo que sí sé es que yo soy judío. No soy creyente, no soy religioso, pero aun así voy a saludar a mi mamá en Rosh Hashana o lom Kipur. Ella sigue festejando Pesaj y reúne a toda la familia, en mi caso sin un valor de culto especial, sino sólo por respeto hacia ella. Vivo lo judío como una herencia cultural. Cuando oigo una canción o unas palabras en idish, me detengo, evoca en mí algo distinto, aunque no en el sentido de pueblo elegido, de raza, lo que me suena como una especie de nazismo paisano; en eso no creo, ni que en las cárceles de Israel, además de palestinos, deje de haber ladrones, estafadores, etcétera. En lo que creo es que los pueblos tienen diferencias y que eso se construye a través del tiempo. 
Me parece que el rasgo que distingue al judío es que la persecución y la exigencia de sobrevivir hacen de él una persona muy persistente, muy voluntariosa, muy trabajadora, muy de fijarse objetivos, muy de enfrentar las circunstancias. La diferencia no es la que genera la cultura, sino al revés: el hecho de tener que sobrevivir en condiciones adversas, en permanente esfuerzo, fue refinando una forma de aproximarse a los problemas y una inteligencia diferente. 
No es una cuestión de pueblo elegido lo que nos hace distintos, sino una suerte de darwinismo cultural, si se quiere, de ser el resultado de una selección histórica que se produce por tener que superar situaciones extremas. En una serie de profesiones, que exigen cierto desarrollo intelectual, hay una proporción muy alta, una sobrerrepresentación de judíos; lo que no significa que sean más inteligentes, sino que hay una orientación de orden sociocultural presente en ese tipo de elecciones en la comunidad judía, por lo menos en ciertos sectores de la colectividad. 
Entre los judíos hay mucha gente en situación económica desesperante, o sea que eso de que el judío es tan diferente también es un mito y, si se extrema, fomenta el antisemitismo porque te configura como una isla, como algo raro que aumenta la discriminación. Por supuesto, no hablo de un antisemitismo asumido que pretende justificarse a partir del materialismo del judío, presuntamente evidente en la importancia dada a la sexualidad por Freud, o en la crítica del derecho de propiedad por Marx, o en el relativismo de Einstein. 
En fin, todo esto les cierra bien para alimentar sus prejuicios. Y hablando de antisemitismo recuerdo al sargento ayudante Ansaldi, durante el servicio militar, que me dice: «Venga, judío», y yo le replico: «Cómo dijo, mi sargento ayudante?». «Venga, soldado, le dije», me responde. «Me pareció escuchar otra cosa, mi sargento», insisto. «Escuchó mal, soldado», y ahí terminó todo. Debo decir que en general en mi vida personal o profesional no he vivido situaciones antisemitas. Pienso que un valor que la comunidad ha ejercido por razones históricas —uno de sus grandes legados— es el de la solidaridad, más allá de que no sea específicamente judío. No es que no haya judíos poco solidarios, sólo que, tal vez, si hubiera que describir un rasgo estadísticamente significativo en su población, la solidaridad estaría muy presente. 
Y el otro valor es el de la perseverancia, la resistencia, el no darse por vencido ante las dificultades, que en mi caso personal fue pelear contra la burocracia ineficiente y así obtener en el hospital un espacio físico para luchar contra el sida, y conseguir donaciones, sacándoles a los que tienen para darles a los que no tienen. 
Otro valor al que adscribo es reconocer los pequeños gestos que le dan sentido a la vida, ser agradecido con la gente sencilla. Recuerdo un fin de año en que hacía guardia en el Hospital Israelita y una paciente me obsequió una botella de vino Peñaflor envuelta en un papel de diario para que festejara el Año Nuevo. Ese vino barato fue uno de los regalos que más aprecié en mi carrera, esos gestos simples no se pueden olvidar.

Para tratar la enfermedad en el mundo se usaba la triple–terapia que consistía en el uso de tres drogas, tomadas diariamente una vez y todos los días. Se había demostrado que este era el tratamiento más eficaz, pero con el tiempo resultaba tóxico en la mayoría de los pacientes y tenía un coste económico medianamente alto en los países subdesarrollados.
En 2013 surgió el medicamento Dolutegravir de resultados esperanzadores y con fama de una toxicidad prácticamente nula. Cahn experimentó la eficacia del fármaco junto con la conocida Lamivudina y descubrió la rápida efectividad de la fórmula en la negativización del virus, lo que lo llevó a ampliar su investigación en el llamado Proyecto Gardel. Los resultados de su investigación fueron favorables en más del 90% de los pacientes tratados y fueron presentados al Mundo en el 14° Congreso Europeo de Sida, realizado en octubre de 2013 en Bélgica. Además el tratamiento propuesto es mucho menos tóxico y de un costo económico menor. 
El año siguiente en la XX Conferencia Internacional sobre el Sida realizada en Melbourne, la conferencia aceptó públicamente el uso, la idoneidad, seguridad y efectividad del tratamiento de Cahn, aunque no instó a su adopción en todo el mundo sino hasta tener mayores resultados. Finalmente en 2016 durante la XXI Conferencia Internacional sobre el Sida realizada en Durban, la conferencia instó a todo el mundo a abandonar el tratamiento con tres fármacos y en su lugar emplear el elaborado por el argentino. Es la terapia en uso actual.
Aunque está jubilado, el Dr. Cahn continúa atendiendo en el Hospital Fernández de manera gratuita.
Fue declarado Ciudadano ilustre por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (2014). Recibió la mención de honor “Senador Domingo F. Sarmiento” por parte del Senado de la Nación Argentina (2014). Fue reconocido por la Asociación Internacional de Médicos para la Atención del SIDA como una de las personalidades que influyeron en la misión, visión y programas de la asociación a lo largo de su historia (2016). Recibió el Premio PERFIL 2019 a la Inteligencia en Ciencia y Tecnología (2019).

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