El presidente de EEUU, Donald Trump, ha mediado en la normalización entre Israel y dos de sus antiguos enemigos árabes –y se espera que se sumen unos cuantos más–. Asimismo, ha lidiado con el último resquicio de conflicto en la antigua Yugoslavia mediando en un acuerdo entre Serbia y Kosovo.
¿Tendrán sentido del humor después de todo, los políticos noruegos? ¿O están siendo deliberadamente provocadores al proponer al presidente Donald Trump para el Nobel de la Paz en medio de la mayor campaña de character assassination que haya padecido un político occidental en los últimos tiempos?
A primera vista, Trump tiene méritos para hacerse con el premio que lleva el nombre del inventor de la dinamita. Ha mediado en la normalización entre Israel y dos de sus antiguos enemigos árabes –y se espera que se sumen unos cuantos más–. Asimismo, ha lidiado con el último resquicio de conflicto en la antigua Yugoslavia mediando en un acuerdo entre Serbia y Kosovo.
En ambos casos ha conseguido sortear obstáculos históricos, emocionales e ideológicos que muchos, empezando por quien esto escribe, pensaban que no podrían sortearse en el futuro previsible. Cómo lo ha hecho, y a qué ha recurrido bajo mano para conseguirlo, es materia de especulación. Pero lo que interesa, al menos a ojos del jurado del Nobel, es que lo ha conseguido. Trump ha llevado la paz a donde había conflicto.
¿Trump el pacificador? Las elites progresistas de ambos lados del Atlántico reaccionan ante tal enunciado con un cordial «¡Jajaja!» o clamando «¡Escándalo!» comidas por la rabia.
Pero, un momento: una mirada más atenta quizá nos cuente una historia distinta. En primer lugar, tenemos que, con la excepción de Dwight Eisenhower, Trump es el único presidente norteamericano desde el final de la II Guerra Mundial que no ha conducido su país a una guerra, grande o pequeña.
Harry Truman metió a EEUU en la Guerra de Corea y John Fitzgerald Kennedy, en la de Vietnam; su sucesor, Lyndon Johnson, extendió el conflicto a Laos; Richard Nixon y Gerald Ford la prolongaron y la llevaron a Camboya. Ronald Reagan tuvo su miniguerra en la isla de Granada, así como las proxy wars de El Salvador y Nicaragua; además, ayudó a sus aliados ingleses en el conflicto de las Malvinas.
George H. W. Bush capitaneó la invasión de Irak y acometió una pequeña pero costosa incursión en Somalia. Bill Clinton sumió a EEUU en el conflicto yugoslavo. George W. Bush hizo doblete con las invasiones de Afganistán e Irak. Liderando desde atrás, Barack Obama implicó a EEUU en la guerra de Libia e inició la mayor guerra dronera de la historia en Afganistán, Pakistán y el Yemen. Asimismo, incitó a los árabes a la rebelión contra sus gobernantes pero se negó a mover un dedo para ayudarlos, alimentando el fuego de las guerras civiles, sobre todo en Siria. Su respaldo a los mulás de Teherán alentó a estos a redoblar sus afanes imperialistas, sumiendo buena parte de Oriente Medio en la violencia y la guerra.
En cambio, Trump el negociador, ignorando a asesores halconescos, se negó a emprender acciones bélicas contra Corea del Norte. Incluso aceptó rebajarse a ojos de muchos al tratar con decoro al déspota Kim Jong Un. Asimismo, suspendió una serie de ataques aéreos planeados contra la República Islámica de Irán.
Por último, pero no en último lugar, trató de negociar un acuerdo con los talibanes afganos.
Uno puede respaldar o no esas decisiones, y en algunos casos, especialmente en la legitimación del Talibán, uno puede incluso albergar un sentimiento de traición. Pero, por lo que al jurado del Nobel respecta, todo esos actos tenían como objetivo hacer la paz.
Dudo de que finalmente las élites progresistas que controlan el juego del Nobel se decanten por Trump. Pero, si lo hicieran, este sería el quinto presidente norteamericano en obtenerlo. Y el que más lo merecería.
El primero fue Theodore Roosevelt (1906), por mediar en un alto el fuego en la guerra ruso-japonesa, que finalmente perdió Rusia. La mediación no resolvió la disputa sobre el Mar de Ojotsk, y Rusia recuperó lo perdido en la II Guerra Mundial y se anexionó el archipiélago japonés de las Kuriles. Roosevelt, encantadoramente llamado «Teddy», estaba muy lejos de ser un icono del «paz y amor». Así, libró una guerra para completar la conquista de las Filipinas e hizo campaña por entrar en la Primera Guerra Mundial. Peor aún: el querido Teddy fue un promotor de la eugenesia y ordenó que los criminales fueran «esterilizados» y los «retrasados mentales, privados de tener descendencia».
El segundo fue Woodrow Wilson, en 1919. Celebrado por su «internacionalismo progresista», condujo a EEUU a la Primera Guerra Mundial, al final de la cual publicó un manifiesto de catorce puntos que prometía la autodeterminación a numerosas naciones y protonaciones de Europa y Oriente Medio. El Reino Unido y Francia ignoraron la proclama y expandieron sus imperios por medio de una serie de tratados, como los de Versalles, Lausana y Montreux.
Durante su presidencia, el laureado Wilson emprendió varias guerras, empezando por la que resultó en la invasión de México para tomar Veracruz y desestabilizar al déspota Victoriano Huerta en favor del progresista Venustiano Carranza. Su secretario de Estado William Jennings Bryan hablaba mucho con las elites progresistas pero lograba poca cosa. De estar en nuestros días, su apenas velado racismo habría descalificado a Wilson.
El tercero fue Jimmy Carter, debido a sus «décadas de infatigables esfuerzos por encontrar soluciones pacíficas a conflictos internacionales y hacer avanzar la democracia». Dado que Carter fue presidente durante cuatro años sólo, no está claro de dónde se sacaron eso de las «décadas de esfuerzos». En cualquier caso, al armar, entrenar y financiar a los primeros muyahidines, Carter inició una guerra en Afganistán que aún perdura. Su miniincursión en Irán a lo Keystone Cops para liberar a los rehenes norteamericanos demuestra que no trepidaba a la hora de recurrir a la fuerza; simplemente, no sabía cómo hacerlo.
El cuarto fue Barack Obama, que fue elegido antes incluso de convertirse en presidente. Su caso ilustra lo que en 1817 Coolidge denominó la «suspensión de la incredulidad», con el jurado de los Nobel decidiendo honrarlo por lo que quizá hiciera en el futuro. Que Obama no fue el campeón del «Haz el amor y no la guerra», como esperaba el jurado de marras, está fuera de discusión. Sus fans lo adoran porque él dice y dice pero nada hace.
El mensaje trumpiano de «Haz acuerdos, no la guerra» no es lo suficientemente sexy en términos intelectuales para las elites progresistas que manejan el cotarro en saraos como el Nobel. Puede que gane el premio, sí, pero no se hagan ilusiones.
Amir Taheri / GATESTONE