Enjuto, pelilargo y feo, tenía Remigio la voz insegura y salpicada de inesperados falsetes que dan los trece años. Cuidaba vacas en “La Preciosa”. Don Pancho, el capataz, más de una vez le había arrimado un lonjazo por distraerse hablando pavadas, ¿Qué era eso de querer ser marino un gauchito que no sabía del agua sino que sirve para beber? Y para peor, juraba y perjuraba que iba a ser almirante.
Mientras otros de su edad anhelaban ser domadores o reseros cuando grandes, Remigio soñaba ser como Brown, cuyas hazañas de Martín García, Montevideo y el Pacífico, había oído contar al puestero don Patricio, el gringo agauchado que había perdido una pierna en Guayaquil, haciendo el corso en la “Hércules”.
Un día de 1826, Remigio desapareció de la estancia y no volvió a saberse de él. Se había salido con la suya: tanto importunó, que vaya uno a saber cómo, consiguió ser aceptado de grumete en la escuadra que, en el Riachuelo, se alistaba para zarpar en busca de la flota del Imperio del Brasil.
El mocoso se hizo querer haciendo un poco de todo. En la fragata “25 de Mayo” siempre estaba pronto a dar una mano a la maniobra, en la limpieza, en la cocina o en el sollado. Era el primero en cumplir una orden, en arrimar una taza de caldo al enfermo, en llevar o traer un mensaje y en alegrar a todos con sus salidas de criollito pícaro. Si algo no se podía hacer, Remigio lo intentaba y lograba hacerlo.
Su entrometimiento simpático llegó a ser proverbial desde el día en que el propio Almirante le dijo al cirujano:
– Este asunto de los sueldos para la Escuadra no lo arregla ni Remigio…
¡La fama del mocoso había llegado hasta la cámara del propio Brown!
Cierta vez que el Almirante estaba en el puente mirando trabajar a sus hombres, propinó un cariñoso coscorrón al grumete que pasaba corriendo trasladando baldes y estropajos de proa a popa y de una banda a la otra y le dice:
– Bien, Remigio, bien … vas a llegar lejos muchacho…
– A almirante, como usted, señor. Contestó lo más fresco Remigio.
– Brown rió: Muy bien…Almirante…muy bien…
Y desde ese día lo tuvo como su mozo de cámara. Remigio estaba en la gloria. Ahora podía ver de cerca y diariamente a su héroe predilecto.
Comenzada la campaña, Remigio se distinguió. En la Colonia atendió heridos y salvó la vida a un fusilero, haciéndole una oportuna zancadilla en el preciso momento en que pasaba una rociada de metralla. En Los Pozos acarreó agua y municiones a los artilleros, transmitió órdenes en medio del fuego que barría la cubierta de la “25 de Mayo” y fue herido ligeramente por una esquirla, cuando arrimaba lumbre a la mecha de un cañón. En Quilmes fue uno de los bogas que llevaron a Brown desde la fragata “25 de Mayo”, hecha añicos, hasta el bergantín “República”. Fue él quien subió al palo mayor del “República” y clavó la insignia del Almirante mientras escupía insultos al enemigo.
Tantas veces jugó su vida en la batalla de Quilmes, que al llegar la escuadra de vuelta a Buenos Aires, Brown dijo al muchacho…
– Bien, Almirante Remigio… te has portado como un hombre de los más valientes. Mejor que algún capitán que yo conozco…
Acompañó a Brown a bordo de la goleta “Sarandí” cuando éste incursionó por el litoral brasileño y peleó guapamente a la par de los mayores en desembarcos y abordajes y consiguió licencia para usar un par de tremebundas pistolas que quitó, navaja en mano, a un enemigo. Todo veterano hablaba con respeto y cariño del “Almirante Remigio”.
En la batalla del Juncal, desarrollada en medio de una gran tormenta y fuertes vientos, Remigio se había superado a sí mismo. Fue él quien disparó el cañón que hizo volar al brulote que Senna Pereyra, el comandante imperial, enviara contra los argentinos. El, quién tripuló chinchorros llevando mensajes de Brown, en medio de las aguas revueltas por las andanadas y la tormenta. El, quien reemplazó a un artillero de la “Sarandí” herido por un tarro de metralla y con esa pieza, volteó un palo a la cañonera “Dom Sebastiao” decidiéndola a rendirse. Y también él quien se ofreció a comandar un piquete para abordar a la goleta “Brocoió”, defendida desesperadamente por su tripulación.
Ante la inusitada demanda, Brown le contestó:
– No, Almirante… no, muchacho. Te dejaré ir solamente como marinero. Anda…
El héroe miró al niño con un gesto de emocionada ternura. Remigio se terció el tahalí con su sable, cebó sus pistolas, calo hasta los ojos su gorro de lana para que el vendaval no se lo arrebatase y se dirigió a la borda para descender por la escala.
Declinaba la tarde del 9 de febrero de 1827. Poco tiempo más y se consumaría la más grande y completa victoria naval argentina. De las diecisiete naves de la Tercera División Imperial, sólo dos alcanzarían a huir. En ese caer de la tarde sonaban los últimos disparos. Uno de ellos, el postrero quizás, volteó a Remigio, que se desplomó sobre cubierta sin lanzar un grito. Brown, desde el puente, lo vio caer y masculló algo en su idioma.
Dos días después, ya amarinadas las naves apresadas, reparadas las averías y atendido a los heridos, se deberá cumplir con el piadoso deber de dar sepultura en Martín García a los caídos en el Juncal.
La mañana ha nacido deslumbrante y cálida. Los barcos, al ancla, presentan vergas cruzadas y pabellones a media driza. En la “Sarandí” se distingue la insignia de Brown izada también en duelo.
Saludados por las guardias armadas y las marinerías descubiertas, son desembarcados en balleneras los ataúdes de los caídos por la Patria.
En la isla, los tambores con sus parches destemplados, redoblan acompasadamente a muerte. Entre la doble fila formada por la guarnición vestida de rigurosa gala, desfilan uno a uno los féretros. Detrás de ellos, la Plana Mayor de la Escuadra, con el Almirante Guillermo Brown en el centro, los escoltan hacia el camposanto, donde aguardan los fusileros para hacer las salvas de rigor.
Tras del pelotón que abre la marcha del fúnebre cortejo, llevado a pulso por cuatro oficiales, avanza un pequeño ataúd cubierto con la bandera nacional y sobre ella, un raído gorro de lana, un sable de abordaje y dos grandes pistolas. En esa caja duerme para siempre Remigio Cáceres, el grumete de la “Sarandí”, a quien salvo por los cañonazos que se han omitido por el estado de guerra, se le rinden las honras fúnebres de almirante. Brown las ha ordenado para honrar de esa manera los despojos del niño héroe que había soñado con ser su émulo.
Luis Eduardo Arguero / Instituto Nacional Browniano