Sus orígenes, los distintos tipos de enfrentamientos, las armas elegidas y los personajes que decidieron zanjar sus cuestiones de honor con un arma o un sable en la mano.Llegó a decir sólo la primera sílaba de la palabra. Ta. Al menos eso es lo que asume la leyenda. La palabra completa era talento. Nunca pudo completarla. Cayó fulminado de un balazo. Algunos dicen que segundos antes disparó al suelo. Otros que cuando empezó a decir la frase, sus inconclusas últimas palabras, apuntó su arma hacia el cielo, un tiro al aire.
“Yo no mato a un hombre de talento”. Eso iba a decir Pantaleón Gómez la madrugada del 7 de febrero de 1880. El hombre de talento, el general Lucio V. Mansilla, sí lo mató a él. A diez pasos de distancia. Con un disparo preciso. Dicen que después se arrodilló junto al cadáver de su contendiente, lo abrazó y lloró con desconsuelo.
Ambos cumplían con un dictado de la época y de su clase. Defendían el honor en el campo. Pantaleón Gómez era el director del diario El Nacional. Días antes había publicado en sus páginas un breve suelto sin firma que refiriéndose a Mansilla decía: “Su figura es más para un escenario de teatro que para el Ejército Argentino”. Él no lo había escrito, pero como director del diario asumió la responsabilidad. Mansilla (duelista pertinaz en los últimos años de su vida renegó de esa práctica) sintió que lo habían puesto en ridículo y exigió, a través de sus padrinos, inmediata satisfacción. En esos años, esa fórmula -inmediata satisfacción- tenía un significado unívoco. Batirse a duelo.
Durante siglos, en distintas sociedades, fueron variados los asuntos que se resolvieron a través del duelo. Al enfrentarse con armas el pleito quedaba superado, siempre y cuando los dos participantes permanecieran con vida.
La costumbre tiene su origen en prácticas ancestrales fenicias que se transmitieron a España, por un lado; y por el otro, en hábitos vikingos que se transmitieron al resto de Europa a través de las invasiones bárbaras. Otra forma que se conoció, primitivamente, en Europa fue la del juicio por combate, en la que un diferendo se resolvía mediante el enfrentamiento de los dos interesados. Se daba por sentado que la ayuda divina se pondría del lado de quien tuviera razón. El vencedor de ese duelo era considerado inocente para la justicia de la época (o si el motivo era patrimonial era quien obtenía la sentencia en su favor). Sin embargo, la forma moderna del duelo, tal como lo conocemos, se dio en Italia. Formulado y elaborado en la Península Itálica se transmitió a todo el continente.
Luego de una breve época de auge, la Iglesia prohibió la práctica. En 1563 el Concilio de Trento impuso la excomunión para los duelistas y para los gobernantes que los permitieran. Unos años después, en 1592, el Papa Clemente VIII, para que no quedaran dudas, promete a quienes participaran de estas prácticas la perpetua infamia. En consecuencia, los distintos estados europeos incorporaron normas prohibiendo el duelo.
Sin embargo, en la práctica siguió teniendo un importante auge hasta entrado el Siglo XX.
Aaron Burr era un animal político. Tejía alianzas y traiciones con facilidad. Había llegado a la vicepresidencia de los Estados Unidos, secundando a Thomas Jefferson. Alexander Hamilton fue uno de los autores de la constitución norteamericana y fue el fundador del primer partido político de ese país. Era un hombre respetado y consultado, de gran inteligencia y lengua feroz. En una cena realizó un comentario lleno de desdén sobre Burr. Los presentes rieron con el ingenio de Hamilton. Todos excepto uno, que anotó en su libreta lo dicho. Al día siguiente lo publicó en el diario. Era periodista.
Burr exigió de Hamilton una retractación que nunca recibió. Propuso entonces resolver el asunto de un modo civilizado. Esa fue su expresión: modo civilizado. Retó a duelo a Hamilton quien no tuvo mayor alternativa que aceptar. Un duelo no se rehusaba.
La madrugada del 11 de julio de 1804, a orillas del río Hudson, Hamilton y Burr se encontraron junto con sus padrinos. Se instalaron a doce pasos de distancia. Burr perforó el pecho de Hamilton de un balazo, quien murió al día siguiente. A Burr sólo le quedaría en el futuro, el mérito de haber sido parte del duelo seguido de muerte con los participantes de mayor celebridad de la historia. Su carrera política entró en un descenso constante, perdió elecciones, quedó relegado de la vida pública y al final de sus días fue condenado por traición.
Las motivaciones para batirse en un lance de honor podían ser diversas. Dichos ofensivos, gestos de desprecio, injurias, insultos públicos, alguna cachetada, el ataque (físico o verbal) a la virtud de alguna joven pariente, la publicación en un diario o revista de alguna opinión.
Muchos duelos se produjeron porque alguien se enamoró de la persona equivocada (para el desafiante). La gravedad de la ofensa recibida, la calibraba exclusivamente el ofendido. Quien profería la (supuesta) ofensa sólo podía aceptar el desafío. Aunque una sola palabra bastara para dar por terminado el hecho, nadie lo hacía. Preferían morir en el campo del honor que retractarse y quedar ante toda la sociedad como un cobarde. Estas ofensas privadas tenían una satisfacción pública. Porque, a no dudarlo, uno de las características principales del duelo era la publicidad. Toda la sociedad se enteraba del lance.
Lucio V. López, nieto del creador del himno nacional Vicente López y Planes, había sido nombrado interventor de la Provincia de Buenos Aires. Eran tiempos de revoluciones. Corría 1891. Dentro de sus primeras medidas en el cargo objetó, por fraudulenta, la compra de unos terrenos fiscales. Luego de requerir los debidos informes, declaró nula la operación inmobiliaria. Uno de los beneficiarios era el coronel Carlos Sarmiento, secretario privado del ministro de guerra Luís María Campos. Siguiendo lo que la normativa indicaba, Lucio López denuncia la situación ante la justicia penal. Sarmiento no se quedó de brazos cruzados. Denunció al interventor ante la Corte Suprema acusándolo del delito (inexistente) de jactancia. También amenazó a los diarios que dieron a conocer la noticia de su enjuiciamiento. Un juez lo procesó y estuvo detenido por más de tres meses, hasta obtener el sobreseimiento.
Al salir en libertad se dedicó a insultar a López en todos los lugares públicos posibles. Al no obtener respuesta a sus provocaciones, publicó una carta en el diario La Prensa. Entre otras cosas, trataba a Lucio V. López de cobarde, díscolo y perverso. La última palabra de la carta obligó a López. Proceda escribió Sarmiento. Esa misma tarde se encontraron los padrinos de ambos y fijaron la fecha del encuentro.
El duelo estaba previsto para las 11.00 horas en el Hipódromo Nacional. Todo Buenos Aires conocía la cita. Los carruajes se acercaban al lugar con la ilusión de ver, más no sea de lejos, el evento. Eligieron pistolas Arzón. Se escuchó el grito del Gral. Bosch –padrino del Cnel. Sarmiento-: “Duelo a muerte”.
Después, dos detonaciones. Una por lado. Los duelistas estaban intactos. Breves deliberaciones. Lucio Mansilla era uno de los padrinos: “¿Qué les parece un tirito más antes de amigarse?”, habría dicho. Otro de los padrinos cuenta los doce pasos. Los disparos. López cae herido ante la mirada de sus hijos y dos de sus hermanos. Se toma el vientre con sus manos ensangrentadas. “Esto que me pasa es una injusticia, esto que me pasa es una injusticia”.
Murió pocas horas después en su hogar. Sus últimas palabras: “Voy a morir con la convicción de que he sido uno de los hombres más honrados de mi país. He levantado resistencias pero ellas no han venido jamás del lado de los buenos”.
El coronel Carlos Sarmiento luego de superar las nuevas dificultades judiciales por la muerte en duelo de López, prosiguió con su carrera militar y política, llegando a ser gobernador de la Provincia de Buenos Aires
No todos los duelos eran mortales. El resultado dependía de las condiciones pautadas de antemano y de las armas elegidas. Las armas involucradas siempre eran iguales para ambos contendientes y la elección era consensuada por los padrinos. Durante siglos, el arma mayoritariamente usada fue la espada. Luego se incorporó el sable. Con la llegada de las armas de fuego, la pistola fue dejando atrás a las demás.
Las armas de fuego representaban un peligro más evidente que las otras. Además, no se requería demasiada habilidad para acertar a distancias tan cortas como diez o doce pasos. Una bala no siempre responde al que tiene mayor coraje o habilidad; a veces el azar era el que decidía y apoyaba al tirador más tembloroso. Sólo se optaba, sin lugar a discusiones, por un arma blanca o por una pistola cuando uno de los duelistas era un reconocido maestro en el uso de esa arma, dado que de otro modo tendría de antemano una ventaja que las normas caballerescas no permitían.
Un duelo antes de su inicio debía ser entre pares y equilibrado. V.G. Kiernan cita en su El duelo en la historia de Europa una curiosa anécdota: “El famoso Bully Egan se batió en otro duelo con Curran y cuando estaban sobre el terreno se quejó de la desventaja en que se hallaba, dado que Curran era como una brizna de hierba y él muy ancho. Curran declaró que no deseaba aprovecharse de una ventaja injusta. “Que marquen con tiza mi silueta sobre su cuerpo”, dijo, “y cualquier tiro mío que dé fuera de la marca no se tendrá en cuenta”.
Si bien siempre existió el duelo a primera sangre, en el que a la primera lesión de uno de los participantes el duelo era suspendido, en Europa, por un tiempo, se impuso el llamado duelo au mouchoir. Era con armas de fuego y los duelistas estaba tan cerca uno del otro que cada uno sostenía una punta de un mismo pañuelo. Se parecía más a un asesinato simultáneo que a un duelo.
No cualquiera podía batirse a duelo. No al menos en un duelo caballeresco. El duelo, reglado, concertado con anticipación, con origen en una cuestión de honor, era una marca de civilidad. Sólo los miembros de la elite se medían. Sobre ellos no recaía el peso de la ley. Porque aunque penados por todas las legislaciones, los duelos eran tratados benignamente ya sea por la norma, ya sea por los jueces que la aplicaban. Sólo en caso de muerte de uno de los participantes se endurecía, en un principio, la ley.
Sandra Gayol, en Honor y Duelo en la Argentina Moderna, estudió la cuestión y sostiene que “un agudo sentido del honor y la rápida predisposición a defenderlo por medio de un duelo eran un gesto público necesario para ingresar o permanecer en las elites”. Como un abono al Colón o ser socio del Jockey Club, batirse a duelo era también un símbolo social.
El duelo caballeresco se opone al duelo criollo. En uno todo está reglado, los padrinos actúan de garantes y quienes se enfrentan pertenecen a idéntico rango social. El duelo llamado criollo es una “costumbre bárbara”, según los cultores del otro duelo. Sostienen que allí entran en juego las bajas pasiones, el alcohol, las rencillas domésticas. Mientras en uno participan sólo caballeros, el otro era asunto de lúmpenes. La ley penal expresaba esta diferencia. Las lesiones y/o muerte en riña eran severamente castigadas. El duelo criollo, ese que se sostenía sin preanuncio y con facón y verijero fue el que fascinó a Borges .
Una vez se miraron y se entendieron dos hombres,/ Los vi borrosos salir al camino, y callados,/ Para explicarse a fierro; se midieron de muerte./ Uno quedó; era dulce la tarde, escribió Carlos Mastronardi.
En el duelo criollo los participantes se juegan la vida a suerte y verdad. No hay amparo alguno, no hay reglas a respetar. Se impone la fuerza, sobrevive –aún en quien muere- el coraje. No se necesitan espectadores. El valor no requiere de normas de etiqueta. Sólo basta con el ofensor y el ofendido. O con el provocador y el provocado. El descrédito no le llega a ninguno de los dos, ni al vencedor ni al vencido. Sólo al que rehúye la confrontación.
En la Argentina, el duelo fue una costumbre difundida entre sus clases altas desde fines del siglo XIX. Cuando la institución se encontraba en franco retroceso en todo el mundo, aquí se arraigó con fuerza. Los habitantes de Buenos Aires veían con satisfacción como las cuestiones de honor se dirimían de la misma forma que en las grandes capitales europeas. Pero los duelos porteños presentaban una notable particularidad que los diferenciaban enormemente de los del resto del mundo. Aquí casi nadie moría.
Los casos relatados de Lucio V. López y Pantaleón Gómez son raras excepciones (en casi setecientos duelos registrados, cuatro sólo fueron con consecuencias fatales). El resultado era previsible. Varias eran las circunstancias que convergían para que ello sucediera. Los duelos eran a primera sangre, con sable –menos letales que las espadas-, si eran con pistola la distancia era de veinticinco pasos, los padrinos actuaban con celeridad y fundamentalmente, nadie parecía dispuesto a morir allí.
Se arriesgaba la vida por honor, pero no tanto.
Si bien en las actas, la mayoría de estos enfrentamientos aparecen situados en Uruguay, se sabe que nadie viajaba tanto para enfrentarse. Era sólo un ardid para eludir un improbable accionar de la justicia local. La sede principal era la Casa del Ángel, el caserón propiedad de Carlos Delcasse ubicado en el barrio de Belgrano. Delcasse, francés de nacimiento, primer extranjero en ser legislador argentino, se vanagloriaba que en más de seiscientos duelos que hubo en sus jardines, nunca hubo que lamentar una víctima fatal.
Los padrinos resultaban fundamentales para el funcionamiento del duelo. Eran quienes oficializaban el encuentro –se mandaban los padrinos al otro-, quienes tenían la obligación de elegir las armas y establecer lugar y condiciones. Su principal deber era garantizar el equilibrio en el enfrentamiento, que nadie obtuviera una ventaja ilícita.
En los manuales de duelo se solía recomendar que no se debían elegir padrinos que tuvieran su propio motivo de rencor con el otro participante. Aparte de estas cuestiones prácticas la principal obligación de los padrinos era resguardar el honor de sus representados, y también su salud, porque ellos debían encargarse que siempre hubiera un médico presente. Lucio V. Mansilla llegó al extremo de desafiar a uno de sus propios padrinos por no estar de acuerdo con la solución a la que habían arribado en un asunto que lo tenía como uno de los duelistas.
Muchas fueron las voces que apoyaron los duelos. En 1891, en plena sesión legislativa el diputado Lucas Ayarragaray dijo que “hay que tener un duelo en la vida”. Leopoldo Lugones en el prólogo a la Jurisprudencia Caballeresca Argentina –libro de César Viale que recopila las actas de los duelos- lo definió como “una calamidad indispensable. Hermano menor de la guerra. El duelo es la civilización de la venganza. Hay, sin duda, mayor mérito en perdonar, pero hay ofensas que no perdona el mismo Dios”. Los editorialistas de los diarios de mayor difusión sostenían conceptos similares, siendo el duelo una de las pocas actividades ilegales que se publicaban con orgullo en sus páginas. Pocas voces se alzaban en contra de una costumbre tan prestigiosa. Carlos Pellegrini lo hizo, pero en circunstancias particulares: el entierro de Lucio V. López. La muerte sensibilizó.
Pocos se animaban a oponerse a los duelos. Domingo Faustino Sarmiento fue desafiado públicamente a duelo en 1874. Contestó a través de una carta en los diarios: “Señor Calvo: acepto el desafío a que usted me provoca. Hora: doce del día. Lugar: la plaza 25 de Mayo. Padrinos: el jefe de policía y el señor arzobispo. ¡No sea zonzo! Fdo: D.F.Sarmiento”.
El honor valía tanto como la vida. De poco servía vivir sin reparar las ofensas recibidas. El enfrentamiento zanjaba la cuestión. De allí en adelante, si ambos sobrevivían reinaba la cortesía. El que moría, por el solo hecho de afrontar el desafío, recuperaba el honor y aún la admiración de quien lo había ofendido. Sin embargo esta reparación no podía realizarse de cualquier modo. El coraje se demostraba asumiendo el riesgo de muerte con impasibilidad y elegancia. La discreción, ausente en el momento de producirse la causa del duelo, reinaba en su ejecución. La valentía en el momento de la muerte excusaba otros posibles defectos anteriores. El coraje como redención.