ENTRE RIOS Y LA COLONIZACIÓN JUDIA

Su forma melódica de hablar (la tonadilla como se le dice); su destreza para las faenas del campo y hasta la forma en que toma el mate son propias del gaucho argentino. En este caso, de un gaucho que salpica la conversación con palabras en yidisch, el dialecto de los judíos del Europa del este.

Inmigración previa al siglo XX

El abuelo del gaucho Jaime formó parte de la inmigración que llegó a la Argentina a finales del siglo XIX, a establecerse en las colonias agrícolas creadas por un alemán de origen judío: el barón Mauricio Hirsch.

El objetivo del magnate ferroviario era buscar un nuevo hogar para sus congéneres, lejos de las persecuciones de que eran objeto en la Rusia de los zares.

La mayoría de las colonias fueron levantadas en las tierras que Hirsch adquirió, por medio de la Asociación Judía de Colonización (AJC), en la fértil y entonces despoblada provincia de Entre Ríos.

En las localidades de Basavilbaso, Carmel, Ingeniero Sajaroff, Sonnenfeld y Villa Domínguez, aún quedan vestigios del «país de los rusos», como llamaban los lugareños al cinturón de pequeños asentamientos, con sus sinagogas, mikve (baños rituales) y graneros de madera, parecidos a los del viejo mundo.

«La mayoría de los nietos de los pioneros, viven hoy en las grandes ciudades. Y una comunidad judía tan próspera como la de Buenos Aires, no se interesa por conversar este pedazo de historia».

«Las lápidas (de los cementerios) se resquebrajan y las sinagogas, donde todavía se conservan los viejos ejemplares de la Torá (los cinco primeros libros de la Biblia), están que se caen. Los pocos judíos que quedamos aquí, hacemos lo posible para mantener todo esto. Pero nuestros bolsillos no dan para mucho. ¡Alguien debe ayudarnos!», exclama Jaime, con desesperación, al visitar la sinagoga de Carmel, donde tiene sus campos.

Sufrimiento y sacrificios

Salvo algunas excepciones, los cerca de 50.000 inmigrantes que llegaron entre 1894 y 1934 (los últimos escaparon justo a tiempo de Alemania) jamás habían empuñado un arado ni ordeñado una vaca.

«Imagínese lo que sería para los lugareños ver a esos hombres de barba tupida, con las patillas en forma de tirabuzón, vestidos con pesados caftanes, descender de las carretas en pleno campo. Era como si hoy viésemos llegar a unos extraterrestres. Por medio de señas, los paisanos enseñaron a nuestra gente a trabajar la tierra», cuenta Simón Neymet.

«Las plagas de langosta, las sequías o las inundaciones… Esa gente padeció mil infortunios para convertirse en labriegos y cultivar trigo, cebada o caña dulce en sus campos», añade el colono de 90 años.

Valiosas tierras

Convertidas en el granero de la Argentina, una condición que mantienen hasta nuestros días, las tierras quintuplicaron su valor y las nuevas generaciones no resistieron la tentación de venderlas a los potentados de Buenos Aires quienes a su vez las transfirieron a los grandes pool de la soja, el actual cultivo «estrella» del país.

«Yo empecé a trabajar de muy joven. A los 12 años araba el campo con una reja de dos o tres caballos. Mi padre y mi abuelo respetaban las tradiciones judías. El sábado (día de descanso por mandato divino) si había que buscar una vaca perdida lo hacíamos a pie. Un shoijet (matarife) pasaba por los pueblos para sacrificar los pollos o las vacas según las reglas religiosas. A veces la gente pasaba hambre, pero se ayudaban entre todos», relata Jaime Jruz.

Como buen gaucho (judío) nuestro anfitrión siente un gran apego al terruño. «Mis hijas se fueron a estudiar a la ciudad y eso lo entiendo. Pero yo de aquí no me muevo. A Buenos Aires, ni loco. A mí lo único que me gusta es esto», dice Jaime, mostrando con un movimiento ampuloso, el corral de las vacas y, más allá de una hilera de árboles, los campos que sembró su abuelo.

PARTE 1

PARTE 2

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