Muchos años después le preguntaron por qué no dirigió hacia allí su carrera. Su respuesta: “Es que decidí ser el maestro de obras del Tercer Reich”. Tuvo las mejores herramientas: un grupo de arquitectos dispuestos a hacer realidad sus visiones, una burocracia con una capacidad casi ilimitada para planificar y ejecutar y un estado de terror que convirtió en prohibida la palabra “imposible”.
¿Cuál era el estilo arquitectónico nazi? A los estudiosos les gusta decir que no había. Una corriente nace de manera espontánea, de la maduración de otra anterior o como contraposición a la precedente. La estética nazi se fabricó en la mente de Hitler, por así decirlo, de la noche a la mañana. Era una compota que podía bascular entre el revival romano neoclásico, las fortalezas militares y las folclóricas casitas rurales germanas.
Pese a que la Bauhaus fue demonizada, el Führer no le hizo ascos tampoco a las líneas puras de Mies van der Rohe. Eso sí: no podía ni ver los tejados planos, las ventanas horizontales y el acero expuesto que tan famoso hicieron al autor del pabellón de Barcelona.
Lo único que parecía tener claro el Führer era que quería colosalismo en piedra. Mastodónticas construcciones que amilanaran al enemigo y despertaran catárticas reacciones entre sus fieles súbditos. Y piedra, mucha piedra, nada de cristal o metales. El Tercer Reich debía durar mil años y dejar tras de sí las ruinas más bellas de todos los tiempos. Esta era la “teoría del valor de la ruina”, una de las formulaciones estéticas más disparatadas de la historia. Su autor: Albert Speer, el arquitecto favorito de Hitler y uno de sus pocos amigos íntimos.
El niño feliz
El Führer tuvo tres arquitectos de cabecera: Paul Troost, Hermann Giesler y Albert Speer. El primero murió prematuramente. El segundo se centró en los trabajos en Weimar, Múnich y Linz. Y el tercero fue quien supo llegar realmente al corazón de Hitler.
Joachim Fest, biógrafo de Speer, apuntó que entre mecenas y artista (cuando se conocieron, este era un joven de 29 años sin casi experiencia) existía una extraña corriente homoerótica. La gran cualidad de Speer fue darle y decirle a Hitler lo que este quería. La “teoría del valor de la ruina” fue el clímax de este metafórico matrimonio que se presentó ante el mundo, al más puro estilo de las lunas de miel, en París.
En 1937, la capital francesa albergaba una alicaída Exposición Universal. España estaba en guerra y Europa andaba ya crispada. Aquella iba a ser la exhibición de la propaganda. Roosevelt presentaba su New Deal a través de un pequeño rascacielos. Mussolini mostraba las maravillas de la arquitectura fascista. Y Stalin pensaba enmudecer el globo terráqueo con su realismo socialista: su pabellón era una especie de plinto coronado por dos figuras, un obrero y una campesina, de 25,5 metros de altura. La pareja avanzaba decidida hacia delante… Y lo que había delante era el pabellón alemán. El choque de los totalitarismos.
Speer tenía un as en la manga: había visto, por casualidad, los planos de su oponente y se puso a trabajar para contrarrestarlos. La fachada del pabellón alemán empequeñecía todo el recinto: una torre de 150 metros de altura coronada con un águila y una esvástica. A sus pies, un grupo escultórico de musculosos arios de siete metros de altura.
El estilo soviético y el nazi guardaban similitudes pasmosas, y ambos pabellones ganaron ex aequo la medalla de oro. Hitler y Speer quizá quedaron decepcionados con la cita parisina, pero en tres años la Ciudad de la Luz iba a ser suya. Además, les esperaban tantos planes con los que jugar en casa.
Hitler mandó desalojar el palacio de la Academia Prusiana de Bellas Artes para convertirlo en el estudio berlinés de Speer. Este gozaba de un sueldo superior al del alcalde de la ciudad. A cambio debía agasajar versallescamente al Führer.
Le construyó una maqueta de 30 metros de largo del nuevo Berlín, pintada con los colores de los materiales constructivos y con soldados de plomo desfilando por las calles. Algunas secciones eran móviles, para que el dictador las viera de cerca y experimentara con los juegos de luces y sombras. Muchas noches, tras la cena, Hitler regalaba a sus invitados una visita con linternas al proyecto en miniatura.
En su 50 cumpleaños, el tirano era el niño más feliz del mundo: Speer le había regalado una maqueta del arco del triunfo que tenían planeado, bajo la cual el Führer podía ponerse en pie.
La velocidad con que Hitler planeaba era pasmosa, pero la capacidad organizativa de Speer no le iba a la zaga. Durante la guerra, el Führer le llegó a nombrar ministro de Armamento y Producción de Guerra. Speer, para los proyectos constructivos, contaba con la ayuda inestimable de la Fábrica de Obras de Tierra y Piedra Alemanas, una sección de las SS.
Los prisioneros de los campos de concentración eran la base del sistema. Flossenbürg y Mauthausen se alzaron al lado de canteras. En Oranienburg se erigió una fábrica de ladrillos. En los juicios de Núremberg, Speer se dibujó a sí mismo como “el nazi bueno”, el que no sabía nada de los planes del Holocausto. Sin embargo, le cayeron 20 años de cárcel por el uso de mano de obra esclava.
Hitler tuvo muchos sueños, aunque poco tiempo para ponerlos en práctica: desde 1933 hasta 1945, con la Segunda Guerra Mundial en el tramo final. De aquella era aún quedan edificios, modificados, con nuevos usos y, desde luego, desprovistos de simbología. Otros fueron destruidos durante el conflicto y la posguerra se encargó de borrar sus restos. La “teoría del valor de la ruina” era un disparate, pero mejor que no quedara ninguna reliquia de aquella pesadilla.