El lado más oscuro de los mejores generales aliados de la Segunda Guerra Mundial

Ike Eisenhower, héroe del Día D, tuvo una amante y se negó a conmutar la pena de muerte a varios reos; Patton era un general cuyos nervios le llevaban a cometer barbaridades y Montgomery no soportaba las críticas




Ike: adúltero e inflexible

Dwight D. Eisenhower, o Ike, como le gustaba que le llamasen en un país propenso a los apodos, fue uno de los líderes que mejor imagen tuvo durante (y después de) la  Segunda Guerra Mundial. Su currículum así lo demuestra: se convirtió en la cabeza visible del desembarco en Normandía, consiguió mantener unidos a unos aliados cuyas opiniones distaban kilómetros y, tras la contienda, fue el primer militar del siglo XX en hacerse con la presidencia de los Estados Unidos. Valga como ejemplo que George Gallup, fundador de la famosa empresa de sondeos, dijo de él que había logrado algo más que decisivo: «Ike mantuvo la paz».

Pero el bueno de Eisenhower, el hombre cuya eterna sonrisa solo se apagó cuando vio partir a los soldados hacia las playas del norte de Francia, también tenía un lado oscuro que ha sido pasado por alto en la historia. Para empezar, y a pesar de haber contraído matrimonio en 1916 con Mamie Geneva Doud, tuvo una aventura con la capitana Kay Summersby, la que fue su secretaria y chófer personal durante parte de la Segunda Guerra Mundial. Según desveló años después el presidente Harry Truman, Ike intentó divorciarse y casarse con su nueva amante. Sin embargo, abandonó esta idea cuando sus superiores le amenazaron con la suspensión de empleo si seguía adelante.

Aunque su relación no era un secreto, Summersby solo la admitió en 1976, mientras luchaba con el cáncer que acabó con su vida. «Ahora me siento libre para hablar de ello. El general está muerto y yo me estoy muriendo. Cuando escribí sobre él omití muchas cosas, cambié algunos detalles y disimulé la forma en la que había cambiado nuestra intimidad», escribió en su obra «El olvido del pasado, mi historia de amor con Dwight D. Eisenhower». En la misma, recordó un momento de pasión en mitad de la Segunda Guerra Mundial. «Nos fundimos en un abrazo y nos quitamos las chaquetas. Estábamos frenéticos». Ese día, en cambio, Ike no pudo «consumar el asunto».
Eisenhower no se mostró tan laxo con los combatientes que transgredían las normas. El ejemplo más claro fue Eddie Slovik, un soldado raso que, en octubre de 1944, desertó del ejército norteamericano después de que el miedo le paralizase durante un combate y de que sus mandos le denegasen el traslado. Después de entregarse, este joven militar de apenas 24 años se negó a volver al frente y fue condenado a morir frente a un pelotón de fusilamiento. El caso tomó los medios de comunicación y el chico, desesperado, redactó una carta en la que pedía clemencia a Ike. No le sirvió de nada y, en la mañana del 31 de enero de 1945, se convirtió en el único combatiente de su país al que se dio muerte por ese delito desde 1860. Todo ello, a pesar de su emotivo texto:

«No tengo absolutamente nada en contra del ejército, tan solo quería ser trasladado del frente. […] Vine a Francia de reemplazo y, cuando el enemigo empezó a bombardearnos, me asusté y me entraron tales nervios que no pude salir de la trinchera. Supongo que nunca me di la oportunidad de superar esos primeros miedos debido al bombardeo. […] No se decirle lo mucho que siento los pecados que he cometido. En su momento no era consciente de lo que hacía ni de lo que significaba la palabra deserción. Lo que se siente al ser condenado a morir. Le suplico encarecida y sinceramente, por mi querida esposa y mi querida madre, que se apiade de mí. […] Me gustaría seguir siendo un buen soldado».

Algo similar ocurrió algo después, en 1953, cuando Eisenhower era ya presidente de los Estados Unidos. En junio, los pequeños Michael y Robert Rosemberg, de 10 y 6 años de edad respectivamente, enviaron una carta a Ike en la que le suplicaban que no ejecutara a sus padres, Ethel y Julius, por pasar información sobre la bomba atómica a la Unión Soviética. «Los amamos muchísimo» es solo una de la infinidad de frases que harían estremecerse a cualquiera. El indulto no fue concedido. El político y antiguo héroe de la Segunda Guerra Mundial se mantuvo firme además ante una infinidad de manifestaciones que pedían la anulación de la pena.


El loco Patton

George Patton fue, a la vez, uno de los oficiales más eficientes y más discutidos de la Segunda Guerra Mundial. Tras combatir como tanquista en la Gran Guerra, ascendió a pasos agigantados en el ejército hasta llegar a general. Después del ataque de Pearl Harbour y de la entrada de los Estados Unidos en la contienda contra el Tercer Reich, fue enviado a África y, poco después, a Sicilia. En ambos frentes demostró que era un verdadero líder, pero también severo e hiriente.

La controversia siempre lo acompañó; 1943 marcó su carrera militar y, a la larga, hizo que le apartaran del frente de Normandía. Aquel año se hizo tristemente famoso en los medios de comunicación por abofetear y obligar a regresar al frente a dos combatientes aquejados de fiebres, estrés y fatiga de combate. «No admito lo de este hijo de puta. ¡Cabrón sin huevos, te vas de vuelta al frente!», le espetó a uno de ellos. Para entonces ya era famoso por su mal carácter y por sus arengas llenas de soflamas violentas e insultos. «El objetivo de la guerra no es morir por tu país, sino hacer que otro bastardo muera por el suyo», afirmó en una ocasión.

El de la bofetada no fue su único altercado destacable, aunque sí el más famoso. En otra ocasión, durante la campaña de África, Patton (conocido por su obsesión por la limpieza) se percató de que había unas pequeñas trincheras excavadas alrededor de las tiendas de campaña de la unidad que visitaba. Airado, preguntó para que servían. La respuesta fue sencilla: para protegerse de los continuos ataques aéreos alemanes. No le podían haber dicho algo peor… Montó en cólera, afirmó que aquello era una cobardía impropia del ejército de los Estados Unidos y orinó sobre la zanja destinada al oficial de mayor rango de la unidad. «Ahora, úsala si quieres».

Lo peor es que el mismo Patton se jactaba de su severidad. Quizá el ejemplo más claro fue la anécdota que él mismo contó a sus soldados en un discurso antes de que partieran hacia Francia en 1944:

«Uno de los hechos más valientes que nunca haya visto fue un tipo subido a lo alto de un poste telegráfico en mitad de un peligroso tiroteo en Túnez. Me detuve y le pregunté qué coño estaba haciendo ahí arriba. […] “Arreglando el cable, señor”. Le pregunté de nuevo. “¿No cree que es poco aconsejable ahora mismo?, ¿no le asustan esos aviones que disparan contra la carretera?”. Él me contestó: “No, señor, pero usted sí”. Era un hombre de verdad. Un verdadero soldado. Era un hombre que lo consagró todo a su deber, sin importarle lo aparentemente insignificante que pudiera parecer, sin importar si se la estaba jugando».

Todos estos controvertidos episodios fueron recogidos por el mismo Eisenhower. En sus memorias, el entonces comandante en jefe de los ejércitos aliados llegó a afirmar que las acciones de Patton eran, en ocasiones, «poco menos que brutales». Aunque planeó destituirlo, al final entendió que «su tensión emocional y su impulsividad eran las mismas cualidades que lo convertían en un general tan notable» y adujo que, «cuanto más imbuyera de ánimo a sus hombres», fuera de la forma que fuese, menos vidas se cobraría Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial. «A pesar de mi indignación por el suceso, entendí que debía mantenerlo en el cargo para futuras batallas».




Monty y sus obsesiones

Los adjetivos para calificar al mariscal de campo Bernard Law Montgomery se cuentan por decenas. Desde excéntrico hasta extravagante pasando por, simplemente, extraño. El mismo Dwight D. Eisenhower le definió en una ocasión como un verdadero «psicópata». Pero la realidad es que también fue un oficial que, entre otras tantas victorias. logró acabar con las tropas del general alemán Erwin Rommel durante la batalla de El Alamein. Quizá fue por eso por lo que, tanto los mandos del Ejército Aliado como la misma Europa, le perdonaron el desastre en el que se convirtió la gran operación que orquestó para acceder a Alemania a través de los Países Bajos: Market-Garden.

Monty fue definido como un cuarto hijo caprichoso, emocional e intelectualmente inmaduro, muy travieso por naturaleza e individualista por carácter. Durante su etapa escolar, sus profesores y compañeros coincidieron en estas apreciaciones. Según recoge el psiquiatra Michael Fitzgerald en el informe «Did field marshal Bernard Montgomery have asperger’s syndrome?», el pequeño «Monty» era «autosuficiente», «intolerante a la autoridad» y solo se esforzaba en aquellas asignaturas que le interesaban de verdad. A pesar de su juventud, pronto quedó claro que el control era clave para él y que era «extremadamente egocéntrico» y excéntrico.

A nivel personal, el informe afirma que Montgomery demostró también claros síntomas de misoginia y que era un excéntrico que, durante una buena parte de su vida, vivió con sus dos hermanas solteras. Según sus palabras, no fueron pocas las muchachas que, después de pasar un rato con él, afirmaban que no les había hecho ningún caso y que había mostrado más interés en los planes militares que en ellas. De hecho, solía repetir que «no te puedes casar y ser un oficial eficiente».

Por otro lado, parece que Montgomery tampoco tenía capacidad para empatizar con el resto de los seres humanos. «Era capaz de tener comportamientos increíblemente malos», añade el dossier. Para corroborar la existencia esta característica dentro de su personalidad, Fitzgerald pone un curioso ejemplo. En una ocasión, el militar estaba dando un discurso para una audiencia en la que había un periodista ciego. De repente, desde el fondo alguien le pidió a Monty que alzara la voz porque no se le oía bien. Él se sintió ofendido y, sin ninguna lógica, respondió de una forma descortés: «Puedo ver que uno de ustedes es ciego… ¿pero el resto son sordos?».

Siempre según Fitzgerald, con los años estas características se exacerbaron hasta la extenuación y se hizo imposible discutir con él. Así lo afirma Antony Beevor en «La batalla por los puentes» (Crítica, 2018), donde explica una curiosa anécdota que pone de manifiesto los problemas que tenía Monty para tratar con sus superiores y con todo aquel que no opinara como él. El autor narra en su obra que, durante la preparación de la operación Market-Garden, «Monty» se reunió con Eisenhower enfadado porque el jefe supremo le estaba dando más recursos a los ejércitos de Patton que a él. La charla no tardó en convertirse en un monólogo a gritos del británico. Al final, «Ike» se limitó a responderle: «Monty, no puedes hablarme así, soy tu jefe».

Estos arranques de ira llevaron a Patton a afirmar en más de una ocasión que Montgomery hacía lo que quería mientras el resto de oficiales y sus propios superiores miraban para otro lado. «Monty hace lo que le da la gana y Ike se limita a decir: “Sí, señor”». Por desgracia, el principal rasgo de su personalidad fue el mismo que le terminó pasando factura y que le impidió entender que la operación Market-Garden era una auténtica locura: no creía en los consejos de sus subordinados y entendía que los buenos subalternos son los que acatan las órdenes sin rechistar. «Era obstinado hasta el punto de la intolerancia y usaba una disciplina tiránica contra el resto», añade el experto. Por si fuera poco, los oficiales no podían permitirse el lujo de criticarle ni una sola vez. «Un fallo y estaban fuera».

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