De niño, Simon Gronowski escapó de los nazis. Más tarde escribió y compartió ampliamente su experiencia. Este año acercó su piano a la ventana de su apartamento para alegrar a los demás
Simon Gronowski había llevado a cabo muchos actos de valentía y generosidad en sus 89 años de vida. Abrir una ventana este abril no tenía por qué ser uno de ellos. Pero este no era un abril cualquiera.
Era el apogeo de la primera ola de la pandemia de coronavirus, que golpeó a Bélgica tan fuerte como a cualquier otro lugar del mundo. Pero como sobreviviente del Holocausto, Gronowski ya había enfrentado antes a la muerte de forma más personal.
El diminuto abogado reunió su coraje, movió su piano eléctrico bajo el alféizar de una ventana, la abrió y dejó entrar el sol primaveral junto con la espesa y cautelosa tranquilidad de una ciudad aterrorizada por el virus. Y empezó a tocar una melodía de jazz.
“Tenía miedo”, dijo. “No es normal eso de abrir la ventana y tocar”.
Pero pronto, sus vecinos asomaron sus cabezas por las ventanas, algunos incluso se pusieron mascarillas y caminaron hacia su casa para escuchar mejor
Uno tomó una foto en blanco y negro de él mientras tocaba, la imprimió y la puso en su buzón más tarde. Decía, simplemente, Merci.
Empezó a tocar regularmente, y llenó las frondosas calles con notas de jazz y llevó alivio a sus vecinos sitiados durante el confinamiento que duró hasta finales de mayo.
Amy Edwards Anderson, una profesora de inglés de Estados Unidos que ha vivido en Bruselas durante 22 años, escuchó tocar por primera vez a Gronowski cuando estaba sentada en su patio trasero con su marido y sus tres hijos. Se sorprendió, dijo, porque rápidamente quedó claro que no era alguien que estuviera practicando. Era alguien que tocaba para la cuadra.
Los pequeños conciertos de ventana irrumpieron en el encierro de su familia y los animaron.
“Aquí había alguien que amplificaba la música para compartir con sus vecinos, sin otra razón que la de hacer que la gente se sintiera bien durante un momento difícil”, dijo. “Una especie de regalo no solicitado para el barrio”.
Gronowski quería que sus conciertos improvisados hicieran felices a las personas, pero tocar para otros también ha tenido un valor intrínseco para él toda su vida.
“La música es un medio de comunicación, de conexión”, dijo una tarde reciente en su oficina en casa, rodeado de pilas de documentos.
Gronowski se enseñó a sí mismo a tocar el piano cuando era adolescente porque también buscaba comunicarse, conectarse, ante todo, con su hermana mayor, Ita, que había fallecido en Auschwitz en 1943, a la edad de 19 años.
“La adoraba”, dijo. “Era una pianista brillante”.
El 19 de abril de 1943, cuando tenía 11 años, Gronowski saltó de un tren a toda velocidad.
Él y su madre estaban apiñados con otras decenas de personas en un vagón para ganado en la ruta mortal que iba desde Malinas, una ciudad donde los judíos belgas fueron acorralados, hasta Auschwitz.
De todos los trenes de la perdición, el de Gronowski se grabó especialmente en la historia del Holocausto. Conocido como el “Convoy 20”, fue interrumpido por tres combatientes de la resistencia poco después de salir de Malinas. En la conmoción, decenas de personas tuvieron la oportunidad de escapar a las tierras de cultivo de Flandes.
Poco después de que el tren comenzó a acelerar de nuevo, la madre de Gronowski, tal vez envalentonada por el incidente y el rayo de esperanza, le instó a saltar.
“Salté porque escuché las órdenes de mi madre”, dijo Gronowski. Saltó por su vida. Su madre no le siguió. “Si hubiera sabido que ella no iba a saltar, me habría quedado en el tren”, dijo, apoyando la mejilla en la palma de la mano, como si su cabeza fuera de repente demasiado pesada.
Durante los siguientes 17 meses el chico estuvo escondido en los áticos de algunas familias católicas. Después de que Bruselas fue liberada en septiembre de 1944, se reunió con su padre enfermo, que había entrado y salido del hospital durante años, y finalmente sucumbió —a un corazón roto, cree Gronowski— y al año siguiente dejó huérfano al niño.
Gronowski se basó en los recuerdos de un confinamiento prolongado, el miedo y la tristeza desesperada de la década de 1940, para escribir una columna de periódico en la que animó a sus compatriotas belgas a finales de marzo, cuando luchaban por acostumbrarse al encierro.
“Actualmente reducido a la ociosidad forzada —propicia a la reflexión—, mi pensamiento vaga y regresa a los confinamientos que sufrí hace 75 años, de 1942 a 1944, cuando tenía 10-12 años de edad”, escribió.
“Hoy en día, podemos quedarnos con nuestra familia o ser ayudados por ella, mantenernos en contacto, podemos hacer nuestras compras, abastecernos de provisiones, leer los periódicos, ver la televisión, pero en ese entonces vivíamos aterrorizados, nos faltaba todo, teníamos frío, hambre y nuestras familias estaban separadas, desplazadas”, añadió.
La valentía que exhibe hoy ya ardía en el interior del niño que lo había perdido todo al final de la Segunda Guerra Mundial.
Al cumplir 23 años, Gronowski tenía un doctorado en leyes. Se convirtió en abogado, se casó con Marie-Claire Huybrechs, tuvo dos hijas, Katia e Isabelle. Y durante seis décadas dijo poco sobre sus padres fallecidos, su querida hermana Ita, o ese día que saltó de un tren en movimiento en su camino a Auschwitz.
“No era un secreto, pero no hablaba de ello”, dijo, y su humor optimista oscureció momentáneamente. “¿Por qué? Porque me sentía culpable. ¿Por qué ellos están muertos y yo estoy vivo?”.
Todo eso cambió en 2002, cuando, presionado por amigos que conocían su historia, decidió abrazar su pasado.
“Necesitaba dar testimonio y escribir mi historia, así que escribí mi primer libro”, otro acto de valentía, uno que le dio a Gronowski una inesperada nueva vida de apariciones de los medios y un mayor perfil para defender causas progresistas.
Después de que L’Enfant du XXe Convoi fue publicado y la historia de Gronowski se dio a conocer más ampliamente en Bélgica y fuera de ella, empezó a dar conferencias, especialmente en las escuelas.
“Fue muy doloroso revolver todos esos recuerdos de nuevo”, dijo. “Pero ahora siento que aporto algo positivo a los jóvenes, y eso me hace feliz, me libera”.
Su nueva fama le llevó a otro acto de valentía y generosidad.
Un estudiante que lo escuchó hablar en una escuela belga en 2012 lo llamó poco después con una propuesta sorprendente.
Un belga llamado Koenraad Tinel, un artista de edad similar a Gronowski, había escrito sobre la culpa de haber nacido en una familia nazi. Su hermano había sido guardia en el campo de Malinas donde Gronowski y su madre habían sido retenidos antes de ser colocados en el Convoy 20. ¿Gronowski querría reunirse con él?
Los hombres, ambos de más de 80 años en ese momento, se encontraron en las humildes oficinas del Sindicato Belga de Judíos Progresistas.
“Así nació nuestra amistad”, dijo Gronowski. “Y ahora Koenraad es más que un amigo, es un hermano”.
Escribieron un libro, Finalmente, liberado, y dieron conferencias juntos.
Cuando el hermano mayor de Tinel, Walter, el guardia del campamento, estaba en su lecho de muerte, pidió conocer a Gronowski y pedirle perdón.
“Lo tomé en mis brazos y lo perdoné”, dijo. “Este perdón fue un alivio para él, pero fue un alivio mucho mayor para mí”.
Ahora que Bélgica lucha contra una segunda ola de coronavirus con otro confinamiento, Gronowski toca su piano, esta vez con las ventanas cerradas. (“Hace demasiado frío ahora”) y planea futuras aventuras. “Quiero tocar con esta banda de Nueva Orleans”, dijo rebosante de entusiasmo juvenil. “Se llaman Tuba Skinny, ¡son buenísimos!”.
La mayoría de sus conferencias escolares se han suspendido debido a la pandemia, pero se reanudarán muy pronto, dice, y eso es lo que espera con más entusiasmo.
“Cuando cuento mi historia en las escuelas, siempre termino con un mensaje de esperanza, siempre les digo una cosa importante: les digo que la vida es hermosa”, dijo. “Pero también es una lucha diaria”.
© The New York Times 2020