La bomba atómica sobre Hiroshima hizo que muchos olvidaran los detalles de la devastadora explosión sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Los problemas en la misión, cómo el mal clima salvó a una ciudad de ser la elegida para lanzar Fat Man, el mensaje que enviaron tres científicos a un par japonés y el horror de los que vieron sus vidas convertidas en escombros.
Los aviones regresaron a Tinian a salvo. Primero llegaron los de apoyo. Debieron esperar a la nave principal, al Enola Gay. Faltaba poco para el mediodía del 6 de agosto de 1945. En la base se sabía que era una misión de importancia, pero no mucho más. Cuando el avión comandado por Paul Tibbets aterrizó hubo felicitaciones y algún brindis. No mucho más. Eran (muy) pocos los que conocían de qué se había tratado la misión.
Unas horas después, llegó el mensaje radial. Un silencio litúrgico se impuso. Nadie se movía, nadie hablaba. El presidente Truman informaba que Estados Unidos había tirado la bomba atómica sobre Hiroshima: “Hace poco tiempo un avión americano ha lanzado una bomba sobre Hiroshima, inutilizándola para el enemigo. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor: han sido correspondidos sobradamente. Pero este no es el final, con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción”.
De inmediato, los soldados norteamericanos supieron que ellos habían participado de ese hecho. Las sonrisas de los generales, la alegría de los oficiales y las celebraciones de todos. Esa noche hubo fiesta en la base. Era una victoria decisiva sobre el enemigo. Aunque lo disimularan, a muchos los preocupaba la posibilidad de tener que adentrarse en territorio japonés e intentar derrotarlos. Pese a las ventajas que habían obtenido, sería un camino duro y con muchas víctimas. Sólo a cinco o seis soldados se los vio más preocupados tras el anuncio presidencial. Eran los que hasta hacía unas horas reían en su puesto, charlaban de cualquier cosa y creían que tenían el trabajo más relajado de toda la base: a esos, en turnos alternados, los habían puesto a vigilar una caja; la única tarea que tenían era impedir que alguien se acercara a ella. A partir de ese momento se percataron que lo que estaban custodiando era una (otra) bomba atómica. La que sería lanzada sobre Nagasaki unas horas después.
El 9 de agosto salió la misión. Era muy similar a la que había arrojado la bomba sobre Hiroshima. Sin embargo este evento ha sido menos narrado que el anterior. Al llegar en segundo término hizo que muchos olvidaran sus detalles. Mientras todos pueden nombrar al Enola Gay y a Paul Tibbets son pocos los que recuerdan que el avión que transportó Fat Man hasta los cielos de Nagasaki se llamó Bockscar y era comandado por Charles Sweeney.
La operación, planeada con meticulosidad, debió sortear varios imprevistos. Ya todos, aunque nadie lo hubiera confirmado, sabían qué clase de bomba llevaba el avión. En el momento del despegue de uno de los aviones de apoyo, el que llevaba al personal de observación (científicos y encargados de tomar las imágenes), el piloto hizo bajar a uno de los tripulantes: en vez de paracaídas, en un error por los nervios, había tomado un segundo salvavidas.
En esa nave iban también los instrumentos de medición, que lanzados con pequeños paracaídas, buscaban establecer la magnitud de la explosión, el poderío de la bomba. El general Groves y Robert Oppenheimer habían enviado tres científicos directo desde Los Alamos a Tinian. Eran los representantes del Proyecto Manhattan en la base militar. Eran Luis Walter Álvarez, Lawrence Johnston y Harold Agnew. Uno de ellos tuvo una idea. Una improvisación en el detallado plan. Querían enviar un mensaje.
Cuando se enteraron que en la segunda bomba sería lanzada casi de inmediato, los físicos norteamericanos sostuvieron que eso terminaría de desconcertar a los japoneses. Que si ellos estuvieran del otro lado, y los comandantes les preguntaran qué posibilidades habría de un segundo ataque, ellos dirían que sería casi imposible, que tendrían tiempo dado que esas bombas eran muy difíciles y muy costosas de construir. Por lo tanto el factor sorpresa, de nuevo, sería importante.
Los tres que estaban en la base del Pacífico no estaban preocupados por las vidas que se habían perdido en Hiroshima sino por las que podrían perderse en caso de continuar la contienda. Así decidieron mandar un mensaje a un par. A alguien que pudiera explicarle a los gobernantes japoneses qué era eso que les había caído del cielo.
Luis Walter Álvarez, luego Premio Nobel de Física, dictó una carta. Sus colegas Johnston y Agnew, la transcribieron y agregaron algunos párrafos.
La misiva estaba dirigida a Ryokichi Sagane, un respetado físico japonés que ellos habían conocido en Estados Unidos unos años antes.
En la carta sin firma se presentaban como “tres colegas de Bekerley” y entre otras cosas decían: “Como científicos deploramos el uso que se ha dado a tan bello descubrimiento, pero podemos asegurar que a menos que Japón se rinda una lluvia de bombas atómicos caerá sobre el país”. Le rogaban a Sagane que utilizara sus conocimientos e influencias para convencer a las autoridades japonesas.
Adosaron la carta a uno de los instrumentos de medición y la dejaron caer hacia suelo japonés. La misiva fue encontrada unos pocos días después y estudiada por funcionarios nipones. Recién llegó a su destinatario el Dr. Sagane varios meses más tarde.
La carta no tenía firma pero luego consiguió quien la suscribiera. Varios años después de la guerra, los físicos volvieron a cruzarse. Sagane sacó el papel arrugado de su bolsillo y se lo extendió a Álvarez que lo leyó en silencio. Luego sacó una lapicera del bolsillo interno de su saco y escribió. Tras eso, varios años después de que fuera escrita, la firmó.
Ni Álvarez ni los otros dos científicos mostraron remordimiento ni pesar por las bombas. Constituyeron casi una excepción (otro caso notable fue el de Edward Teller, creador de la Bomba H) entre los especialistas del Proyecto Manhattan que se convirtieron casi de inmediato en pacifistas y abogaron por el desarme atómico, por desactivar el infierno que crearon con sus conocimientos y trabajo.
La visión de Álvarez y de sus compañeros, posiblemente, se sustentaba en su experiencia en el campo de batalla. Ellos salieron del laboratorio, vivieron en bases militares, participaron de misiones, vieron a los hombres morir en combate. Esas vivencias pueden haberlos convencido que la extensión de la guerra hubiera acarreado mayor número de muertos que los que produjeron las dos bombas atómicas.
Álvarez había estado en el lanzamiento de prueba del nuevo arma en el desierto californiano y en Hiroshima. El 9 de agosto se quedó en la base y fue Johnston en el avión. Así, Johnston se convirtió así en la única persona que fue testigo ocular de los tres lanzamientos atómicos de esa guerra. Un récord nada envidiable.
La misión del Bockscar encontró inconvenientes. Primero no pudo juntarse con los aviones de apoyo. Pese al informe del avión meteorológico, Sweeney se encontró con un espeso manto de nubes cuando llegó a su destino. Intentó encontrar un hueco en el que la visibilidad hiciera posible el lanzamiento pero fue infructuoso. En ese instante decidió cambiar de objetivo. La ciudad de Kokura, sin saberlo, gracias a un súbito cambia de clima, evitó ser destruida
El avión se dirigió a Nagasaki, la ciudad que indicaba el plan de contingencia. Pero un nuevo problema surgió. El avión mostró desperfectos. Perdía combustible. No se sabía si podría regresar. A Nagasaki también la cubrían las nubes, cuando no quedaba demasiado tiempo, Sweeney descubrió una brecha. De no haber aparecido ese espacio despejado, le quedaban dos opciones: lanzar la bomba por indicación del radar (método del que se desconocía la eficacia en ese momento) o dejarla caer en el mar. Pero finalmente nada de eso pasó.
La bomba atómica sobre Nagasaki mató 40 mil personas en el momento de la detonación. Y otras tantas murieron con el transcurrir del tiempo por efecto de la radiación. La fábrica Mitsubishi que proveía armamento fue destruida, al igual que el 40 % de las viviendas de la ciudad.
Los hibakusha. Los sobrevivientes a las explosiones atómicas. Los afectados por la radiación. Aquellos a los que la destrucción signó de por vida. Las secuelas físicas, las pérdidas materiales, la muerte de los familiares. Entre ellos hay algunos que revisten un estado aún mayor de excepcionalidad. Son doblemente hibakushas: sobrevivieron a ambas explosiones atómicas.
Tsutomu Yamaguchi era un joven empleado de Mitsubishi. Había sido enviado a Hiroshima a realizar unas tareas. El tren que lo devolvería a Nagasaki partía a las 9 de la mañana del 6 de agosto. Camino a la estación se dio cuenta que había dejado documentación en el hotel. Regresó a buscarla y se separó de sus dos compañeros de viaje. Al regresar una explosión de una potencia desconocida lo hizo volar por el aire. Luego de unos minutos de atontamiento se levantó. Vio el peor paisaje imaginable. Tenía algunas lastimaduras, le sangraba la cabeza pero nada más. Se escondió en un refugio antiaéreo.
A la mañana siguiente, con la ciudad todavía cubierta por la bruma atómica, inició el camino de regreso a su casa. Una odisea de más 250 kilómetros. Llegó a Nagasaki a la noche del 8 de agosto. Abrazó a su esposa y a su hijo pequeño. A la mañana siguiente se dirigió a la fábrica. A media mañana se reunió con su jefe. Intentaba convencerlo de lo sucedido. El jefe valoró darle licencia. Pensó que Yamaguchi se había vuelto loco. Era inconcebible suponer que una sola bomba podía arrasar una ciudad. Cuando el jefe estaba por echarlo de la oficina, la explosión.
Estados Unidos había lanzado la segunda bomba atómica. Una vez más, Tsutomu salió indemne. Entre los escombros se levantó con nuevos magullones y quemaduras para ir a buscar a su familia. Su esposa y el bebé tampoco habían sufrido daños. La familia pasó varios días en un refugio hasta que pudieron regresar a su casa. Yamaguchi sólo perdió parte de la audición de un oído y le quedó cierta debilidad en sus piernas; secuelas menores para haber soportado dos explosiones atómicas. Murió en el 2010. Tenía 94 años. Su hijo vivió bastante menos; murió de cáncer afectado por la radiación a fines del Siglo XX.
Kazuko Sadamaru tenía veinte años y la guerra la había transformado en enfermera. Ella también fue doble hibakusha. Desde Nagasaki acompañó en tren a unos heridos cuya lugar de residencia era Hiroshima. Cuando la formación ingresaba en la ciudad, el destello cegador. El tren cimbreó. Cuando bajaron se encontraron con el paisaje más funesto. Al día siguiente regresó a Nagasaki. El 9 de agosto, la siguiente bomba. Allí vivió los peores días de su vida. Trabajando varios días seguidos, sin dormir, sin materiales para asistir a los heridos, sin saber contra qué luchaban. Ella con el paso de los meses tuvo problemas en la sangre y perdió casi todo el pelo. Pero se recuperó. Tuvo una hija y cuatro nietos.
En septiembre de 1945, un hombre con uniforme de coronel del ejército de Estados Unidos entró a Nagasaki. Japón ya se había rendido. la guerra había terminado. En la ciudad sus escasos habitantes parecían espectros. Era como si nada de lo anterior hubiera quedado en pie. Destrucción total. El horizonte más desolador posible.
Por ese tiempo Estados Unidos disfrutaba del éxito. Las bombas habían derribado las últimas defensas japonesas. Nada se sabía (al menos públicamente) de las consecuencias de las bombas. Todavía ni siquiera era sencillo determinar los daños instantáneos que había ocasionado, mensurarlos con precisión. Se sabía de su poder de devastación pero no mucho más. Los generales norteamericanos negaban consecuencias. Afirmaban que ya todo había pasado. No había secuela posible. Mentían.
Entre la vocación por silenciar las decenas de miles de muertes, las secuelas de la radiación y que había sido la segunda bomba, Nagasaki no tenía demasiada atención de los medios.
El hombre con ropa de coronel era periodista. Se llamaba George Weller. En su libreta de apuntes tomó nota de todo lo que vio. Un espectáculo atroz. Le costaba imaginar qué había provocado eso. Encontró un campo de prisioneros de guerra. Sus reclusos eran soldados americanos capturados por los japoneses. Todavía no sabían que la guerra había terminado. Weller les dio la noticia. Ellos le relataron el resplandor, el ruido atronador y la ola expansiva. El periodista escribió un informe estremecedor. Siguió recorriendo la ciudad, lo que quedaba de ella, y reportando. Envió sus notas. Hablaba también de enfermedades extrañas que parecían tener origen en la bomba. La radiación afectaba a las personas.
Semanas después se enteró que ninguna había llegado al diario. Los oficiales de Estados Unidos las habían retenido y destruido. No eran tiempos de dar malas noticias; eso era hacerle el juego al enemigo (ya derrotado). Las excusas que se suelen esgrimir para ejercer la censura.
Weller regresó a su país y vivió convencido que sus crónicas se habían perdido para siempre. Tras su muerte, una de sus hijas, encontró un copia en carbónico y los publicó. Sesenta años después el mundo seguía conociendo qué pasó en Nagasaki.