“Plaga”, “parásito”, “veneno para la raza”… Estos calificativos dedicados a los judíos eran parte de la retórica antisemita que utilizaron los nazis antes de su llegada al poder. Se podían escuchar en los mítines del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y leer en los editoriales del Völkische Beobachter, el diario oficial nazi, o en Mein Kampf, el ideario escrito por Hitler en 1925. No es de extrañar, por tanto, que cuando el líder nazi llegó al poder en 1933 tomara medidas para aislar al judío y evitar que siguiera “contaminando” a la raza germánica.
Pero, además de una amenaza biológica, los nazis consideraban a los judíos un peligro político y social. A pesar de no llegar al uno por ciento de la población (505.000 de un total de 67 millones, según el censo de 1933), se les señaló como los causantes de todos los males de Alemania: de la derrota en la Gran Guerra (fueron acusados de sabotear el esfuerzo bélico “apuñalando por la espalda” al ejército alemán), la crisis económica (por la avaricia del “capitalismo judío”), la debilidad de la nación (“república de judíos”, llamaban a la democracia parlamentaria de Weimar), la agitación proletaria (el mito de la conspiración judeobolchevique), la degeneración del arte… Fueron el chivo expiatorio que necesita toda ideología totalitaria para sustentarse.
El camino hacia la discriminación
Las primeras medidas antisemitas auspiciadas por el gobierno de Hitler se tomaron en abril de 1933, dos meses después del ascenso de los nazis al poder. El día 1, se organizó un boicot nacional a todos los comercios judíos. Y el 7, se promulgó una ley que prohibía a los judíos ocupar cargos en el funcionariado de las instituciones del Estado.
Estas medidas, en muchos casos ejecutadas gracias a la acción intimidatoria de los “camisas pardas”, causaron un notable descontento social. Esto es así porque para una parte importante de los votantes del NSDAP, la “cuestión judía”, como la denominaban los nazis, no era algo prioritario. Lo que les preocupaba era conseguir trabajo, que hubiera seguridad en las calles y que el país se recuperara económicamente. De hecho, según una encuesta realizada en 1934 sobre los motivos del apoyo a Hitler, el 60% de los encuestados ni siquiera mencionó a los judíos.
Aun así, las medidas discriminatorias y el discurso antijudío fueron calando poco a poco en la sociedad alemana. Un discurso que fue alimentado por la propaganda del régimen como forma de contrarrestar el desvanecimiento de la euforia inicial que generó el establecimiento del Tercer Reich y su creciente pérdida de popularidad. El pueblo alemán veía cómo la crisis continuaba y los rumores sobre la corrupción de los jefes nazis crecía.
Sin embargo, con el paso de los meses, ya fuera por convicción, oportunismo (aquellos que ocupaban los puestos de trabajo de los judíos expulsados), interés (los que se beneficiaban de la pérdida de clientela de los negocios judíos), indiferencia o miedo, cada vez más alemanes “arios” aceptaban, e incluso justificaban, el hostigamiento que sufrían sus conciudadanos judíos. Algunos de los cuales, unos 37.000 en 1933, habían empezado a hacer las maletas.
La represión antijudía no se había frenado, solo ralentizado. En mayo de 1933, se quemaron públicamente libros en las principales ciudades universitarias, muchos de ellos de autores judíos. En julio, se revocó la ciudadanía alemana a los judíos nacionalizados después de 1918. En 1934, se reanudaron los boicots a los negocios judíos, acompañados a menudo por actos violentos. En 1935, se extendieron por todo el país, en comercios, piscinas, accesos a pueblos y ciudades, carteles que humillaban a los judíos o prohibían su entrada.
Una de esas poblaciones era Nuremberg. La “ciudad más alemana” de Almania, como la llamaba Hitler, era la sede de los congresos del partido nazi y del diario Der Stürmer, un panfleto agresivamente antisemita –“Los judíos son nuestra desgracia”, decía su lema– editado por el fanático Julius Streicher. El 15 de septiembre de 1935, durante la concentración anual del NSDAP, el canciller hizo un anuncio que iba a sellar definitivamente el destino de los judíos alemanes: la Ley de ciudadanía del Reich y la Ley para la protección de la sangre y el honor alemanes.
La primera era una vieja reclamación del ala más radical del partido. Según el punto cuatro de su programa político, “ningún judío puede ser miembro de la raza, y por ende, ser ciudadano alemán”. De esta manera, de la noche a la mañana, los alemanes judíos, incluidos los veteranos de guerra y los que llevaban viviendo durante siglos en Alemania, perdieron su nacionalidad y se convirtieron en súbditos del Tercer Reich.
La segunda prohibía el matrimonio y las relaciones sexuales entre “arios” y judíos, y el empleo de sirvientas “arias” de menos de cuarenta y cinco años en casas judías. Esto último era una manera de otorgar legitimidad al infundio, muy utilizado por Der Stürmer en sus caricaturas, de que los judíos eran depredadores sexuales con las jóvenes “arias”. Además, para subrayar aun más su extranjería, se prohibía a los judíos izar la bandera alemana (más adelante se extendieron estas leyes a las personas de etnia gitana y raza negra).
Por mucho que a los nazis les gustara utilizar el concepto de raza, ser judío no era algo que se pudiera determinar en un análisis de sangre. Hubo que esperar dos meses para que los burócratas del régimen se pusieran de acuerdo en su catalogación. En un texto presentado el 14 de noviembre se decretó que judío de “pura raza” era todo aquel que tuviera al menos tres abuelos judíos. ¿Y cómo sabían que un abuelo o abuela era judío? Por su pertenencia a esa comunidad religiosa. Por tanto, la “venenosa” raza judía se terminó definiendo por simples criterios religiosos.
En cuanto a los mestizos (mischlinge), se establecieron dos grados. El primero, para los que tenían dos abuelos judíos. Y el segundo, para los que tuvieran solo uno. Pero había excepciones. Si un medio judío de primer grado practicaba la religión judía o estaba casado con una persona judía, era judío. Aunque, con el tiempo, estos pequeños matices supondrían la diferencia entre la vida o la muerte, en muchos casos los criterios sobre los mischlinge acabaron siendo arbitrarios. Como dice una popular frase atribuida al ministro y jefe de la Luftwaffe, Hermann Göring: “Yo decido quién es judío y quién no”.
Los acontecimientos posteriores corroboraron esa sensación de tranquilidad. La recuperación económica del país, que evitó que se volviera a desviar la atención hacia los judíos; la celebración de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, que provocó una relajación en la aplicación de las leyes raciales y un enmascaramiento de los signos visibles del antisemitismo con fines propagandísticos; y la intensa actividad diplomática de Hitler durante esos años, en los que el canciller quería mostrarse como un “hombre de paz” en sus reivindicaciones territoriales sobre Renania, Austria y los Sudetes; hizo pensar a la comunidad judía que la represión no iba a ir a más, que podrían seguir viviendo en Alemania aunque fuera como ciudadanos de segunda.
Pero la lógica del nazismo acabaría imponiéndose. El terrible pogromo del 9 de noviembre de 1938, conocido como La noche de los cristales rotos, terminó con las esperanzas de la mayoría. Las puertas de la Solución Final y el Holocausto se habían abierto de par en par.
Las leyes raciales fueron utilizadas como prueba contra el gobierno nazi durante los juicios de Nuremberg celebrados después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no se pudo usar el documento original. El general George S. Patton se lo había llevado en secreto a Estados Unido, desobedeciendo las órdenes que exigían mantener en Alemania cualquier prueba relacionada con la persecución de los judíos. Tras ser revelada su existencia en una biblioteca de California en 1999, hoy se guarda en los Archivos Nacionales de Washington.