Hoy les traigo algo muy diferente a los usuales memes de humor negro y críticas al Estado y al gobierno argentino:
En el centro de absorción donde estoy viviendo (básicamente un hotel de inmigrantes) hay gente de todas partes del mundo. Hay algunos argentinos, pero sobre todo, hay muchos rusos. Y también hay algunas familias con un origen y una historia completamente diferente. La familia en particular a la que voy a referirme hoy es una de judíos yemenitas. Así es, vienen de Yemen. Uno de esos países que pocos pueden ubicar en un mapa.
Todo empezó cuando, como se hizo costumbre, saludé al pasar a los chicos que estaban jugando en el pasillo. Uno de ellos me preguntó mi nombre, así que se lo dije, y ya que él estaba con un cuaderno en sus manos, le pregunté el suyo y se lo escribí en castellano. Después vino otro a pedirme lo mismo, y más tarde vinieron más. Me encontré de repente con cinco chicos alrededor mío, y quince minutos más tarde ya estaban todos escribiendo sus propios nombres y los de sus hermanos, mientras nos entendíamos en un hebreo bastante cortado (el mío, ellos lo hablaban a la perfección para su edad). Mientras tanto, el más avispado les traducía las ideas al resto, en árabe.
Unos minutos más tarde, una de las madres yemenitas salió a ver por qué sus hijos, que se pasan el día haciendo desastres, estaban todos sentados alrededor mío, así que se paró a mirar desde lejos.
Dejé a los chicos escribiendo y me acerqué a ella para preguntarle qué edades tenían los chicos. Ninguno pasaba de los diez años. Usando el traductor de Google, de español a árabe, le conté cómo me asombró lo rápido que aprendían. También le pregunté cuánto tiempo llevaban acá en Israel. Mitad en hebreo y con palabras sueltas en inglés (ella vivió un año en Londres), me dijo que habían llegado hace un año. Me contó sobre guerra, bombardeos, hambre y persecuciones: todas esas cosas que uno ve en noticieros, pero nunca de primera mano. Si bien el vocabulario no alcanzó para mucho más, le dije que creo que hizo lo mejor por su futuro y el de sus hijos.
Después conocí al padre de la familia. El patriarca yemenita, un hombre de unos cincuenta años con la mandíbula hinchada y cara de haber pasado por dos vidas de puro sufrimiento, apenas sabía escribir su propio nombre.
Pregunté cuál es su ocupación. Aún costándole entender qué era esta maquinita que yo usaba para hablar su idioma, me explicó que todas las mañanas al salir «el dorado que brilla en el cielo» (traducción textual, cortesía del hijo mayor), se dedica a rezar.
Y ahí empezó el verdadero golpe. Más fuerte que conocer un grupo de judíos de un rincón lejano del planeta, más fuerte que hacerme amigo de esos chicos y lo que me preparó para el más fuerte choque cultural que pasé en mi vida: ése hombre y esa mujer habían escapado del Infierno mismo. Escaparon de todas las desgracias conocidas por la Humanidad. Así y todo, no pudieron dejarlas todas atrás, e involuntariamente, habían traído algunas en su espalda. Pero vi en esos chicos un verdadero futuro. Vi cómo una pareja salida de la peor miseria que jamás vi, puede ir en busca de un progreso que muchas veces está más allá de lo que que se imaginan. Los hijos que trajeron a Israel, hoy tienen posibilidades de ser mucho más que refugiados de un conflicto bélico que no se sabe cuándo empezó y que nunca va a terminar.
Pueden ser trabajadores, pueden ser profesionales o quién sabe qué. Eso está en ellos. Esos niños no tienen idea de lo que les espera. No tienen idea de todas las posibilidades que se les abrieron el día que subieron a ese avión. Y probablemente falten muchos años para que lo comprendan.
Shai Faingold