A los 3 años cruzó el desierto de Sudán para llegar a Israel. Familia que quedó en el camino, un empleo traumático a los 12 años y una adaptación al país que todavía hoy presenta desafíos para la comunidad etíope. Historia de vida de la primera mujer negra que lidera un ministerio israelí.
Pnina Tamano-Shata tiene 39 años, es abogada, periodista, militante social y es la ministra de Inmigración y Absorción de Israel. Detrás de su carrera política hay una cruda y conmovedora historia de inmigración desde Etiopía, que incluye la pérdida de hermanos, una separación accidental de su madre y una dura adaptación al país, que incluyó trabajar en un hospital cuando apenas tenía 12 años.
Al convertirse en la primera mujer negra que lidera un ministerio israelí, a simple vista y en ojos ajenos Tamano-Shata se convirtió en un modelo de la integración etíope en Israel, inclusive en su peinado alisado que dejó atrás el estilo afro de antaño. Pero nadie puede escapar a sus orígenes. En su caso, se manifiesta en situaciones estresantes, como cuando estaba por dar a luz a su hijo y su boca no pudo pronunciar una sola palabra en hebreo. “Comencé a hablar en amárico, en esas situaciones me pasa”, cuenta, y revela entre risas una frase que le dijo a su marido durante su estadía en la sala de partos: “Voy a ser miembro de la Knesset”.
Cuando inició su camino a Israel tenía apenas 3 años y se llamaba Panta en honor a una hermana que murió de muy pequeña. Sus padres sufrieron la pérdida de seis hijos: cuatro en Etiopía y dos ya en suelo israelí. “Ellos nunca hablaban de eso, era tabú, y lamento no haber preguntado detalles”, afirma. Con el tiempo, a través de su hermana mayor, Pnina pudo conocer algo de la hermana que había inspirado su nombre. “Se acuerda que la última frase que le dijo a mi madre fue: ´Mamá, cuando crezca el campo de maíz a quién le darás el maíz´. Mamá le respondió que le daría todo a ella y ahí fue que cerró sus ojos, fueron sus últimas palabras”.
Su abuelo lideró una comunidad rural a través de una larga caminata por el desierto sudanés, que formaba parte de un programa de rescate denominado “Operación Moisés”. Ella era muy pequeña y no recuerda mucho de aquellos días, aunque también entiende que la memoria eligió reprimir algunas escenas de lo duro que fue llegar a Israel: 4 mil etíopes murieron en el camino. “Es el 10% de los que viajaban, no hay familia que no haya sido afectada, la comunidad etíope israelí vive en un continuo estado postraumático”, asegura.
El peor momento de ese viaje fue cuando, después de unos días en un campo de refugiados sudanés, llegaron los camiones que los llevarían hasta el avión que los debía trasladar hasta Israel. “Todos querían subir al camión y no había espacio, los niños empezaron a ser pisoteados”, rememora.
“Hasta ese momento estuvimos todos juntos, padre, madre embarazada en el noveno mes y seis hijos. Como no había espacio mi papá ubicó a mi mamá y mi hermana Aliza en un camión con menos gente, pero ellas no se subieron al avión, su transporte se descompuso y fueron devueltos al campo de refugiados”, cuenta. “Nos enteramos cuando llegamos a Israel”, agrega.
Con un bebé y una hija de 11 años, la madre de Pnina se enfermó y tardó un año en llegar a Israel. En esa espera, en el centro de absorción del kibutz Beit Alfa el padre de Pnina cada mañana ponía a todos sus hijos en fila para rezar y pedir que la mamá regresara a ellos. “Nos decía que los rezos de los niños eran respondidos”.
Un día, en medio de la incertidumbre, la mamá de Pnina llegó a Israel. Pero su estado de salud estaba muy deteriorado y el trauma que arrastraba era grande: ella no hablaba y no lograba reconocer a sus familiares. Al día siguiente, con su enojo infantil por el abandono sufrido, Pnina tuvo un brote y le dijo: “Lástima que no moriste en Sudán”.
Con el tiempo la salud de la madre mejoró. Las heridas no desaparecieron, pero el dolor se estabilizó. Y, en perspectiva, la ministra asegura que su familia fue afortunada. “Tengo muchos amigos huérfanos, y lo que más me duele es que nadie lo sepa, estas historias no se contaron lo suficiente. La gente dice que debemos callarnos y agradecer porque Israel nos abrió las puertas, pero a los inmigrantes etíopes no nos hicieron ningún favor, cada uno se puso de pié como pudo y con un tremendo sacrificio”, analiza.
Tras una llegada agotadora, la adaptación al país tampoco fue sencilla. Y encima incluyó la muerte de dos bebés recién nacidos. Pnina lo recuerda bien: “Mamá parió gemelos y en el hospital le dijeron que murieron ambos, pero nunca se los mostraron, mi madre hasta el día de hoy asegura que los vio sanos y no entiende por qué nadie se los mostró”, cuenta. “Es una gran herida para ella y para nosotros también, a veces nos surge la duda de si tenemos dos hermanos vivos en alguna parte del mundo”, añade.
También mantiene recuerdos muy presentes sobre el jardín de infantes de Pardes Hanna, al que por costumbre iban descalzos y las autoridades les explicaban que no podían concurrir así. “Fue muy difícil”, asegura sobre aquellos primeros encuentros con la cultura occidental y los primeros contactos con la sociedad israelí.
Con el tiempo los padres de Pnina comenzaron a trabajar como empleados de limpieza. Y cuando ella entendió que debía ayudar a la economía familiar, lo hizo a escondidas: a los 12 años consiguió un puesto para limpiar en un hospital. Se desempeñó en el área de cuidados intensivos y las escenas de sangre le provocaron pesadillas recurrentes. Fue así que su madre, al verla dormir, se dio cuenta de que algo andaba mal.
También destaca como especialmente difícil la brecha generacional con sus padres, especialmente durante su etapa adolescente. “Los padres no entendían los peligros del mundo moderno, estaban ocupados en salir del trauma. Tenían mucho amor y valores pero les faltaban herramientas para comprender este mundo”, afirma. En su caso, inclusive, destaca la barrera idiomática como un problema con su madre en los primeros años en el país: “Ella hablaba amárico y yo quería hablar hebreo, no teníamos ni una lengua en común y era muy difícil enseñarle”. Así fue que, por ejemplo, ella de niña debía acompañar a su madre al médico para entender las instrucciones del profesional.
Desde esas dificultades decidió dar un paso hacia la vida política. “Estudié derecho porque quería tener herramientas para defenderme. De niña era difícil ver a mis padres lidiar con la burocracia israelí, podían estar horas al sol haciendo filas, eran muy maltratados”, asevera.
Pasaron los años pero muchos inmigrantes etíopes sienten que el Estado los sigue maltratando, especialmente a través de la policía. “Hasta el día de hoy le digo a mi esposo que si lo detiene un patrullero me avise, que no haga nada más que llamarme”, cuenta. “Para muchos una persona negra sigue siendo una amenaza”, denuncia.
Además de las historias que conoce por su militancia política, desde su experiencia de madre recuerda un episodio de discriminación que sufrió su hijo en un campamento, cuando un niño se negó a jugar con él por su condición de etíope. “El coordinador no supo qué hacer, entonces yo detuve toda la actividad y hablé con el director que era amigo mío, y le dije que les hablara de la importancia de aceptar al otro sin importar si era gordo, usaba lentes, tenía el pelo rojo o era etíope”.
“Sé que ese niño no tiene la culpa, se trata de un sistema educativo. Me molesta más qué pueda ocurrirle cuando sea grande, porque inclusive hoy la policía de Israel ve a un negro y siente que es una amenaza”, completa.
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