Natan Sharansky
En la URSS de los años 70 no era difícil dar con rusos que sabían que el régimen comunista era incorregiblemente corrupto, disfuncional y opresivo. Pero una cosa era susurrar esas verdades a los amigos íntimos y otra muy distinta decirlo abiertamente y ponerse en la mira de la Policía estatal. Un miembro de la intelligentsia que mantuvo la cabeza gacha me preguntó una vez: “¿Cómo llamas en la URSS a un hombre íntegro?”. Cuando meneé la cabeza, respondió: “Un recluso”.
Natan Sharansky vino al mundo con el nombre de Anatoly Borisovich Shcharansky en 1948 en Stalino, una sucia localidad carbonífera renombrada Donetsk tras la muerte del segundo dictador soviético, en 1953. Sharansky mostró una enorme aptitud para las matemáticas y el ajedrez, algo muy conveniente para quien no quisiera arriesgarse a ser cancelado (por utilizar una expresión contemporánea) por el KGB. Pero él no era de ese tipo de personas.
Siendo un veinteañero se convirtió en un notorio sionista (es decir, en alguien que creía en el derecho del pueblo judío a la autodeterminación en parte de su patria ancestral), un refusenik (un ciudadano soviético al que se le negaba el derecho a emigrar) y un activista por los derechos humanos (no sólo de los judíos soviéticos, sino de los despojados tártaros, los oprimidos pentecostales, los nacionalistas armenios, etc.).
Pronto fue arrestado, sometido a un juicio-farsa y, en 1978, condenado al Gulag. Liberado nueve años más tarde, se trasladó a Israel, donde estuvo otros nueve años implicado en política, y luego durante otros nueve fue el director de la Agencia Judía, organización que relaciona a los israelíes con las comunidades judías que quedan (o sobreviven) en el exterior.
Sharansky da cuenta de su vida –al tiempo que habla de historia, filosofía y no pocas polémicas– en Never Alone:_Prison, Politics and My People (“Nunca solo: la cárcel, la política y mi pueblo”), que ha escrito al alimón con el eminente historiador Gil Troy.
Tuve la oportunidad de hablar con el señor Sharansky el otro día. Le dije que traté de informar sobre su juicio, pero como no se permitió el acceso al público ni a la prensa, lo mejor que pude hacer fue merodear por las inmediaciones del tribunal junto con sus seguidores. Un día llegó un furgón y se colocó en la puerta de salida del edificio. En un momento dado, las puertas traseras del vehículo se abrieron y enseguida se cerraron. El furgón se fue. Sabíamos que Sharansky iba en él y a dónde lo llevaban. Entre lágrimas, sus partidarios gritaron su sobrenombre: “¡Tolia! ¡Tolia! ¡Tolia!”. Durante más de 40 años me anduve preguntando: ¿les oyó?
El señor Sharansky me dijo que no. Pero, incidiendo en el objeto del libro, añadió que no se sintió solo o abandonado; ni entonces, ni durante sus años de cautiverio ni en los largos periodos de confinamiento en las celdas de castigo, jaulas pequeñas, gélidas, oscuras, “sin luz, mobiliario, nada que leer, apenas nada que comer y nadie con quien hablar”.
Semejante privación sensorial puede volverte loco; de hecho, eso es lo que pretendían sus carceleros. Pero no les dio satisfacción; en parte porque se dedicó a jugar miles de partidas mentales de ajedrez.
Cuando lo confinaban en una celda ordinaria le permitían leer Pravda, y fue gracias al periódico oficial del Partido Comunista que se enteró un día de que el presidente Reagan había llamado a la URSS el “Imperio del Mal”.
“Luego supe que sus críticos norteamericanos dijeron que ese había sido ‘el peor discurso de un presidente’”, escribe Sharansky. “Decían que había provocado una escalada de tensión en el mundo al amenazar a la otra superpotencia. Sin embargo, para los prisioneros fue un gran alivio. Pues mostraba que el mundo real estaba haciendo frente a las mentiras soviéticas”.
A su llegada a Israel, donde se dio a sí mismo un nombre más hebreo, fue recibido como un héroe. Pero su entrada en política no le hizo ganar más popularidad.
Colaboró con el primer ministro Isaac Rabin, pero estuvo en vivo desacuerdo con él a cuenta de los Acuerdos de Oslo (1993). Sharansky sabía un par de cosas de regímenes despóticos y estaba seguro de que traer a Yaser Arafat desde Túnez para hacer de él un dictador no conduciría a la paz.
También estuvo ligado al primer ministro Ariel Sharón, pero se opuso a su decisión de retirarse unilateralmente de Gaza. De nuevo, tuvo razón: Hamás fue a la guerra contra la Autoridad Palestina y venció. Desde entonces, la mayoría de los israelíes han comprendido que retirarse de la Margen Occidental en ausencia de un tratado de paz sólo puede conducir a un mayor derramamiento de sangre.
El señor Sharansky estuvo otros nueve años al frente de la Agencia Judía, centrado en lo que él denomina “la agrupación de los exilios”, llevando a Israel judíos desde países en los que, en el mejor de los casos, habían sido ciudadanos de segunda.
Estando en el Gulag, leyó en el Pravda sobre los “soldados sionistas” que en África “secuestraban a ciudadanos pacíficos aduciendo que eran judíos” a fin de incorporarlos a la “insaciable maquinaria bélica” israelí. Como sabía cómo descodificar la propaganda comunista, se figuró qué era lo que estaba sucediendo realmente: una “tribu hace tiempo perdida de compañeros judíos” llevaba más de un milenio viviendo en Etiopía, mayormente en comunidades rurales. Se llamaban a sí mismos Beta Israel, la Casa de Israel, aunque eran más conocidos como falashas, es decir, extranjeros o nómadas, lo que dice bastante sobre cuál era su estatus.
En 1991 se implicó en ese éxodo moderno, la salida de África de miles de judíos etíopes, algunos descalzos, la mayoría hambrientos, todos deseosos de ver Jerusalén y empezar una nueva vida. “Su mera travesía fue un salmo de regocijo”, escribe Sharansky. Y añade: “Había ahí un Am Israel, un pueblo, regresando a su tierra, y sus aplausos, cantos y ululeos africanos se confundieron en una imposible sinfonía victoriosa”.
Esto también es cierto: desde Stalino, Tolia también ha recorrido un largo camino.