Viaje a los campos de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau en el año del 75 aniversario de su Liberación
Auschwitz no es un sitio cualquiera, sino una profundísima herida en el corazón de Europa
En paralelo a la carretera, discurre un ramal ferroviario que termina entre matorrales y montañas de gris alabastro. Este no es un sitio cualquiera, sino una profundísima herida en el corazón de Europa. “De todos los puntos del horizonte convergían los trenes hacia lo in-nominado, cargados con millones de criaturas que eran arrojadas allí sin saber dónde estaban arrojadas con sus vidas”, escribió en sus memorias Charlotte Delbo. Miembro de la resistencia francesa, así describió su estupor al apearse en ese funesto andén en mitad de la nada, la Judenrampe. Cuando, en 1978, Auschwitz-Birkenau se incluyó en el patrimonio mundial de la Unesco, se creyó que así se habían resuelto los conflictos territoriales que la existencia del museo suponía para las administraciones. Los residentes autóctonos no habían dudado en reclamar las tierras robadas por los nazis a sus padres y abuelos porque querían construir nuevas viviendas y utilizar los prados para el ganado. El informe se hizo con tanta premura que se dejó fuera este apeadero, caído en el olvido.
Hace dieciséis años, cuando vine aquí por primera vez, la Judenrampe era un páramo cubierto de maleza. Hoy, recuperadas las vías e instalada una placa, se ha añadido un solitario vagón para completar la puesta en escena. Como apunta el experto en literatura del Holocausto Efraim Sicher, la pregunta pertinente no es si se puede reconstruir el pasado, sino qué memoria se lega. Auschwitz parece abocado a avanzar hacia la condición de parque temático mientras cada vez quedan menos supervivientes, cuya autoridad moral es la última barrera contra cualquier atisbo de negacionismo. El pasado febrero, en el auditorio de la biblioteca municipal de Oswiecim, escuché a cuatro de ellos, ancianos cuyos movimientos frágiles contrastaban con la dureza del testimonio del hecho imborrable que había marcado sus vidas. Ante decenas de cámaras de medios internacionales, desplazados allí para cubrir los actos del 75.º aniversario de la liberación del campo, bajaban la mirada, abrumados. Cuando el último testigo desaparezca, los relatos que se hayan salvado competirán con las distorsiones de la cultura popular, ya sea en forma de bestsellers, series o películas, así como con la museificación de la historia. Entonces, dependeremos de la memoria indirecta –la postmemoria, para usar el término acuñado por Marianne Hirsch–, de la transmisión del pasado a las generaciones siguientes por medio de relatos, fotografías, documentos, etcétera, aunque esa base documental no siempre garantice de por sí que su significado llegue de manera coherente o accesible. Esta pugna está presente en el último título de Santiago H. Amigorena, El gueto interior, en el que intenta descifrar el silencio y la culpa de su abuelo a través de las cartas de la madre, enviadas desde el gueto de Varsovia.
Oswiecim fue un importante nudo ferroviario que conectaba las redes de tres imperios. Desde aquí se podía llegar a Viena, Berlín, Varsovia, Moscú o Lvov. Los deportados que descendían en la Judenrampe pasaban primero por una selección. En los días claros se vislumbraba la torre de vigilancia de la entrada al campo. Ahora todo el mundo lo sabe: había quienes, engañados, iban directamente a las cámaras de gas en camiones. El resto iba a pie para someterse a la Vernichtung durch Arbeit (aniquilación mediante el trabajo). “Ignoraban que al infierno pudiera llegarse en tren. (…) No saben que a esta estación no se llega. Esperan lo peor, no esperan lo inconcebible”, sigue Delbo, con una escritura entre la prosa y la poesía que transita por la sutil línea entre lo insondable y la necesidad de transmitir. “Desde hace años se sabe/ se sabe que ese punto en el mapa/ es Auschwitz/ Eso se sabe/ Y lo demás se cree saberlo”, añade. Al leer a Delbo pienso en lo que dijo Jacques Derrida acerca de que todo testimonio responsable compromete una experiencia poética de la lengua, y me pregunto si precisamente en la lengua, en cómo la hemos utilizado desde entonces, se halla la medida de nuestra comprensión –siempre imperfecta– de lo ocurrido.
Cuando el último testigo desaparezca, sus relatos competirán con las distorsiones de la cultura popular: series, películas…
Cada vez que se ha roto el silencio de un superviviente, Auschwitz ha dejado de estar detrás de nosotros. En sus primeros escritos sobre el impacto que una experiencia traumática tiene sobre la memoria, Freud empleó una metáfora fotográfica: los recuerdos se almacenan en el cerebro como película expuesta sin revelar hasta que un día algo desencadena que la imagen latente por fin se haga visible. El reciente testimonio de Ginette Kolinka, Regreso a Birkenau, ha sido un fenómeno editorial en Francia. Parisina nacida en 1925, Kolinka ocultó a todo el mundo, marido e hijos incluidos, su paso por el infierno a los diecinueve años, junto con su padre, su hermano pequeño y un sobrino. En la Judenrampe, a los dos primeros los animó a coger los camiones, para que no se fatigaran. Mientras ella se sometía al protocolo de ingreso –corte de cabello de todo el cuerpo, desinfección, tatuaje– lo supo: “¿Veis ese humo que hay fuera? ¡Pues ahí están! ¡Son los cuerpos de vuestras familias los que se están quemando!”. Más de medio siglo después regresó allí con sus alumnos. Su libro, directo y sobrio, con detalles cotidianos a los que no se suele aludir, interpela al lector: “Yo cuento esto, lo veo, y pienso que no es posible haber sobrevivido a ello. Veo y siento. Pero ustedes, ¿qué es lo que ven?”.
Es difícil, en el contexto turístico, hallar una forma adecuada de aproximarse a la aniquilación de vidas humanas
En plena cultura hipervisual, nuestra reacción inconsciente ante lo que se extiende al traspasar la entrada de Auschwitz-Birkenau es la de que nos encontramos en un decorado cinematográfico. Vasili Grossman abrió su monumental Vida y destino con la profusión de líneas rectas del diseño de un campo de exterminio y, en la uniformidad de los barracones, veía una constatación de su carácter inhumano. Una uniformidad que contrasta con la esencia de Europa, que es contradictoria, desordenada, plural, inestable, multilingüe. Basta con hacer la prueba y buscar Auschwitz en Google Earth. Al instante, su cuadrícula destaca entre los meandros del Vístula y las calles irregulares de Oswiecim y Brzezinka. “Un lugar como este exige al visitante que se interrogue en algún momento sobre sus propios actos de mirada”, apunta Georges Didi-Huberman en Cortezas. Lo que hoy se ve ha pasado por múltiples procesos de destrucción: la de los alemanes cuando huyeron, la de los habitantes polacos al recuperar los terrenos que fueron suyos, los robos y saqueos, el deterioro, la conversión en museo y la reconfiguraron de instalaciones en locales de servicios para turistas, como la cafetería o el parking, o las décadas de relato soviético, que obviaban la dimensión judía de la catástrofe. La interrogación con la mirada pasa primero por desentrañar cada una de esas capas. Entre tanto, los retratos de los visitantes no cesan: unos apoyados en la pared de los barracones, otros haciendo equilibrios sobre la vía del tren.
Al norte del campo hay una zona de barracones cuya construcción no se culminó. Sin instalaciones sanitarias, comida o abrigo, se disparaba el índice de mortalidad de quienes esperaban allí a que les asignaran un trabajo forzado para el Reich. Los llamaban mexicanos, porque deambulaban por el campo envueltos en mantas de colores. El camino es largo y atrae a pocos visitantes, pues la mayoría prefiere ir hacia el Oeste, a Kanada, donde se procedía a clasificar los objetos confiscados. Estoy sola, bajo abedules y ante postes de alambrada sin restaurar. Unas estructuras rectangulares a ras de suelo indican dónde se erguían los barracones. La lluvia las ha inundado, formando una suerte de estanques. Tres ciervos se cruzan a lo lejos. Comen, avanzan despacio y se pierden a mi derecha.