Nos deja huérfanos de padres, de hijos, de hermanos, de amigos, de vecinos. Escombros. Otra vez, los escombros.
Aquella noche trágica del 9 noviembre de 1938 las preguntas estallaron junto con los cristales de las ventanas de las casas, las vidrieras de los comercios, los vitrales de las sinagogas, los lentes de los escritores y de los científicos. Entre la noche del 9 y la del 10, cuando estallaron las palabras, las hordas nazis asesinaron a más de 400 personas, confinaron a 30.000 en los campos de concentración y atacaron 1.574 templos y cementerios judíos…….
Puedo identificar cada vez con más claridad cuál es la pregunta que me acompaña desde el comienzo: ¿Qué es ser judío? Y creo haber encontrado la respuesta en una mujer pequeña que aún me mira desde lo lejos.
Esther Fainzilver tenía unos hermosos ojos verdes y ausentes que miraban el pasado. Un pasado muy lejano situado en la pequeña aldea rusa de la que había llegado a comienzos del siglo XX. La melancolía primero y la vejez más tarde la dejaron atada a su remota infancia, dura y trágica, como la de la mayoría de los inmigrantes judíos.
Su familia había escapado de los pogroms y de la miseria. Mi abuela Esther era la menor de diez hermanos que quedaron desperdigados en América. A muchos de ellos nunca más los volvió a ver. Era una mujer frágil que había aprendido a hacerse fuerte. Yo tenía por entonces unos 14 años.
De aquella mujer laboriosa y pequeña que hacía magia para convertir las sobras del día anterior en manjares judíos y me cantaba canciones de cuna en idish, había quedado sólo su mirada tierna y un silencio irreductible.
Ya casi no nos reconocía a quienes vivíamos con ella o nos confundía con otras personas. Una tarde, cuando caía el sol, mi abuela se levantó al escuchar que yo abría la puerta para salir a encontrarme con mis amigos. Recuerdo que me tomó fuerte de la mano y me dijo: “Kopel, no salgas. Es muy peligroso”.
Inferí que mi abuela estaba viendo en mi figura adolescente al hermano mayor que no había vuelto a ver nunca más. Me hablaba como una niñita. Sin soltarme la mano, enlazó sus dedos temblorosos buscando la protección mutua. “Kopel, los cosacos están quemando las casas”.
Esther había olvidado casi todo: mi nombre, el de mi abuelo Samuel y el de mi madre Juana. Pero nunca, jamás, olvidó el horror de los pogroms. Esa noche no salí. Me quedé con Esther, mi abuela, para compartir con ella ese, su único recuerdo: el de su casita de madera ardiendo en medio de la nieve y el de la cenizas volando en el viento gélido. Tomada de mi mano, mi abuela se durmió.
Soñaba, imaginé, que su casa seguía en pie, que su hermano mayor, Kopel, estaba con ella para cuidarla, que el único fuego era aquél que mantenía a toda a la familia unida alrededor de la estufa de leña y que nada, nunca, habría de separarlos.
Esa, tal vez, sea la respuesta a mi pregunta: ¿Qué es ser judío? Ser judío acaso sea eso: mantener la llama viva del candelabro de la memoria cuando ya no queda ni siquiera memoria.
Resumen del discurso pronunciado por Federico Andahazi al recibir el Premio Jai (Vida) que otorga la comunidad Benei Tikva en reconocimiento a su trayectoria y por el libro “Los amantes bajo el Danubio”, en la que cuenta la historia de su familia durante la ocupación nazi en Budapest. El acto coincidió con la conmemoración de la llamada «Noche de los Cristales»
Federico Andahazi